La Vita Strangiato — “The Waltz of the Shreves”
La mayor parte del trabajo
práctico —el cual habían titulado «La Marcha Triunfal: una exploración del
género operístico a partir de “aïda”»—
estaba terminado. Pozzini les había dado el visto bueno y sólo quedaba ajustar
el formato y disimular un poco más el copiado-y-pegado, corroborar las fuentes
y compilar la bibliografía y, por supuesto, redactar una conclusión. Teresa había
decidido ocuparse de la primera tarea y Fernando se había ofrecido para la segunda
antes de que alguno de sus compañeros decidiese encargarle la más penosa. A
pesar de lo innecesario de una última jornada —lo que restaba de trabajo era
fácilmente ejecutable en forma individual—, habían optado por reunirse
nuevamente.
Mientras tanto, Teresa seguía
sentándose al frente con el resto de las Sopranos de Coloratura y, si bien
continuaba acatando los caprichos de Amanda Grossi con suma diligencia, lo
hacía desde una posición imperceptiblemente altiva. Fernando ya no se molestaba
en hacer rabiar a María Vistarini a través de sus irritantes mañas —aunque,
claro, la paciencia de la chica se rebasaba por su propia cuenta.
Martín podía observar un claro
parecido entre las lideresas y se preguntaba si en el pasado no habrían sido
amigas y en cómo —y cuán violentamente— se habría quebrado esa relación.
Ninguna osaba cruzar palabra con la otra y ambas se habían hecho de un pequeño
acorazado de acólitos recientemente rajado; sus compañeros de trabajo se
deslizaban fuera de las barreras que sendas chicas habían forjado contra el
resto de su curso y algo le decía que se trataba de una caída libre. Una suerte
de vibración se había forjado entre
los tres y Martín estaba seguro de que ésa era la fuente del quiebre que se (evidenciaba) ensanchaba cada día más.
Sin embargo, su alianza era
silenciosa. Dudaba que Fernando fuese a intercambiar su lugar con el de Bruno
Stecchi o que Teresa arrimase un banco a su izquierda. Había un sistema de
castas del que nadie podía hacer caso omiso —al menos, no explícitamente. Las
juntadas en las que trabajaban, cocinaban y reían —esbozando algo que transgredía
lo que hasta entonces les significaba la «amistad»— eran tan clandestinas y (socialmente) peligrosas como ocultar
judíos en el sótano durante el Tercer Reich.
***
Al día siguiente del «incidente Memory» —como había denominado al ataque
a sus sentidos a causa de una mujer cantando vestida de gato—, había decidido
dar por finalizada su hipocresía musical. Elaine Stritch no cantaba, gritaba, y cuando no chillaba las palabras,
simplemente las decía de una manera muy extraña. Company no era relajante ni interesante, era un montón de personas queriendo
decir un montón de cosas al mismo tiempo. Prefería música convencional, un buen
rock en el que importase más el solo de batería que el mensaje que las letras
intentaban enviar. Además, ¡a él no le gustaban los musicales! Había concluido
que eran demasiado peligrosos y no
tenía intenciones de seguir revolcándose allí donde la mierda emocional ya se
había petrificado. Estuvo a punto de borrar la carpeta «Musicales» que había copiado
de la computadora de Cito, pero algo dentro de él seguía dando vueltas, incapaz
de convencerse.
Ya habían pasado dos semanas de
eso cuando se agachó para cambiar de radio
a auxiliar al equipo de música que
estaba junto a la puerta de la cocina, de cara a la mesa del living comedor
donde sus (amigos) compañeros se
sentarían en cosa de media hora. Enchufó el celular y puso a reproducir Grace Under Pressure, el único álbum de
Rush que había escuchado de entre toda la discografía que Cito había
traspapelado entre sus comedias musicales. El aleatorio eligió empezar por The Body Electric y se dejó caer en el
sillón. El colgante del Hombre y la Estrella levitó por unos instantes hasta
caerle en el ojo. Martín refunfuñó y lo apartó, sin antes dirigirle una mirada
nostálgica que la música no consiguió arrancarle. Ya había pasado... ¿cuánto? ¿Un mes? ¿Era suficiente o
cuánto más de la vida de una persona tomaba el duelo? La madre de Cito había
logrado recomponerse, al menos rudimentariamente, en menos de una semana. Claro que bien podía haber
sido un montaje. Aún recordaba los golpes convulsos que lo habían dejado fuera
de combate cuando esa una semana
finalmente hubo terminado. No, se dijo Martín, acomodándose en su asiento, no
había manera en que la señora Pérez pudiera haber estado bien aquel día; ella era su madre, pero, ¿tenía él derecho a seguir
llorando por los rincones? Era su mejor amigo, porsupuesto, pero ¿era sano seguir sintiendo un escalofrío cada vez
que tocaba esa puta estrella?
Sonó el timbre y ni se molestó en
atender por el portero —el aparatejo funcionaba cómo y cuando quería.
Si bien faltaban veinte minutos
para la hora, a Martín no se le ocurrió que pudiera ser raro. Sus compañeros no
se caracterizaban por ser puntuales, pero ésta podía ser una excepción. Puesto
que no había una exposición formal, el trabajo moriría allí, entre notebooks y
gaseosas; el resultado, nada más allá de una laboriosa introspección. Las
investigaciones se comentarían en voz alta a la clase siguiente de la
devolución final, pero nada más. Nada
de afiches, nada de división del material para hablar —se bajaba el telón, pero
no seguían aplausos. Sus amigos no se irían hasta después que anocheciera,
estaba seguro.
Atravesó el pasillo y pasó tres
casas antes de llegar a la puerta de vidrio esmerilado del frente.
—¡Por una vez temprano! —empezó a
decir mientras abría—. ¡Se viene el mundo abajo!
Estuvo a punto de dejar que el cristal
impactase contra la pared, pero un reflejo hizo que su mano atajara la puerta a
último momento. El resto de Martín se había detenido.
—Hola —dijo la señora Pérez—,
¿puedo pasar?
***
Había quitado Rush y la
habitación se había llenado de silencio. La madre de Cito había rechazado
amablemente la bebida que Martín le había ofrecido y aún no había explicitado
sus razones para estar allí —tal y como él mismo en un principio se había abstenido
de revelar sus intenciones al invadir su departamento. La mujer observaba el
departamento con ojos ausentes, como intentando mirar a través del tiempo,
recordando las veces que había estado allí tomando mates con la madre de Tincho o riendo en cenas de amigos-casi-familiares
en aquella misma mesa a la que ambos estaban sentados. Había un velo opaco
entre esas imágenes y lo que podía ver ahora; la tela psíquica era tan pálida e
intensa como su reflejo en la jarra con agua que los separaba.
Martín se sirvió.
—¿Está segura de que no quiere?
La señora Pérez negó con la
cabeza.
—Tendría que estar en la oficina
ahora mismo, pero quería traerte esto.
Extrajo de su bolso dos paquetes
envueltos en un papel de regalo con motivos musicales. El poderoso perfume del
primero de ellos evidenció su contenido.
—Lo prometido es deuda —dijo la
mujer, extendiéndoselo; Martín la miró por unos momentos antes de aceptarlo.
—Cuando se vuelva a ensuciar, me lo podés mandar. Preferiría ser solamente yo la que la lave.
Intercambiaron una mueca extraña —una
sonrisa de supervivientes— y Martín rompió el envoltorio con manos temblorosas.
Ahí estaba la bendita campera, blanca como una hoja en blanco, destilando su
peste a no-canela como una mentira flotante. Si había alguna metáfora para lo
que ahora representaba su amigo, era aquella prenda. Reprimió el impulso de
abrazar la campera y, en cambio, estrujó la mano que la señora Pérez había
dejado sobre la mesa.
—Juan dejó esto para vos —le dijo
tras un suspiro entrecortado, deslizando el segundo bulto.
Sus dedos se movieron sobre el
papel, ajenos a su consciencia. El paquete era pequeño, como del tamaño de un
CD, y fue, efectivamente, la caja de un disco doble lo que apareció debajo de
unas claves de sol.
—«Versión Musical de Jeff Wayne...
“La Guerra de los Mundos”» —leyó Martín, ahogando un ¿qué carajos? hacia el final de la frase.
—Era su musical favorito —explicó
la madre de Cito. —Le costó mucho encontrar una versión doblada, pero estaba
emperrado en regalarte ésta —se sonrió y su cara se llenó de color. —Sabía lo
mucho que odiás el inglés y quería asegurarse de que lo entendieras.
Con aquel último y críptico comentario,
la señora Pérez se incorporó.
—Bueno, mejor me voy yendo antes
de que se den cuenta que no salí a comprar café.
—Ahí te abro.
Recorrieron el pasillo en
silencio; Martín pensó que sencillamente no había más que decir. La mujer
avanzaba con un paso más ligero y seguro, como si se hubiese liberado de un
peso importante —arrojándoselo a él y dejándole bastante en qué pensar.
Entonces, ¿después de todo sí iba
a contarle sobre sus actividades secretas? No tenía idea de cómo podía hacerse
una «versión musical de “La Guerra de los Mundos”», ni tampoco quién era Jeff
Wayne, pero Celeste le había dicho que existía una comedia musical sobre
Spider-Man. Se suponía que había lugar para todo lo que uno pudiera imaginarse,
pero los marcianos no cuadraban con su imagen de gente cantando y bailando (no) incoherencias. Sin embargo, algo así
no acababa de parecer extraño en Cito. Le parecía más lógico que Company y mucho más sano que lo que el
incidente Memory le había
representado a su psique.
Para cuando hizo girar la llave
en la cerradura de la puerta del frente, Martín ya estaba seguro de que a
partir de ese disco podría completar los espacios vacíos en la historia de su
amigo. Lo marchoso de la señora Pérez se le había pegado e incluso le dedicó
una sonrisa antes de abrazarla para despedirse. El contacto duró hasta rozar el
límite en que hubiera sido incómodo o forzado, pero no acabó de rebasarlo. Se
había acumulado una nube de pesar cuando se habían encontrado en el velorio de
Juan, ya un mes atrás, pero ahora los rodeaba un aura de felicidad que ninguno
de los dos podía acabar de comprender. En un pensamiento relámpago, Martín
comprendió que no importaba cuándo
dejara de llorar por los rincones, que quizá siempre sentiría un
estremecimiento cada vez que minimizara la ventana del navegador y los viese
juntos en el fondo de pantalla. Todo eso sólo llegaría a aplacarse un poco,
pero el sentimiento —junto con lo que Cito había dejado de su espíritu en la
Tierra— jamás moriría. Su amigo, su madre y él eran sobrevivientes, y de eso se
trataba. El duelo no era contra el pesar en un
momento de debilidad, era una lucha constante de la que uno no podía acabar de
salir airoso pues no era ése el objetivo. El duelo era contra la mortaja que
había querido ceñirse sobre él a lo largo del día cero y que de a ratos le nublaba
la vista a la señora Pérez; era contra dejarse estar. Se tomaron de las manos y
se las presionaron, afirmándose que ninguno de los dos daría el brazo a torcer
—nunca.
—¡Casi me olvidaba! —exclamó la
mujer, ya a un par de pasos de distancia. —¡Feliz cumpleaños!
Lo saludó con la mano y Martín le
devolvió el gesto como por inercia. Antes de que pudiera acabar de pensar en cómo carajos podía habérsele olvidado
que hoy cumplía años, se escucharon unos gritos a la distancia. La
inconfundible voz de Teresa le gritaba, muy seguramente, a Fernando. Sus
compañeros forcejeaban con una torta y un encendedor mientras doblaban por
Santa Fe.
—¡Dejala quieta que no puedo
encender las velas!
—¿No podés esperar un poco para
hacer eso? ¿Cómo a que lleguemos a la casa o podamos apoyarla en algún lado o algo?
—¡No, sino no va a ser sorpresa!
Para entonces ya habían cubierto
la mitad de la cuadra y Martín los observaba apoyado en la puerta, con un aire
a mitad de perplejo y divertido. Fer soltó una risotada y Tere lo fulminó con
la mirada. Así, en mitad de la calle, entonaron una muy triste interpretación
del Feliz Cumpleaños a la que algunos
transeúntes se sumaron, deteniéndose para cantar o aplaudir.
***
—Supongo que por esto querían
juntarse una última vez —dijo Martín. —Porque otra no se me ocurre.
Había decidido que no pondría La Guerra de los Mundos hasta que
estuviese solo. Mientras tanto, Teresa le había permitido que dejara Rush, pero
«¡Sólo por ser tu cumpleaños!». La torta —de la cual los tres ya se habían
servido— era artesanal, como lo evidenciaba el desnivel hacia la izquierda y el
torpe Felis Cumple!, autoría de Fernando.
No obstante, como todo lo que hacían sus amigos, estaba riquísima. Eran dos esponjosos
pisos de chocolate intercalados por crema de maní, coronados por un baño de
chocolate y rodeados por obleas.
—Esto podría matar a un diabético
en menos de quince minutos —comentó Fernando. —Hace rato que quería hacer esta
torta yo mismo.
—¿Cómo vos mismo? —preguntó
Martín, frunciendo el entrecejo.
—Es que la familia de Fer tiene
una pastelería, ¿a que vos tampoco sabías? —dijo Teresa, dejando sobre la mesa su
servilleta. —Quería que te trajéramos una de las que hace su viejo; tuve que
insistirle para que te hiciéramos una nosotros.
—¡Nunca dije que le trajéramos
una de las que ya estaban hechas! —se defendió Fer, con la boca llena.
—Solamente dije que ésas siempre iban a estar mucho mejor hechas.
Teresa lo acusó con la oblea
clavada en su tenedor antes de comérsela:
—Es que sos un vago.
Martín rió y Fernando lo secundó,
negando con la cabeza; la chica los observó, chasqueando la lengua para evitar
que su sonrisa pasara a mayores. El dueño de casa fue a la cocina a buscar
gaseosa y Teresa se paseó por el living, estirándose —elongando para entrar en
calor. La parte que quedaba del trabajo era la más tonta, pero también la más
minuciosa. Claro que aquello sería acompañado de más torta. Y gaseosa. No
obstante, era el momento de mayor concentración.
General se restregó contra sus
piernas y la chica se agachó a acariciarlo. El animal maulló en demanda de que
lo levantaran. Con el gato reposando en una posición torcida entre sus brazos
—algún día tendría que observar cómo su tía cargaba a su bebé— Teresa se giró
para ver cómo Fernando devoraba su porción con el mismo entusiasmo que le
dedicaba a sus hamburguesas de queso con dulce. El auricular pendía del
expansor, escupiendo música a un volumen tan bajo que sólo debía llegarle
estática. Se preguntó si, hacía un mes atrás, hubiera imaginado que estaría
allí y con esa compañía. Se dijo que no y se acercó a la cara el hocico de
General. El gato la miró con ojos altaneros y, decidiendo que había estado
alzado por tiempo suficiente, saltó al suelo —junto al equipo de música y el
regalo de Cito.
—Solamente queda de la light,
pero... —empezó Martín, desde el umbral de la cocina, deteniéndose al ver lo
que Teresa sostenía en sus manos.
—¿«Versión Musical de “La Guerra
de los Mundos”»? —leyó la chica, sólo un poco más perpleja de lo que él había
estado. —¿Qué es esto?
—Es mi regalo de cumpleaños de
parte de Juan —explicó Martín, sin moverse e intentando que su tono no se
alterara. —Me lo trajo su mamá hoy.
—¡Perdón! —dijo Teresa,
regresándolo a donde lo había encontrado. —No quería meterme con esas cosas.
—Está bien, igualmente lo quería
escuchar.
Se despegó del umbral y dejó la
gaseosa sobre la mesa. Le indicó a Fernando que buscara los vasos y rompió el
celofán que cubría al disco. Había pretendido escucharlo en soledad, pero se
sentía cómodo junto a ellos. Para sus amigos, por otro lado, la situación podía
volverse algo rara —notaba cómo las manos de Teresa temblaban como si estuviese
intentando desconectar una bomba. Abrió la caja y dejó escapar una risita que
sonó como un resoplido.
—«La Llegada de los Marcianos»
—negó con la cabeza. —Sos un hijo de puta.
Insertó el primer disco y
Fernando regresó justo antes de que un hombre empezara una cháchara en español
gallego. Los tres se miraron entre sí y luego al título que se deslizaba sobre
el ecualizador digital: «la víspera de la
guerra». Una orquesta hizo su aparición y Martín pensó si no sería esa
la puta ópera sobre la que Cito había
querido hacer el trabajo desde el principio. Entonces la música viró a un tono
más (progresivo) interesante y un par
de cosas se volvieron más claras.
Dejó que el disco corriera, pero
alejó la vista del equipo. Recogió la caja y encontró, junto al disco dos, «La
Tierra en Poder de los Marcianos», el folleto con las letras traducidas. Una transcripción entera de
lo que el hombre había estado diciendo y lo que en ese momento le llegaba
cantado en inglés. Todo en español —todo entendible. Incluso había
ilustraciones de lo que, supuso, eran los momentos clave en la historia. Sí,
había una historia enlazando las
partes habladas y la música, y Cito había estado decidido a que lo comprendiera
todo. «Le costó mucho encontrar una versión doblada», repitió en su cabeza la
señora Pérez.
Volvió a dejar el folleto dentro
de la caja y sacó el disco del equipo. Fernando arqueó una ceja y entreabrió la
boca, pero no encontró qué decir y la cerró. Teresa pasó sus manos por los
hombros de los dos chicos y le dedicó una mirada suplicante a Martín, pero sus
brillantes ojos verdes no lograron sonsacarle una respuesta a la pregunta que
no podía acabar de formular.
—¿Les molesta si suspendemos el
estudio por unos minutos? Hay un lugar al que quiero ir y me gustaría que me
acompañen.
Lo dijo al espacio de pared que
separaba las puertas de la cocina y el baño, con la crónica musical de la
llegada de los marcianos en su mano. Fernando asintió y le dio unas palmaditas
en la espalda. Teresa lo abrazó y guardó el disco por él.
***
Los tres amigos estaban parados frente
al escaparate de Arcadia, con sus reflejos en el vidrio interrumpiéndose entre
manchas de pintura y polvo. Hacía frío y Teresa se ajustaba el miserable
saquito negro, pero no alcanzaba a taparse por debajo de la cintura; Fernando
lucía su campera de cuero de siempre y Martín se había llevado a la cara las
mangas de su prenda recientemente recuperada.
—Antes de que se divorciaran, mis
viejos nos traían a Juan y a mí acá las tardes que no teníamos gimnasia. Nos
pasábamos horas viciando con un pinball y siempre jugábamos al Mortal Street; nos
sentábamos a dar vuelta el juego de tiros de Jurassic Park por lo menos una vez
al mes —Martín se abrazó y dejó escapar una risita entrecortada—, y ninguno tenía
buena puntería. Gastábamos dinerales.
Supongo que quebraron cuando mi papá dejó de sentarse a jugar al Tetris
mientras esperaba a que termináramos de sacrificar todos los billetes.
En un gesto que se le antojó casi
molestamente dramático, apoyó una mano en el vidrio. Esperó el escalofrío, pero
no llegó nada. Nada tembló dentro de él ni se proyectó a través de su brazo. El
lugar estaba vivo sólo en su imaginación —y sus recuerdos. Algo se tensó allí,
entre los retazos de memoria, y le hizo humedecer y abrir mucho los ojos.
—Cada vez que entrábamos... —negó
enfáticamente con la cabeza. —No, justo antes de que entráramos, Juan decía muy
bajito, como para que no lo escuchara pero yo siempre lo alcanzaba a oír, «At the ballet».
—¿Como en A Chorus Line? —preguntó Teresa tras una pausa. Martín se volvió
hacia ella, perplejo. —A Chorus Line
es un musical de los ochenta.
—El musical es de los setenta, la
película es de los ochenta —la
corrigió Fernando.
Martín entreabrió la boca y se
cruzó de brazos en una (dramática)
señal de protesta. ¿Es que todo el mundo sabía de musicales menos él?
—¿Tienen idea de si podemos
conseguirla? —sus amigos intercambiaron una mirada preocupada que luego
dirigieron a él. —Ninguno de ustedes pensaba trabajar hoy.
***
La sección musical del primer
videoclub que visitaron se restringía a conciertos de los Rolling Stones y Bee
Gees, The Wall de Pink Floyd y a un
título llamado «El Mago de Oz» que Teresa le advirtió jamás mirara si pretendía
conservar su dignidad.
—Nadie debería ver esa
interminable secuencia de enanitos cantando —le había dicho mientras revolvía
DVDs.
Visitaron luego el que solía
frecuentar cuando sus padres alquilaban películas todos los fines de semana. El
local era mucho más amplio y tenía al menos dos estanterías para cada
categoría. Las comedias musicales estaban separadas de los conciertos e incluso
de un par de óperas —«que podrían haber resultado útiles», comentó la chica. Si
bien las películas no estaban indexadas ni había catálogo alguno, Fernando
localizó la caja casi al instante. Haciendo uso de su prodigiosa altura,
recogió A Chorus Line del primer
estante.
—Apenas la terminamos nos ponemos
con el trabajo, ¿eh? —dijo Fer.
—A vos te toca buscar fuentes
para disfrazar el hecho de que hay un muy importante algo de Wikipedia en cada apartado del trabajo —replicó Martín. —El
único que tiene que romperse el coco soy yo, que me clavé con la conclusión.
—Tené en mente que la
presentación es mañana.
—Vos asegurate de mandarme esas
fuentes falsas antes de irte a dormir.
El tono era cómicamente ácido y
las palabras salían acompañadas de sonrisas burlonas. Cuando llegaron a la caja
la conversación se había desviado a si deberían comprar papas o si con la torta
bastaba. Teresa aseveró que al menos debían comprar gaseosa para personas
normales.
—¿Qué tiene de malo la light?
—repuso el empleado mientras tomaba la película y la pasaba por un lector. Los
tres se miraron y Fernando frunció el ceño, como preguntándole a su amigo «¿Vos
lo conocés?» sin necesidad de mover los labios. Martín tardó en reconocer la
bufanda a cuadrillé, pero una vez lo hizo no pudo evitar abrir la boca para
replicar algo que no llegó a formulársele en la cabeza. —¿Te acordás de mí? Nos
conocimos hace un par de semanas en la casa de Celeste.
Quemi le sonrió.
—Kevin Steller, ¿no?
—Kev Steller, sí. ¿Llevás ésta?
Martín asintió y el chico tecleó
unos comandos. Antes de devolverle la película envuelta en una bolsa plástica,
Quemi reparó en el brazo de su cliente —y luego en el resto de su vestuario.
Sus ojos palpitaron con indignación y acabó deslizando muy lentamente el DVD
por el mostrador, en un gesto tan dramático
como todos los que rodeaban el microcosmos de Cito.
—Esa campera es de...
—Sí.Muchasgracias.
Le entregó un billete de veinte y
murmuró que se quedara el cambio antes de darse la vuelta y salir del local, sin
permitirle a Kev Steller acusarlo con
la mirada por segunda vez.
***
Fernando y Teresa se fueron del
departamento hacia las once, tras terminarse la película, la torta, dos
paquetes de papas fritas y tres botellas de gaseosa «para gente normal». La
casa volvía a estar vacía, pero no silenciosa. El eco de los comentarios que
habían echado durante la película aún revotaba en las paredes junto a las risas
que habían acompañado a la mayor parte de las acotaciones.
Pero ése era un sonido hueco; Martín
necesitaba uno físico, capaz de
llenar la habitación. Sabía qué era lo que tenía que hacer, pero optó por
quedarse allí, parado en mitad del living, inmóvil por unos momentos. Saboreó
el instante y se acercó las mangas a la cara. Tenía todas las piezas del puzle
junto a él. Incluso había llegado a ver un musical entero. No podía afirmar que
lo hubiese disfrutado —al menos no
enteramente—, pero al menos lo había soportado.
Colocó «La Llegada de los
Marcianos» y se echó en el sillón con el folleto. Eso sí que lo disfrutaría. Si
Cito se había molestado tanto por encontrar esa
versión en particular para contarle cuál era su verdadera música y su pasión,
era porque había querido que la compartieran. Era hora del enfrentamiento final
contra las letras.
El hombre —Teófilo Martínez,
constató el papel en sus manos— inició el prólogo y Martín sintió miedo de que,
más allá del golpe progresivo que
seguía, no encontrase nada que le gustara; sintió terror de que incluso con aquel material tan específico —tan para él— no pudiera conectarse; tuvo que
ahogar un estremecimiento y sofocar la idea de que, pasada la primera canción,
la brecha entre ellos se ensanchara más de lo que el final de la existencia de
su amigo y el descubrimiento de su vida secreta ya habían hecho.
Se hizo un ovillo contra el
respaldo y dejó escapar un suspiro entrecortado. Aflojó la mano que llevaba el
folleto, dedicándole toda su atención a la que ya estaba entumecida de lo mucho
que presionaba al colgante del Hombre y la Estrella, y las letras cayeron al
suelo. Se agachó para recogerlas y encontró la página con la lista de las
canciones —y su duración. La sonrisa que se formó en su rostro se ensanchó al
tiempo que el agujero en su estómago se reducía. La víspera de la guerra sumaba un poco más de nueve minutos y no
era ni de lejos la más larga de todo el álbum. Cualquier preocupación que
hubiera podido sumarse a las que le habían comido la cabeza hasta entonces
murió antes de existir. Cito había dado en el clavo. Besó la insignia de Rush
en un gesto que se le conjuró tan (dramático)
estúpido como necesario.
Devoró el primer (acto) disco sin despegar los ojos del
folleto ni los oídos de los chillidos (uuuulla)
marcianos.
Redactó la conclusión —unas
miserables seis líneas, poco más que una revisión de lo previamente desarrollado—
y compaginó el material que sus compañeros ya le habían mandado. Para las doce
ya estaba nuevamente en el sillón, escuchando y leyendo qué había sido de la
Tierra tras la conquista marciana, como si fuese lo más natural del mundo. Y la
verdad era que, en el fondo, así lo era. Cito lo había estado preparando para
aquel momento desde hacía años. Le había presentado 2112, las dos partes de Cygnus
X-1 y si había insistido tanto en comprar Clockwork Angels era porque alguien había sacado una novela basada
en el disco. No había llegado a enseñarle los dos micromusicales del disco Caress of Steel, pero eso había sido
porque un camión y su propia torpeza se habían cruzado en su camino. Y sabía
que a partir de entonces las historias no acompañarían sólo al rock progresivo
—y ahora también sinfónico—, sino que quizá hasta encontrara el sentido en que Elaine
Stritch mezclaba gritar con cantar. Era un registro que no terminaba de
cerrarle, pero que ahora podía aceptar. Había conseguido sintonizar con la vibración. Había algo que excedía a la
música en sí, algo que Teresa había dicho una vez y ahora volvía a su
consciencia:
—En las partituras de
las óperas hay personajes,
personas de una ficción aún inmaterial, vislumbradas a través y más allá de la
letra escrita.
Pero existía algo que
sencillamente no se encontraba entre las claves de sol y ningún instrumento
excepto el hombre podía reproducir. Allí se producía lo que Memory había soltado sobre él, en el
terciopelo sobrenatural que cubría la voz de la mujer mal disfrazada de gato.
En eso mismo con lo que brillaban los gestos de Cito y Celeste. Ahora lo sabía.
Volvió a ver el DVD de A Chorus Line, regresando a las
canciones a partir de sus diálogos anteriores, y esta vez sí le gustó. Las
canciones cobraban un matiz ligeramente más agradable cuando tenían un objetivo
de ser y él —después de su encuentro musical con el tercer tipo— estaba de
acuerdo con que lo tuvieran. Incluso le chocaba menos lo extraño de las mallas
que usaban los bailarines. Lo sacó tras ver por segunda vez At the Ballet y comprender que su mejor
amigo tenía motivos vitales para refugiarse en el Arcadia, los mismos que lo
habían llevado a hacer (ballet)
comedias musicales. Se alegraba de haber compartido al menos uno de sus cables
a tierra. Sonrió en la oscuridad del living y entonces —acompañando el clic de
la caja del DVD al cerrarse— una idea se disparó con la intensidad de un
relámpago.
***
El videoclub abría las
veinticuatro horas y el turno de Quemi era el de la noche. Eso se lo aseguraba la
misma certeza mística que le había dicho que «Celeste Aida» estaba muy cerca de
ser la contraseña de la notebook de Cito. Y, efectivamente, había tenido razón.
Tras el mostrador, Kev Steller revisaba Facebook y jugaba
al solitario al mismo tiempo. Levantó la vista al abrirse la puerta y se apretó
la bufanda al cuello a pesar de que la calefacción estaba a tope. Sus ojos eran
fríos e inflexibles; seguía ofendido porque ese
chico estaba ultrajando esa campera.
Pero eso no importaba ahora. Nada
importaba, aseveró un grito psíquico desde lo más profundo de la mente del chico
que avanzaba hacia el cajero.
Martín extendió el DVD y conectó
su mirada ámbar con la gris del empleado. El cruel apodo Quemi estuvo a punto de deslizarse entre sus palabras, pero se
concentró.
—Necesito que me respondas dos
preguntas, Kev.
El cajero tomó A Chorus Line y tecleó algo sin dejar de
mirar al chico que compartía el olor
de su ex compañero.
—¿Qué podés decirme de Juan Pérez
y a cuánto está la cuota de La Forza?