Pasado, presente, futuro. Tres caminos: una vida.

domingo, 23 de febrero de 2014

8.03 - Martín

La Vita Strangiato — The Waltz of the Shreves







La mayor parte del trabajo práctico —el cual habían titulado «La Marcha Triunfal: una exploración del género operístico a partir de “aïda”»— estaba terminado. Pozzini les había dado el visto bueno y sólo quedaba ajustar el formato y disimular un poco más el copiado-y-pegado, corroborar las fuentes y compilar la bibliografía y, por supuesto, redactar una conclusión. Teresa había decidido ocuparse de la primera tarea y Fernando se había ofrecido para la segunda antes de que alguno de sus compañeros decidiese encargarle la más penosa. A pesar de lo innecesario de una última jornada —lo que restaba de trabajo era fácilmente ejecutable en forma individual—, habían optado por reunirse nuevamente.

      Mientras tanto, Teresa seguía sentándose al frente con el resto de las Sopranos de Coloratura y, si bien continuaba acatando los caprichos de Amanda Grossi con suma diligencia, lo hacía desde una posición imperceptiblemente altiva. Fernando ya no se molestaba en hacer rabiar a María Vistarini a través de sus irritantes mañas —aunque, claro, la paciencia de la chica se rebasaba por su propia cuenta.

     Martín podía observar un claro parecido entre las lideresas y se preguntaba si en el pasado no habrían sido amigas y en cómo —y cuán violentamente— se habría quebrado esa relación. Ninguna osaba cruzar palabra con la otra y ambas se habían hecho de un pequeño acorazado de acólitos recientemente rajado; sus compañeros de trabajo se deslizaban fuera de las barreras que sendas chicas habían forjado contra el resto de su curso y algo le decía que se trataba de una caída libre. Una suerte de vibración se había forjado entre los tres y Martín estaba seguro de que ésa era la fuente del quiebre que se (evidenciaba) ensanchaba cada día más.

     Sin embargo, su alianza era silenciosa. Dudaba que Fernando fuese a intercambiar su lugar con el de Bruno Stecchi o que Teresa arrimase un banco a su izquierda. Había un sistema de castas del que nadie podía hacer caso omiso —al menos, no explícitamente. Las juntadas en las que trabajaban, cocinaban y reían —esbozando algo que transgredía lo que hasta entonces les significaba la «amistad»— eran tan clandestinas y (socialmente) peligrosas como ocultar judíos en el sótano durante el Tercer Reich.



***



Al día siguiente del «incidente Memory» —como había denominado al ataque a sus sentidos a causa de una mujer cantando vestida de gato—, había decidido dar por finalizada su hipocresía musical. Elaine Stritch no cantaba, gritaba, y cuando no chillaba las palabras, simplemente las decía de una manera muy extraña. Company no era relajante ni interesante, era un montón de personas queriendo decir un montón de cosas al mismo tiempo. Prefería música convencional, un buen rock en el que importase más el solo de batería que el mensaje que las letras intentaban enviar. Además, ¡a él no le gustaban los musicales! Había concluido que eran demasiado peligrosos y no tenía intenciones de seguir revolcándose allí donde la mierda emocional ya se había petrificado. Estuvo a punto de borrar la carpeta «Musicales» que había copiado de la computadora de Cito, pero algo dentro de él seguía dando vueltas, incapaz de convencerse.

     Ya habían pasado dos semanas de eso cuando se agachó para cambiar de radio a auxiliar al equipo de música que estaba junto a la puerta de la cocina, de cara a la mesa del living comedor donde sus (amigos) compañeros se sentarían en cosa de media hora. Enchufó el celular y puso a reproducir Grace Under Pressure, el único álbum de Rush que había escuchado de entre toda la discografía que Cito había traspapelado entre sus comedias musicales. El aleatorio eligió empezar por The Body Electric y se dejó caer en el sillón. El colgante del Hombre y la Estrella levitó por unos instantes hasta caerle en el ojo. Martín refunfuñó y lo apartó, sin antes dirigirle una mirada nostálgica que la música no consiguió arrancarle. Ya había pasado... ¿cuánto? ¿Un mes? ¿Era suficiente o cuánto más de la vida de una persona tomaba el duelo? La madre de Cito había logrado recomponerse, al menos rudimentariamente, en menos de una semana. Claro que bien podía haber sido un montaje. Aún recordaba los golpes convulsos que lo habían dejado fuera de combate cuando esa una semana finalmente hubo terminado. No, se dijo Martín, acomodándose en su asiento, no había manera en que la señora Pérez pudiera haber estado bien aquel día; ella era su madre, pero, ¿tenía él derecho a seguir llorando por los rincones? Era su mejor amigo, porsupuesto, pero ¿era sano seguir sintiendo un escalofrío cada vez que tocaba esa puta estrella?

     Sonó el timbre y ni se molestó en atender por el portero —el aparatejo funcionaba cómo y cuando quería.

     Si bien faltaban veinte minutos para la hora, a Martín no se le ocurrió que pudiera ser raro. Sus compañeros no se caracterizaban por ser puntuales, pero ésta podía ser una excepción. Puesto que no había una exposición formal, el trabajo moriría allí, entre notebooks y gaseosas; el resultado, nada más allá de una laboriosa introspección. Las investigaciones se comentarían en voz alta a la clase siguiente de la devolución final, pero nada más. Nada de afiches, nada de división del material para hablar —se bajaba el telón, pero no seguían aplausos. Sus amigos no se irían hasta después que anocheciera, estaba seguro.

     Atravesó el pasillo y pasó tres casas antes de llegar a la puerta de vidrio esmerilado del frente.

     —¡Por una vez temprano! —empezó a decir mientras abría—. ¡Se viene el mundo abajo!

     Estuvo a punto de dejar que el cristal impactase contra la pared, pero un reflejo hizo que su mano atajara la puerta a último momento. El resto de Martín se había detenido.

     —Hola —dijo la señora Pérez—, ¿puedo pasar?



***



Había quitado Rush y la habitación se había llenado de silencio. La madre de Cito había rechazado amablemente la bebida que Martín le había ofrecido y aún no había explicitado sus razones para estar allí —tal y como él mismo en un principio se había abstenido de revelar sus intenciones al invadir su departamento. La mujer observaba el departamento con ojos ausentes, como intentando mirar a través del tiempo, recordando las veces que había estado allí tomando mates con la madre de Tincho o riendo en cenas de amigos-casi-familiares en aquella misma mesa a la que ambos estaban sentados. Había un velo opaco entre esas imágenes y lo que podía ver ahora; la tela psíquica era tan pálida e intensa como su reflejo en la jarra con agua que los separaba.

     Martín se sirvió.

     —¿Está segura de que no quiere?

     La señora Pérez negó con la cabeza.

     —Tendría que estar en la oficina ahora mismo, pero quería traerte esto.

     Extrajo de su bolso dos paquetes envueltos en un papel de regalo con motivos musicales. El poderoso perfume del primero de ellos evidenció su contenido.

     —Lo prometido es deuda —dijo la mujer, extendiéndoselo; Martín la miró por unos momentos antes de aceptarlo. —Cuando se vuelva a ensuciar, me lo podés mandar. Preferiría ser solamente yo la que la lave.

     Intercambiaron una mueca extraña —una sonrisa de supervivientes— y Martín rompió el envoltorio con manos temblorosas. Ahí estaba la bendita campera, blanca como una hoja en blanco, destilando su peste a no-canela como una mentira flotante. Si había alguna metáfora para lo que ahora representaba su amigo, era aquella prenda. Reprimió el impulso de abrazar la campera y, en cambio, estrujó la mano que la señora Pérez había dejado sobre la mesa.

     —Juan dejó esto para vos —le dijo tras un suspiro entrecortado, deslizando el segundo bulto.

     Sus dedos se movieron sobre el papel, ajenos a su consciencia. El paquete era pequeño, como del tamaño de un CD, y fue, efectivamente, la caja de un disco doble lo que apareció debajo de unas claves de sol.

     —«Versión Musical de Jeff Wayne... “La Guerra de los Mundos”» —leyó Martín, ahogando un ¿qué carajos? hacia el final de la frase.

     —Era su musical favorito —explicó la madre de Cito. —Le costó mucho encontrar una versión doblada, pero estaba emperrado en regalarte ésta —se sonrió y su cara se llenó de color. —Sabía lo mucho que odiás el inglés y quería asegurarse de que lo entendieras.

Con aquel último y críptico comentario, la señora Pérez se incorporó.

     —Bueno, mejor me voy yendo antes de que se den cuenta que no salí a comprar café.

     —Ahí te abro.

     Recorrieron el pasillo en silencio; Martín pensó que sencillamente no había más que decir. La mujer avanzaba con un paso más ligero y seguro, como si se hubiese liberado de un peso importante —arrojándoselo a él y dejándole bastante en qué pensar.

Entonces, ¿después de todo sí iba a contarle sobre sus actividades secretas? No tenía idea de cómo podía hacerse una «versión musical de “La Guerra de los Mundos”», ni tampoco quién era Jeff Wayne, pero Celeste le había dicho que existía una comedia musical sobre Spider-Man. Se suponía que había lugar para todo lo que uno pudiera imaginarse, pero los marcianos no cuadraban con su imagen de gente cantando y bailando (no) incoherencias. Sin embargo, algo así no acababa de parecer extraño en Cito. Le parecía más lógico que Company y mucho más sano que lo que el incidente Memory le había representado a su psique.

     Para cuando hizo girar la llave en la cerradura de la puerta del frente, Martín ya estaba seguro de que a partir de ese disco podría completar los espacios vacíos en la historia de su amigo. Lo marchoso de la señora Pérez se le había pegado e incluso le dedicó una sonrisa antes de abrazarla para despedirse. El contacto duró hasta rozar el límite en que hubiera sido incómodo o forzado, pero no acabó de rebasarlo. Se había acumulado una nube de pesar cuando se habían encontrado en el velorio de Juan, ya un mes atrás, pero ahora los rodeaba un aura de felicidad que ninguno de los dos podía acabar de comprender. En un pensamiento relámpago, Martín comprendió que no importaba cuándo dejara de llorar por los rincones, que quizá siempre sentiría un estremecimiento cada vez que minimizara la ventana del navegador y los viese juntos en el fondo de pantalla. Todo eso sólo llegaría a aplacarse un poco, pero el sentimiento —junto con lo que Cito había dejado de su espíritu en la Tierra— jamás moriría. Su amigo, su madre y él eran sobrevivientes, y de eso se trataba. El duelo no era contra el pesar en un momento de debilidad, era una lucha constante de la que uno no podía acabar de salir airoso pues no era ése el objetivo. El duelo era contra la mortaja que había querido ceñirse sobre él a lo largo del día cero y que de a ratos le nublaba la vista a la señora Pérez; era contra dejarse estar. Se tomaron de las manos y se las presionaron, afirmándose que ninguno de los dos daría el brazo a torcer —nunca.

     —¡Casi me olvidaba! —exclamó la mujer, ya a un par de pasos de distancia. —¡Feliz cumpleaños!

     Lo saludó con la mano y Martín le devolvió el gesto como por inercia. Antes de que pudiera acabar de pensar en cómo carajos podía habérsele olvidado que hoy cumplía años, se escucharon unos gritos a la distancia. La inconfundible voz de Teresa le gritaba, muy seguramente, a Fernando. Sus compañeros forcejeaban con una torta y un encendedor mientras doblaban por Santa Fe.

     —¡Dejala quieta que no puedo encender las velas!

     —¿No podés esperar un poco para hacer eso? ¿Cómo a que lleguemos a la casa o podamos apoyarla en algún lado o algo?

     —¡No, sino no va a ser sorpresa!

     Para entonces ya habían cubierto la mitad de la cuadra y Martín los observaba apoyado en la puerta, con un aire a mitad de perplejo y divertido. Fer soltó una risotada y Tere lo fulminó con la mirada. Así, en mitad de la calle, entonaron una muy triste interpretación del Feliz Cumpleaños a la que algunos transeúntes se sumaron, deteniéndose para cantar o aplaudir.



***



—Supongo que por esto querían juntarse una última vez —dijo Martín. —Porque otra no se me ocurre.

     Había decidido que no pondría La Guerra de los Mundos hasta que estuviese solo. Mientras tanto, Teresa le había permitido que dejara Rush, pero «¡Sólo por ser tu cumpleaños!». La torta —de la cual los tres ya se habían servido— era artesanal, como lo evidenciaba el desnivel hacia la izquierda y el torpe Felis Cumple!, autoría de Fernando. No obstante, como todo lo que hacían sus amigos, estaba riquísima. Eran dos esponjosos pisos de chocolate intercalados por crema de maní, coronados por un baño de chocolate y rodeados por obleas.

     —Esto podría matar a un diabético en menos de quince minutos —comentó Fernando. —Hace rato que quería hacer esta torta yo mismo.

     —¿Cómo vos mismo? —preguntó Martín, frunciendo el entrecejo.

     —Es que la familia de Fer tiene una pastelería, ¿a que vos tampoco sabías? —dijo Teresa, dejando sobre la mesa su servilleta. —Quería que te trajéramos una de las que hace su viejo; tuve que insistirle para que te hiciéramos una nosotros.

     —¡Nunca dije que le trajéramos una de las que ya estaban hechas! —se defendió Fer, con la boca llena. —Solamente dije que ésas siempre iban a estar mucho mejor hechas.

     Teresa lo acusó con la oblea clavada en su tenedor antes de comérsela:

     —Es que sos un vago.

     Martín rió y Fernando lo secundó, negando con la cabeza; la chica los observó, chasqueando la lengua para evitar que su sonrisa pasara a mayores. El dueño de casa fue a la cocina a buscar gaseosa y Teresa se paseó por el living, estirándose —elongando para entrar en calor. La parte que quedaba del trabajo era la más tonta, pero también la más minuciosa. Claro que aquello sería acompañado de más torta. Y gaseosa. No obstante, era el momento de mayor concentración.

     General se restregó contra sus piernas y la chica se agachó a acariciarlo. El animal maulló en demanda de que lo levantaran. Con el gato reposando en una posición torcida entre sus brazos —algún día tendría que observar cómo su tía cargaba a su bebé— Teresa se giró para ver cómo Fernando devoraba su porción con el mismo entusiasmo que le dedicaba a sus hamburguesas de queso con dulce. El auricular pendía del expansor, escupiendo música a un volumen tan bajo que sólo debía llegarle estática. Se preguntó si, hacía un mes atrás, hubiera imaginado que estaría allí y con esa compañía. Se dijo que no y se acercó a la cara el hocico de General. El gato la miró con ojos altaneros y, decidiendo que había estado alzado por tiempo suficiente, saltó al suelo —junto al equipo de música y el regalo de Cito.

     —Solamente queda de la light, pero... —empezó Martín, desde el umbral de la cocina, deteniéndose al ver lo que Teresa sostenía en sus manos.

     —¿«Versión Musical de “La Guerra de los Mundos”»? —leyó la chica, sólo un poco más perpleja de lo que él había estado. —¿Qué es esto?

     —Es mi regalo de cumpleaños de parte de Juan —explicó Martín, sin moverse e intentando que su tono no se alterara. —Me lo trajo su mamá hoy.

     —¡Perdón! —dijo Teresa, regresándolo a donde lo había encontrado. —No quería meterme con esas cosas.

     —Está bien, igualmente lo quería escuchar.

     Se despegó del umbral y dejó la gaseosa sobre la mesa. Le indicó a Fernando que buscara los vasos y rompió el celofán que cubría al disco. Había pretendido escucharlo en soledad, pero se sentía cómodo junto a ellos. Para sus amigos, por otro lado, la situación podía volverse algo rara —notaba cómo las manos de Teresa temblaban como si estuviese intentando desconectar una bomba. Abrió la caja y dejó escapar una risita que sonó como un resoplido.

     —«La Llegada de los Marcianos» —negó con la cabeza. —Sos un hijo de puta.

     Insertó el primer disco y Fernando regresó justo antes de que un hombre empezara una cháchara en español gallego. Los tres se miraron entre sí y luego al título que se deslizaba sobre el ecualizador digital: «la víspera de la guerra». Una orquesta hizo su aparición y Martín pensó si no sería esa la puta ópera sobre la que Cito había querido hacer el trabajo desde el principio. Entonces la música viró a un tono más (progresivo) interesante y un par de cosas se volvieron más claras.

     Dejó que el disco corriera, pero alejó la vista del equipo. Recogió la caja y encontró, junto al disco dos, «La Tierra en Poder de los Marcianos», el folleto con las letras traducidas. Una transcripción entera de lo que el hombre había estado diciendo y lo que en ese momento le llegaba cantado en inglés. Todo en español —todo entendible. Incluso había ilustraciones de lo que, supuso, eran los momentos clave en la historia. Sí, había una historia enlazando las partes habladas y la música, y Cito había estado decidido a que lo comprendiera todo. «Le costó mucho encontrar una versión doblada», repitió en su cabeza la señora Pérez.

     Volvió a dejar el folleto dentro de la caja y sacó el disco del equipo. Fernando arqueó una ceja y entreabrió la boca, pero no encontró qué decir y la cerró. Teresa pasó sus manos por los hombros de los dos chicos y le dedicó una mirada suplicante a Martín, pero sus brillantes ojos verdes no lograron sonsacarle una respuesta a la pregunta que no podía acabar de formular.

     —¿Les molesta si suspendemos el estudio por unos minutos? Hay un lugar al que quiero ir y me gustaría que me acompañen.

     Lo dijo al espacio de pared que separaba las puertas de la cocina y el baño, con la crónica musical de la llegada de los marcianos en su mano. Fernando asintió y le dio unas palmaditas en la espalda. Teresa lo abrazó y guardó el disco por él.



***



Los tres amigos estaban parados frente al escaparate de Arcadia, con sus reflejos en el vidrio interrumpiéndose entre manchas de pintura y polvo. Hacía frío y Teresa se ajustaba el miserable saquito negro, pero no alcanzaba a taparse por debajo de la cintura; Fernando lucía su campera de cuero de siempre y Martín se había llevado a la cara las mangas de su prenda recientemente recuperada.

     —Antes de que se divorciaran, mis viejos nos traían a Juan y a mí acá las tardes que no teníamos gimnasia. Nos pasábamos horas viciando con un pinball y siempre jugábamos al Mortal Street; nos sentábamos a dar vuelta el juego de tiros de Jurassic Park por lo menos una vez al mes —Martín se abrazó y dejó escapar una risita entrecortada—, y ninguno tenía buena puntería. Gastábamos dinerales. Supongo que quebraron cuando mi papá dejó de sentarse a jugar al Tetris mientras esperaba a que termináramos de sacrificar todos los billetes.

     En un gesto que se le antojó casi molestamente dramático, apoyó una mano en el vidrio. Esperó el escalofrío, pero no llegó nada. Nada tembló dentro de él ni se proyectó a través de su brazo. El lugar estaba vivo sólo en su imaginación —y sus recuerdos. Algo se tensó allí, entre los retazos de memoria, y le hizo humedecer y abrir mucho los ojos.

     —Cada vez que entrábamos... —negó enfáticamente con la cabeza. —No, justo antes de que entráramos, Juan decía muy bajito, como para que no lo escuchara pero yo siempre lo alcanzaba a oír, «At the ballet».

     —¿Como en A Chorus Line? —preguntó Teresa tras una pausa. Martín se volvió hacia ella, perplejo. —A Chorus Line es un musical de los ochenta.

     —El musical es de los setenta, la película es de los ochenta —la corrigió Fernando.

     Martín entreabrió la boca y se cruzó de brazos en una (dramática) señal de protesta. ¿Es que todo el mundo sabía de musicales menos él?

     —¿Tienen idea de si podemos conseguirla? —sus amigos intercambiaron una mirada preocupada que luego dirigieron a él. —Ninguno de ustedes pensaba trabajar hoy.



***



La sección musical del primer videoclub que visitaron se restringía a conciertos de los Rolling Stones y Bee Gees, The Wall de Pink Floyd y a un título llamado «El Mago de Oz» que Teresa le advirtió jamás mirara si pretendía conservar su dignidad.

     —Nadie debería ver esa interminable secuencia de enanitos cantando —le había dicho mientras revolvía DVDs.

     Visitaron luego el que solía frecuentar cuando sus padres alquilaban películas todos los fines de semana. El local era mucho más amplio y tenía al menos dos estanterías para cada categoría. Las comedias musicales estaban separadas de los conciertos e incluso de un par de óperas —«que podrían haber resultado útiles», comentó la chica. Si bien las películas no estaban indexadas ni había catálogo alguno, Fernando localizó la caja casi al instante. Haciendo uso de su prodigiosa altura, recogió A Chorus Line del primer estante.

     —Apenas la terminamos nos ponemos con el trabajo, ¿eh? —dijo Fer.

     —A vos te toca buscar fuentes para disfrazar el hecho de que hay un muy importante algo de Wikipedia en cada apartado del trabajo —replicó Martín. —El único que tiene que romperse el coco soy yo, que me clavé con la conclusión.

     —Tené en mente que la presentación es mañana.

     —Vos asegurate de mandarme esas fuentes falsas antes de irte a dormir.

     El tono era cómicamente ácido y las palabras salían acompañadas de sonrisas burlonas. Cuando llegaron a la caja la conversación se había desviado a si deberían comprar papas o si con la torta bastaba. Teresa aseveró que al menos debían comprar gaseosa para personas normales.

     —¿Qué tiene de malo la light? —repuso el empleado mientras tomaba la película y la pasaba por un lector. Los tres se miraron y Fernando frunció el ceño, como preguntándole a su amigo «¿Vos lo conocés?» sin necesidad de mover los labios. Martín tardó en reconocer la bufanda a cuadrillé, pero una vez lo hizo no pudo evitar abrir la boca para replicar algo que no llegó a formulársele en la cabeza. —¿Te acordás de mí? Nos conocimos hace un par de semanas en la casa de Celeste.

     Quemi le sonrió.

     —Kevin Steller, ¿no?

     Kev Steller, sí. ¿Llevás ésta?

     Martín asintió y el chico tecleó unos comandos. Antes de devolverle la película envuelta en una bolsa plástica, Quemi reparó en el brazo de su cliente —y luego en el resto de su vestuario. Sus ojos palpitaron con indignación y acabó deslizando muy lentamente el DVD por el mostrador, en un gesto tan dramático como todos los que rodeaban el microcosmos de Cito.

     —Esa campera es de...

     Sí.Muchasgracias.

     Le entregó un billete de veinte y murmuró que se quedara el cambio antes de darse la vuelta y salir del local, sin permitirle a Kev Steller acusarlo con la mirada por segunda vez.



***



Fernando y Teresa se fueron del departamento hacia las once, tras terminarse la película, la torta, dos paquetes de papas fritas y tres botellas de gaseosa «para gente normal». La casa volvía a estar vacía, pero no silenciosa. El eco de los comentarios que habían echado durante la película aún revotaba en las paredes junto a las risas que habían acompañado a la mayor parte de las acotaciones.

     Pero ése era un sonido hueco; Martín necesitaba uno físico, capaz de llenar la habitación. Sabía qué era lo que tenía que hacer, pero optó por quedarse allí, parado en mitad del living, inmóvil por unos momentos. Saboreó el instante y se acercó las mangas a la cara. Tenía todas las piezas del puzle junto a él. Incluso había llegado a ver un musical entero. No podía afirmar que lo hubiese disfrutado —al menos no enteramente—, pero al menos lo había soportado.

     Colocó «La Llegada de los Marcianos» y se echó en el sillón con el folleto. Eso sí que lo disfrutaría. Si Cito se había molestado tanto por encontrar esa versión en particular para contarle cuál era su verdadera música y su pasión, era porque había querido que la compartieran. Era hora del enfrentamiento final contra las letras.

     El hombre —Teófilo Martínez, constató el papel en sus manos— inició el prólogo y Martín sintió miedo de que, más allá del golpe progresivo que seguía, no encontrase nada que le gustara; sintió terror de que incluso con aquel material tan específico —tan para él— no pudiera conectarse; tuvo que ahogar un estremecimiento y sofocar la idea de que, pasada la primera canción, la brecha entre ellos se ensanchara más de lo que el final de la existencia de su amigo y el descubrimiento de su vida secreta ya habían hecho.

     Se hizo un ovillo contra el respaldo y dejó escapar un suspiro entrecortado. Aflojó la mano que llevaba el folleto, dedicándole toda su atención a la que ya estaba entumecida de lo mucho que presionaba al colgante del Hombre y la Estrella, y las letras cayeron al suelo. Se agachó para recogerlas y encontró la página con la lista de las canciones —y su duración. La sonrisa que se formó en su rostro se ensanchó al tiempo que el agujero en su estómago se reducía. La víspera de la guerra sumaba un poco más de nueve minutos y no era ni de lejos la más larga de todo el álbum. Cualquier preocupación que hubiera podido sumarse a las que le habían comido la cabeza hasta entonces murió antes de existir. Cito había dado en el clavo. Besó la insignia de Rush en un gesto que se le conjuró tan (dramático) estúpido como necesario.

     Devoró el primer (acto) disco sin despegar los ojos del folleto ni los oídos de los chillidos (uuuulla) marcianos.





Redactó la conclusión —unas miserables seis líneas, poco más que una revisión de lo previamente desarrollado— y compaginó el material que sus compañeros ya le habían mandado. Para las doce ya estaba nuevamente en el sillón, escuchando y leyendo qué había sido de la Tierra tras la conquista marciana, como si fuese lo más natural del mundo. Y la verdad era que, en el fondo, así lo era. Cito lo había estado preparando para aquel momento desde hacía años. Le había presentado 2112, las dos partes de Cygnus X-1 y si había insistido tanto en comprar Clockwork Angels era porque alguien había sacado una novela basada en el disco. No había llegado a enseñarle los dos micromusicales del disco Caress of Steel, pero eso había sido porque un camión y su propia torpeza se habían cruzado en su camino. Y sabía que a partir de entonces las historias no acompañarían sólo al rock progresivo —y ahora también sinfónico—, sino que quizá hasta encontrara el sentido en que Elaine Stritch mezclaba gritar con cantar. Era un registro que no terminaba de cerrarle, pero que ahora podía aceptar. Había conseguido sintonizar con la vibración. Había algo que excedía a la música en sí, algo que Teresa había dicho una vez y ahora volvía a su consciencia:

     —En las partituras de las óperas hay personajes, personas de una ficción aún inmaterial, vislumbradas a través y más allá de la letra escrita.

     Pero existía algo que sencillamente no se encontraba entre las claves de sol y ningún instrumento excepto el hombre podía reproducir. Allí se producía lo que Memory había soltado sobre él, en el terciopelo sobrenatural que cubría la voz de la mujer mal disfrazada de gato. En eso mismo con lo que brillaban los gestos de Cito y Celeste. Ahora lo sabía.

     Volvió a ver el DVD de A Chorus Line, regresando a las canciones a partir de sus diálogos anteriores, y esta vez sí le gustó. Las canciones cobraban un matiz ligeramente más agradable cuando tenían un objetivo de ser y él —después de su encuentro musical con el tercer tipo— estaba de acuerdo con que lo tuvieran. Incluso le chocaba menos lo extraño de las mallas que usaban los bailarines. Lo sacó tras ver por segunda vez At the Ballet y comprender que su mejor amigo tenía motivos vitales para refugiarse en el Arcadia, los mismos que lo habían llevado a hacer (ballet) comedias musicales. Se alegraba de haber compartido al menos uno de sus cables a tierra. Sonrió en la oscuridad del living y entonces —acompañando el clic de la caja del DVD al cerrarse— una idea se disparó con la intensidad de un relámpago.



***



El videoclub abría las veinticuatro horas y el turno de Quemi era el de la noche. Eso se lo aseguraba la misma certeza mística que le había dicho que «Celeste Aida» estaba muy cerca de ser la contraseña de la notebook de Cito. Y, efectivamente, había tenido razón.

     Tras el mostrador, Kev Steller revisaba Facebook y jugaba al solitario al mismo tiempo. Levantó la vista al abrirse la puerta y se apretó la bufanda al cuello a pesar de que la calefacción estaba a tope. Sus ojos eran fríos e inflexibles; seguía ofendido porque ese chico estaba ultrajando esa campera. Pero eso no importaba ahora. Nada importaba, aseveró un grito psíquico desde lo más profundo de la mente del chico que avanzaba hacia el cajero.

     Martín extendió el DVD y conectó su mirada ámbar con la gris del empleado. El cruel apodo Quemi estuvo a punto de deslizarse entre sus palabras, pero se concentró.

     —Necesito que me respondas dos preguntas, Kev.

     El cajero tomó A Chorus Line y tecleó algo sin dejar de mirar al chico que compartía el olor de su ex compañero.

     —¿Qué podés decirme de Juan Pérez y a cuánto está la cuota de La Forza?



FIN