Pasado, presente, futuro. Tres caminos: una vida.

domingo, 1 de septiembre de 2013

3.01 - Emma

Me miraban desde el fondo del salón con unos blancos puchos en sus manos. Buscaban lucir misteriosas y atrevidas cuando en realidad daban asco. El humo viajaba a sus pulmones, se acumulaba y los pudría, los contaminaba y ennegrecía. Hacía un muy buen trabajo de hecho. Consumía el cuerpo y lo asesinaba desde adentro. La ingesta no era la única forma de lastimar que él conocía. Se esparcía por todos los recovecos de la habitación, impregnaba los poros de mi piel y huía de la habitación. Atacaba a todo ser vivo que lo rozara. Lastimaba, asfixiaba y asesinaba a largo plazo. Era un experto en la muerte y conocía perfectamente cómo provocarla.
Esas chillonas voces -las odiaba tanto- invadían el ambiente e irritaban la sola existencia. Parloteaban, cotorreaban y chillaban como aves enjauladas -como fieras en celo-. Hablaban de alguien y de su estúpida, sinsentido e inútil vida. ¿Sabía quién era el centro de sus burlas? ¿Sabía acaso a quién destruían con sus críticas y sus malvadas intenciones? Sabía todo acerca de ese grupo de cuatro mujeres -¡Crías!- que se pintaban cual payasos y ajustaban fuerte sus corpiños para que sus pechos -llamativos pero no tan grandes como ellas hubieran querido- se asomaran por el escote de sus remeras. Niñas que ansiaban lucir como mujeres seguras y con cuerpos maduros, seductoras y terminantes. Azotaban sus rostros con pintura y castigaban sus cuerpos con la ausencia de comida -¿acaso comer es un placer del cual debemos privarnos?-.
Esas putas me criticaban y me odiaban. Quizás por ser diferente o quizás por la simple necesidad de odiar a alguien. ¿Por qué era yo su diversión? No lo sabía y nunca se los pregunté. Me vengué cuando tuve ocasión y disfruté su humillación. Sin embargo, en ese momento un temor corría por mis venas. Yo nunca había tenido miedo de ellas y nunca les había hecho caso pero mi ser comenzaba a sacudirse. Nunca me importó lo que dijeran, nunca me interesaron sus vidas pero algo había cambiado. Mi barrera se esfumó, mis oídos sangraron y sus chillidos se transformaron en palabras -filosas e hirientes-. ¡Idiota! No tenés amigos y tampoco tenés vida. Tus papás te odian. ¿Creés que tiene sentido seguir viviendo? ¿Después de lo que hiciste? ¿No te acordás? Se acercaron y me ahogaron con su aliento. Me daban miedo sus labios rojos y grotescos, sus ojos maquillados en exceso y sus pieles caídas y lánguidas. Era el primer día de clases. ¿Vas recordando? Fuiste la que se robó el espectáculo. ¿Vomitar es un talento? Nosotras sabemos que fuiste vos. Mis ojos lloraron, mis rodillas se vencieron. ¡No quería oírlas!

Abrí mis ojos lo más que pude. Tenía que alejarme de ese sueño de mierda y despertar era mi única opción. Lo había olvidado por completo, lo había bloqueado demasiado bien hasta ese momento. Mi secundaria no había sido como yo tanto creía -por lo menos no los primeros años-. Había sido agredida y tratada como una idiota gran parte del tiempo. Al principio había sido realmente hiriente pero para los últimos dos años ya había aprendido a cerrar mis oídos y a evitar el llanto que en algunas ocasiones tiempo atrás me había atacado. Me había vuelto fría y distante -incluso cruel-. Al parecer había bloqueado esos recuerdos dolorosos y principalmente el accidente porque odiaba a esas chicas. Siempre las había despreciado. De hecho, no había otra palabra mejor para definirlas que mierdas. Eran unas mierdas de niñas y seguramente lo seguirían siendo de grandes. Indudablemente era demasiado para una sola noche.
Miré el reloj: 3.34. Había logrado dormirme a la 1 y mi cuerpo se quejaba por la falta de sueño. No me sentía para nada cómoda -en realidad nunca dormía bien-. El viento entraba por los recovecos de mi ventana y sacudía un poco las cortinas. La lluvia imponía su presencia y perturbaba los sueños. Suspiré, ¿acaso podría volver a dormir? Tenía que intentarlo. Cerré mis ojos y cambié mi posición. Boca abajo abracé mi almohada y sin darme cuenta pateé a Lira. Esa gata tenía un hermoso almohadón en el cual acostarse -¡yo misma se lo había hecho!- pero aún así prefería el borde de mi cama para dormir. Levanté mi cabeza y la miré. Sus ojos se cerraban sin que pudiera controlarlos pero todo su rostro estaba furioso. Arqueó su columna y volvió a hacerse un bollo entre mis piernas.
-Emma... -murmuraron por lo bajo.
Podía llegar a reconocer esa voz en cualquier lugar y en cualquier momento -también suponía qué significaba esa intromisión-. Un relámpago surcó el cielo y un trueno hizo temblar las ventanas. Sentí los pies acercarse a la cama y detenerse a unos centímetros de ella. Me volteé y lo vi. Parado y tembloroso me miraba con ojos llorosos y mejillas rojas, había llorado o estaba a punto de hacerlo.
-¿Qué pasó, Tomi? -le pregunté suavemente mientras me incorporaba.
Bajó su rostro lleno de vergüenza. Se había orinado y seguramente su cama clamaba por limpieza. Esa no era la primera vez que mi hermano tenía un incidente -ni la primera que yo me encargaba de arreglarlo-. Salí de la cama fastidiando a Lira que volvía a levantarse para volver a acostarse.
-No te preocupés -le sonreí-. Vamos a buscarte ropa limpia y yo me encargo de las sábanas -le guiñé un ojo y una sonrisa se dibujó en sus labios.
Lavé la ropa de cama y puse unos diarios para que absorbieran la orina del colchón. Tomás confiaba en mí por completo. Yo era quien siempre arreglaba sus incidentes -de cualquier tipo- y si bien nuestra madre sabía de las primeras ocasiones en que había ocurrido, las últimas eran desconocidas para ella. Mi hermano se sentía muy apenado y yo guardaba su secreto. Adoraba a ese pequeño tímido y travieso -cuando quería serlo-. Su madre había perdido interés en él -quizás por ser varón, no lo sé-. A diferencia de mi infancia, llena del cariño materno -me da náuseas sólo recordarlo-, la de Tomi había sido bastante solitaria. Sólo yo era quien lo atendía mientras mi madre no se mostraba interesada en él y... bueno, mi padre nunca se había mostrado interesado en nadie. Cuando nació Mía la sonrisa de Elisa fue sólo para ella.
Entre mis pensamientos recordé que era de noche y debíamos dormir. Tom me miraba desde la puerta de su habitación vistiendo otro de sus pijamas.
-¿Qué fue lo que pasó esta vez? -pregunté una vez que estuvimos en mi cuarto.
-Me asusté por la tormenta -susurró.
Miré por la ventana. Lucía bastante violento y arrasador en la calle. Su temor era completamente comprensible. A mí tampoco me gustaban las tormentas -las odiaba-.

Las gotas caían de las alturas y golpeaban la tierra, la abrazaban y cuidaban. Los rayos iluminaban el cielo y las nubes se concentraban cada vez más. Tardaría varios días en dejar de llover aunque eso no me preocupaba. Estando allí me sentía protegida y sabía que esa tarde sería muy divertida. Dibujaríamos, jugaríamos a las cartas, inventaríamos alguna historia y la pasaríamos de lo mejor. Era cuestión de esperar que volviera del supermercado con comida para el almuerzo. Nunca volvió.

Bloqueé el recuerdo y miré a Tomi.
-¿Querés dormir conmigo? -pregunté.
No quería dormir sola y apostaba a que él tampoco. Asintió con la cabeza y se sumergió debajo de las frazadas. Puse a Lira en su almohadón mientras me miraba molesta pero lo suficientemente cansada como para no huir de mis manos y me acosté. Puse el despertador para las 7, Tomi tenía que ir al colegio, y cerré mis ojos.

Desperté con algo de frío, Tomás me había robado la frazada y se había envuelto en ella. La radio me daba los buenos días y me informaba del clima: la tormenta ya había pasado pero el cielo estaba completamente nublado. Sería como uno de esos típicos día de otoño: fríos al punto del congelamiento corporal y ventosos. Fui a ponerle sábanas limpias a la cama de Tomi y para cuando volví él ya estaba despierto, yendo a cambiarse para ir a la escuela -prisión, solía decirle yo-. Me arreglé un poco, recién entraba a trabajar a las 3 de la tarde así que mi vestuario podía lucir informal y desprolijo. Delineé mis ojos y mi mente me quiso hacer volver a los acontecimientos de la noche. Sacudí mi cabeza, no tenía intenciones de recordar. Los sentimientos de bronca, dolor y felicidad atravesaban mi ser pero los recuerdos seguían bloqueados y así debían seguir. Mi corazón recordaba pero mi mente ocultaba tras una muralla todo aquello que hacía mal.
Bajé para encontrar una cocina vacía, mi padre se despertaba en media hora y Elisa debía estar alimentando a Mía. Calenté un poco de leche e hice dos tostadas. Para cuando Tomi bajó su desayuno ya estaba esperándolo. Lo ayudé a guardar sus útiles en la mochila y ambos partimos. ¿Me molesté en avisarle a nuestros padres que nos íbamos? No era necesario en realidad. Los miércoles y viernes yo lo llevaba al colegio y me hacía cargo de él. Cerré la puerta de calle y le tomé la mano. Mi pelo se sacudió por el viento y unas rebeldes hojas marrones corretearon por la vereda. Los árboles lucían pelados y fuertes -incluso elegantes-.
-¡Qué frío! -acomodé su bufanda y reí, lucía como un gran muñeco de nieve, regordete y tieso-. Me parece que te abrigaste mucho, Tom.
-No, no lo creo -murmuró y levantó su rostro, sus lentes estaban algo rayados pero bastante cuidados para un niño de su edad, la razón era que Tomás era sencillamente demasiado tranquilo-. No quiero enfermarme y arruinarme las vacaciones.
-Falta bastante para eso.
-Quiero prevenir.
Sonreí para mis adentros. Él siempre tan organizado y esquemático. Demasiado matemático para su edad.
-¿Ya tenés planes para el finde?
-El cumple de Agustín...
-¿Ya? -lo miré asombrada mientras cruzábamos la calle- El tiempo pasa volando.
-Igual no sé si voy a poder ir. Mamá dijo que iba a ver si podía llevarme...
Soltó mi mano y guardó la suya en el bolsillo de su campera. Levantó sus hombros tratando de proteger sus orejas del frío -quizás buscaba ocultar su rostro, su vergüenza-. Me apenaba tanto verlo así... acurrucado como un cachorro buscando atención pero no suficientemente interesado en mover su cola para conseguirla, como un perro viejo que se había hartado de hacer trucos y sólo buscaba estar solo. Sus ojos se cristalizaron por el viento y su mirada se tornó triste -pesada, añeja-. Tomás únicamente necesitaba amor, un amor maternal que nunca había tenido -no en su madre al menos-, y un padre, una figura fantasmal que seguía sus pasos a kilómetros de distancia. Podía lucir como un niño de 8 años pero su actitud recordaba a... a un adolescente demasiado golpeado como para luchar por un mañana. Tomi no estaba motivado y su pequeño rayo de sol se estaba apagando. Sin embargo, aún brillaba algo en él y yo estaba dispuesta a encargarme de que siguiera brillando.
-Tom, te voy a llevar yo -le guiñé un ojo-. Así aprovecho para saludar a Agus.
-Es en Funes...
-Ese no es un problema -lo detuve y me arrodillé al lado-. ¿Vos querés ir? -asintió mientras veía a algunos de sus compañeros, estábamos a apenas unos metros de la puerta de su colegio- Entonces si vos querés hacer algo, vas y lo hacés y ya está. Que nadie te diga que no podés, ¿eh? No lo permitas.
-Em, me están mirando... -los chicos de cursos superiores se reían a nuestras espaldas, eran unos totales idiotas.
-Averiguame la dirección de lo de Agus y yo me encargo de llevarte -suspiré mientras asesinaba con mis ojos a la pequeña banda-. Que no te molesten, Tomás. Nunca dejés que nadie te moleste.
Besé su mejilla y se escabulló tras las puertas de su colegio. Respiré profundamente antes de voltear. Cinco tarados del secundario reían -se reían de nosotros-. Me acerqué.
-Llego a escuchar una sola vez que le pusieron una mano encima y se las van a ver conmigo -les gruñí.
-¿Y vos qué vas a hacer? -me desafió el más flaco y alto de ellos, el líder.
-¿Acaso querés saber de lo que soy capaz? -me acerqué un poco más, acortar las distancias significaba que no les temía- ¿Realmente querés que me encargue de esa actitud de mierda que tenés? -saboreé cada palabra, si yo lo disfrutaba ellos se cagarían en las patas- He lidiado con personas más idiotas que vos y tu patética “pandilla” así que acepten un consejo: métanse con sus propias cosas y dejen al resto del mundo vivir como les plazca.
Sus bocas se cerraron en absoluto silencio.
-¿Estamos bien? -asintieron con algo de temor- Perfecto -sonreí-. Entren a clases, no querrán llegar tarde -no se movieron, como si sus músculos hubieran olvidado responder al mensaje del cerebro-. Lárguense... ¡Ahora! -desaparecieron de mi vista.
Volví a casa con música en mis oídos y con cierta ansiedad en mis labios. Quería cantar y para mi pesar me encontraba en la calle tarareando algunas estrofas que poblaban mis oídos. Mi cuerpo se dejaba llevar y comenzaba a perder el control. Por suerte lo recuperaba apenas notaba lo que hacía.
Entré a casa. Sentado en el sillón con papeles a su alrededor mi padre no había levantado sus ojos para mirarme. Probablemente ni siquiera había notado que había llegado. Su espalda era la única que me observaba -como siempre había sido-. Suspiré y subí. Pasé por el cuarto de Mía donde la pequeña vocalizaba suavemente. No entendía porqué mi madre la había dejado si ella era la única hija de la cual estaba orgullosa. Supuse había ido a hacer trámites que una beba entorpecería y la llevé conmigo a mi cuarto. Puse algo de música y comencé a cantar y bailar con Mía en mis brazos. Sus manos acariciaban -¡tironeaban!- mi trenza mientras reía sonoramente. Amaba pasar el tiempo así: jugando y disfrutando de los pocos minutos juntas que teníamos, olvidando la estúpida rivalidad que nuestra madre había creado entre nosotras. Claro que yo era la única que sentía ese enfrentamiento latiendo en mi interior cada vez con más ira y la pequeña ni siquiera lo conocía.

Entré a la biblioteca unos minutos antes de mi horario de trabajo -llegar temprano era siempre mi costumbre cuando no estaba complicada con los horarios-. Saludé al viejo que estaba en la entrada, ese “guardia” que ocupaba un asiento y perdía su tiempo mirando a la gente venir e ir, supuestamente controlando que los visitantes no robaran libros. Casi había olvidado su existencia de no ser porque cuando entré él me saludó algo afligido. Supuse que serían cosas de viejos así que seguí de largo sin preguntar, no entraría en ese juego interminable del cual nunca sabía cómo salir. Saludé a Rosa y a Elías y sus caras me mostraron la tristeza, esa vez no pude no preguntar.
-¿Qué pasa que están todos mal? -pregunté dejando mi bolso en una silla.
-Em... Cito falleció...
No era posible. ¿En qué cabeza entraba que un chico de 17 años muriera? No estaba dentro del plazo estipulado. Lo suyo había sido un accidente... un terrible accidente.
-Lo están velando en la sala de enfrente -murmuró Eli mientras yo le daba la espalda, estaba afectada pero ellos no tenían porqué saberlo-. Quizás quieras ir...
-¿A qué? Cito no está ahí, él ya no está -gruñí, extrañaría su presencia, su costumbre de venir siempre a la biblioteca, una cualidad poco común entre los adolescentes.
Salí del cuartito y paseé un rato por el lugar. Ayudé a algunos estudiantes a encontrar sus libros y principalmente deambulé sin nada en mente. Miré la puerta, el viejo se había ido -al baño seguramente-. Nadie veía nada... Me escabullí y crucé. No sabía para qué pero sabía que tenía que ir, algo me movía -algo que no quería admitir-.

Me quedé congelada, mirando la nada y haciendo nada. Mi cuerpo estaba allí pero mi mente vagabundeaba muy lejos. Mis músculos olvidaron el movimiento y cual estatua permanecí. Extrañaría su sonrisa, su alegría al ver los estantes llenos de libros... Le había tomado cariño aunque no deseaba admitirlo.
Volví apenas noté lo impulsiva que había sido -el sinsentido de mi actuar-. Para mi suerte, nadie se había dado cuenta de que me había ido. ¿Acaso mis pasos pasaban desapercibidos para todos?

Guié a cada visitante a sus respectivos libros -distraerme, no pensar y sonreír eran mis objetivos-. Indudablemente los viernes eran los días de la literatura. La mayor parte de la gente buscaba leer una interesante novela o unas melodiosas poesías. El estudio, si bien aparecía, no predominaba a esos horarios. Aún quedaba todo el fin de semana para preocuparse por las tareas del lunes -aún quedaba el domingo para tensionarse por haber dejado todo para última hora-.
Guardaba unos libros cuando Elías se acercó y se puso a revisar los títulos.
-¿Y..? -murmuré captando su atención- ¿Qué tal la salida con Caro?
-Bien... -reacomodó unos tomos-. En realidad fue todo un desastre -escupió mientras se apoyaba en la pared-. Olvidé la billetera y ella tuvo que pagar, estaba muy nervioso y no pude formular una sola oración coherente...
-Parecías tan relajado cuando saliste de acá -me extrañó.
-Sí pero adelante de ella fui un idiota -se entristeció-. No creo que quiera salir de nuevo. Arruiné la perfecta oportunidad...
-No seas tonto, Eli. Nunca se sabe, ni ella ni vos son convencionales así que quién sabe... Quizás te llame -le guiñé un ojo.
-Eso es ser muy optimista.
-A veces hay que serlo.
Sus ojos se desviaron y noté claramente que estaba pensando en Cito. Caminé lejos de él, no pensaba pasar por eso... por esa situación otra vez... Mi celular vibró y me dio la ocasión perfecta para distraerme. Rápidamente Tomi me dijo los datos de la casa de Funes en la cual Agustín festejaría su cumpleaños y se despidió. Había salido pocas veces de Rosario pero tomar un colectivo y bajar en determinado lugar no era un impedimento y tampoco me generaba temor lo desconocido. Busqué en la computadora los datos que necesitaba. Tomás no se perdería ese cumpleaños porque estaba en mí llevarlo.
Tomé algo de café y comí unas medialunas que Rosa había traído. El tiempo poco a poco pasó y el viernes se tornó un viernes como cualquier otro. Los lectores se refugiaban en la biblioteca ansiando letras y los caminantes en la calle luchaban contra el frío y el viento. El calor dentro invitaba a permanecer y algunos visitantes tardaron más tiempo de lo común en irse. A la hora de cierre la gente comenzó a retirarse al notar que apagábamos algunas luces -de ser por ellos se hubieran quedado toda la noche dentro-.
Me deshice de Elías y Rosa lo más rápido que pude y puse manos a la obra. Estaba ansiosa aunque no comprendía la razón. Tampoco sabía porqué lo hacía, Johanna nunca había sido alguien a quien apreciara o a quien detestara. Sus visitas me eran indiferentes al contrario de las de Cito. Él siempre compartía unas palabras conmigo...
Ella nunca había sido muy simpática -no más de la cortesía necesaria- pero aún así ahí estaba yo, buscando información para una completa desconocida. Tomé un poco de agua mientras meditaba lo que haría. No era apropiado e incluso podía llegar a ser ilegal. El único temor que nacía dentro mío era la posibilidad de perder mi trabajo pero a la vez Johanna era una visitante habitual y debíamos cuidar a nuestros visitantes. Puse manos a la obra, ella no diría nada y yo tampoco.
Revisé la computadora en busca de las manos que habían tenido en su pertenencia el libro “Aida. Una ópera de Giuseppe Verdi”. Al parecer había sido dado de baja, registrado como extraviado. Sin embargo, pude extraer los nombres de sus lectores sin ningún problema -siempre me había llevado muy bien con la tecnología-. Copié aquellos nombres que no significaban nada para mí junto con las fechas de retiro y devolución. La última persona en llevárselo lo había devuelto -¿cómo había terminado en la casa de Johanna?-. También busqué el archivo de lecturas en la biblioteca y un nombre llamó mi atención: Jorge Herrera. ¿Algún familiar de Johanna?, pensé y lo anoté subrayándolo. Al parecer una página y media era lo único que necesitaba pero cuando estaba a punto de avisarle unos números llamaron mi atención.
En la esquina inferior derecha dos fechas había escritas a mano: 04/10/1986 y 06/10/2010. No pude detener mi curiosidad y busqué los diarios de aquellos días. Nada parecía de gran importancia y comencé a pensar que el juego de investigadora se me estaba yendo de las manos. ¿Qué esperaba encontrar? Sólo estaba haciendo un pedido para una clienta a la cual no sabía porqué había decidido ayudar. Nada raro surgiría de allí -nada de mi interés al menos-. Seguí leyendo y pronto encontré una conexión: ambos días correspondían a distintos estrenos de Aida en Rosario. La investigadora había cumplido con su tarea mejor de lo que creía. Cierta alegría me invadía y me inquietaba.
Marqué el número de la casa de Johanna y un hombre atendió. Pedí hablar con ella y su voz me preguntó qué quería. Le dije quién era y que ya podía venir a buscar la información que había pedido. Esperé con un poco de música en mis oídos y al verla acercarse me saqué mis auriculares y apagué mi Mp3. La saludé con una sonrisa que me tomó por sorpresa -debía ser amable pero no amigable-. Le di la hoja escrita y ella la revisó. Al final de la página unas anotaciones llamaron su atención.
-¿Qué son estas fechas? -preguntó.
-Estaban escritas en la partitura -expliqué-. Me dio curiosidad y busqué algo de información -sonreí y rápidamente me corregí, yo no debía hacer eso.
-¿Y qué hay del libro donde estaba Celeste? ¿Y sobre el chico que la encontró? -indagó restándole importancia a mis averiguaciones.
-No busqué nada sobre ese texto pero el chico se llamaba Martín Verdi -le expliqué-. También había alguien que lo retiraba muy a menudo... -un nudo se formó- Juan Pérez -escupí y dolió.
-Me parece que eso es todo -añadió-. Emma... Gracias -me dedicó una sonrisa y unas ojos llenos de agradecimiento y calor.
Nunca había expresado emoción alguna frente a mí y eso me tomó por sorpresa.
-De nada -respondí torpemente mientras me sentía alagada en mi interior-. Acá tenés el libro -se lo entregué-. Quedátelo. No está más en el archivo, se registró que se había perdido el año pasado y puede permanecer así.
-De acuerdo -atinó a decir mientras sus dedos acariciaban el destrozado texto.
Se marchó y yo observé su andar, apurado y un poco torpe pero decidido. Cerré la reja y me largué a casa. Ese día había estado suficientemente lleno de aventuras para mi gusto, debía descansar.

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