Pasado, presente, futuro. Tres caminos: una vida.

domingo, 18 de agosto de 2013

2.03 - Martín

La Vita Strangiato — To sleep, perchance to dream...


Suspiró y cerró los ojos. Volvió a suspirar y presionó los párpados con más firmeza, en un gesto —«esto no esta pasando»— quizá no tan inconsciente. Sacudió la cabeza —negándose a aceptar la tarde y todo lo que el día aún tenía para ofrecerle— y respiró hondo una tercera vez antes de atreverse a dar otro paso.
El día estaba asqueroso, igual que el anterior, pero tenía poco que ver con el frío que le helaba la sangre y le cortaba los labios. El otoño se afirmaba en el colchón de hojas que crujían bajo sus zapatillas deportivas, pero eso no alcanzaba a deprimirlo. Siempre había preferido las estaciones menos calurosas —el verano era demasiado pegajoso y la primavera lo hacía estornudar. A Cito era al que le gustaba sudar —«claro mientras no fuera en gimnasia claro».
Cito.
Su nombre reverberó en su cabeza al mirar a ambos lados de la calle antes de cruzar. Si tan sólo el muy idiota lo hubiera hecho, no estaría encaminándose a su velorio. Sobre la música que le taladraba —«no lo suficientemente fuerte»— los oídos, se maldijo para sus adentros. En tres cuadras iba a tener que asumir de un golpe en la cara todo lo que había sucedido y tomar una posición. ¿Iba a hacerlo con la seriedad sepulcral que sólo un conocido o un familiar podría dar? ¿Sería libre de pensar en su mejor amigo de una manera que no involucrara ciclos microdepresivos o nubes negras en el techo bajo de su mente? No tenía intenciones de entrar con una sonrisa a la antesala a su entierro —ni mucho menos riendo—, pero tenía que ponerse de acuerdo. ¿Cómo iba a pensar en él? ¿Se sentiría decente llamándolo —«pensándolo»— idiota, tonto o imbécil si era necesario?
Llegó a la Biblioteca Argentina y se sentó en sus escalinatas a descansar. Desenchufó los auriculares y apagó el celular. Le pareció lo más normal y decente. Se restregó la cara con sus manos sudadas y volvió a suspirar. ¿Se atrevería a cruzar? Frente a él, Velatorios Allievi ascendía hasta el cielo otoñal, ocre y apagado, tapando como una última y definitiva mortaja de cristal y cemento el lugar donde debería brillar el sol, como —«recalcando»— reafirmando el hecho de que allí se —«celebraba»— conmemoraba la muerte. Le hizo una mueca al edificio y, dándose impulso con una respiración honda, resopló al levantarse.

***
 
Pasando la entrada, las caras de aspecto sombrío fumando tubitos para la ansiedad desaparecían. En el vestíbulo sólo había un secretario, escondido detrás de su mostrador y su pantalla —tecleando como si hubiese algo remotamente útil para computar. ¿Cuántos fiambres catalogarán por día?, se descubrió pensando Martín mientras pasaba la mirada del hombrecito enjuto a los dos ascensores y sus frías puertas de metal, firmemente cerradas. En medio de ambas había un cartel sobre un caballete adornado con unas flores que no se molestó en identificar. El tercer segmento anunciaba:

Juan Pérez, 1996-2013
Sala La Scala
servicio de 10:00 a 19:30

Una parte de su alma se rompió al verlo. No pudo pensar otra cosa que el sencillo y fatal hecho de que sus números se habían cerrado. No 2036, no 2028, ni siquiera un misericordioso 2014. El hijodeputa se había muerto y no lo acompañaría a casa ni un día más. Ya no oiría su risa al otro lado del pasillo ni le podría echar la culpa de lo que fuere que hiciese mal en química. Ya no existía Cito; su mejor amigo había desaparecido y lo único que quedaba de él era un tal Juan Pérez, tieso e inmóvil, en alguna parte de aquel sitio de mala muerte. Tenía que componerse.
Se pasó una mano por la frente y otra por la nuca. Tenía que componerse. Todavía no había entrado a la sala y ya se había quebrado. no. No se había quebrado, aún no. Suspiró y mantuvo los ojos cerrados por unos momentos, medio deseando que al abrirlos el nombre de su amigo ya no estuviera frente a sí en letras plásticas blancas de descuento. Pero sabía que seguirían allí y no había nada que pudiera hacer para cambiarlo.
—Disculpame, ¿dónde está la sala La Scala? —preguntó al hombre con el tono más sereno que pudo articular.
El secretario quitó la vista de la computadora con lentitud, como intentando fijar una última imagen de su pantalla antes de atenderlo. Entornó los ojos y miró hacia arriba, haciendo un visible esfuerzo por recordar.
—Tercer piso, es la primera a tu izquierda —contestó finalmente.
Al hablar, le dirigió una sonrisa sepulcral que Martín le devolvió, torcida, antes de escabullirse hasta el primer ascensor —intentando no mirar el caballete.

***

No le fue difícil encontrar La Scala. Había una gigantesca corona de flores, más grande que cualquiera que hubiese visto —pero, claro, no es que hubiese asistido a muchos velorios. Cerrándola, caretas del teatro admiraban el pasillo del tercer piso con una mezcla de congoja y regocijo, oficiando como un broche de oro que Martín no llegó a notar. Su vista se había perdido en las letras —aún plásticas pero esta vez plateadas y tanto más vistosas— en el centro de la corona. El hecho de por sí era innegable, pero adquiría mayor nitidez cuando se estaba frente a aquel círculo tan irónico. Las flores estaban aún frescas y —«vivas»— brillantes, pero no alcanzaban a opacar lo que ocurría más allá de las puertas dobles de junto. Comprobó que su teléfono estuviese apagado —más por respeto a su amigo que hacia la ceremonia en sí o al resto de los huéspedes— y entró, sin mirar, empujando con ambas manos las puertas.
Más rostros de lo que hubiera podido contar se dieron la vuelta al verlo pasar. Gran parte estaban rojos —inyectados en sangre de tanto llorar— pero otros se veían considerable, casi pecaminosamente serenos. Identificó a la señora Pérez y le dedicó una sonrisa rota. La mujer intentó responder con un gesto similar, pero su cara enrojecida se contrajo en lágrimas y las amigas que la escoltaban la cubrieron en abrazos. Tengo que dar el pésame, se instó Martín, pero abrir la boca le apetecía tan poco como adentrarse más en La Scala.
Acabó convenciéndose y avanzó en dirección a la madre de su amigo, evitando mirar dos veces el umbral tras el cual se exponía el cajón. Los ojos que lo habían devorado instantes antes volvían a mirarse entre ellos, al suelo o a sus pañuelos. Durante los momentos que le tomó cruzar la habitación, no pudo sobreponerse al sentimiento crudo de soledad que lo embargó y casi obligó a salir corriendo. Lenta y rápidamente, avanzando desfasada —como el agua distribuyéndose desigual en una ducha—, la sensación le fue tomando el cuerpo. Era una emoción nueva y terrible; un destello turbio en su cabeza puntualizó que su situación tampoco le era familiar. No recordaba haber asistido a ningún velorio antes. Se suponía que a los cuatro años les había hecho pasar vergüenza a sus padres en el de su bisabuela, pero no tenía idea de qué había hecho en cuestión —y aunque lo supiese, de ningún modo serían esos actos dignos de ser repetidos.
—Improvisá —le susurró al oído la voz que había estado intentando acallar desde el día anterior.
La muralla de amigas lo miró con ojos furiosos, las cejas alzadas en protesta y —«asco»— repudio. Sin perder el contacto visual, haciendo el mejor esfuerzo por intimidarlo —por destruirlo como bien se lo tenía merecido aquel mocoso inepto—, se hicieron a un lado. La señora Pérez era un amasijo de lágrimas, mocos y, a un nivel más profundo, una serie de nudos en la garganta que nunca sería capaz de desatar, sólo —«quizá»— ignorar. Era una mujer algo regordeta, pero su duelo la había hinchado al punto de verse —«demasiado roja como para ser sano»— obesa.
Los ojos de Martín se humedecieron más allá de todo control al encontrarse con los de ella, y todo lo que había estado conteniendo desde el momento de salir de casa pujó por escapar con una fuerza casi indomable. Pero —«idiota imbécil tonto hijo-de-puta»— lo refrenó antes de que de brillar sus ojos pasaran a lagrimear. Sólo alcanzó a emitir un sollozo, que le abrió la boca para decir algo que no pudo articular. La mujer negó con la cabeza e hizo un gesto similar, incapaz de hablar. El abrazo en el que se unieron no surgió de ninguno de los dos en particular sino, más bien, del pesar que se había concentrado en el espacio entre ambos.
Cuando —al cabo de un tiempo indecible— se separaron, la señora Pérez pareció sonreír un poco y una lágrima se resbaló por el rostro de Martín. Sus amigas volvieron a formar la barricada y el chico se dio la vuelta. Suspiró y se abrazó. Acercó la cara enrojecida a sus brazos y olió el perfume —«a no canela»— del desodorante que Cito se había puesto justo antes de morir. Deslizó los dedos por la campera que desde aquel terrible día no había tenido el valor de quitarse y cerró los ojos con más fiereza de la que se habría creído capaz; intentó obligar al llanto a olvidarse de él, pero no consiguió más que romperse en un sonoro sollozo ante el cajón. No obstante, se forzó a no acabar de quebrarse. No iba a hacer una escena, no lloraría como si lo estuvieran desmembrando —aunque fuese su amigo al que quizá le faltase un brazo o dos.
Se serenó, respiró hondo varias veces y acabó por convencerse de que todo estaba bien —a pesar de que no hubiese manera de que pudiera estarlo.
Puso una mano sobre el cajón y parte de la soledad se canalizó en un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo mientras en el estómago se le hacía el hueco más grande que había sentido jamás. Sintió una respiración ahogada —un susurro ininteligible a su oído— y supo que le pertenecía a la voz de su consciencia bajo el avatar de Cito. Una idea que se deslizó de aquel último jadeo le hizo abrir los ojos como platos. La certeza de que aquella sería la última vez que en su cabeza sonaría su voz antes de —«como como como era»— olvidarla y el consecuente terror. ¿Habría videos, grabaciones, algo como para recordarlo? ¿Podría ser que a su amigo se lo llevara el viento? ¿Sería cremado en espíritu y diseminado más allá de su memoria? ¿Cuánto le quedaba de...?
—Disculpame —una voz de mujer lo sobresaltó y lo hizo volverse con brusquedad—, ¿vos sos Tommy?
La chica lo miraba desde los únicos ojos curiosos sin alguna malicia debajo. Los tenía rojos y húmedos como la mayor parte de los allí presentes, pero mantenía una sonrisa triste que nadie más —excepto quizá por la señora Pérez— se atrevía a dar.
—Sí —respondió finalmente Martín, frunciendo el ceño. —¿Vos quién sos?
—¡Perdón! —exclamó a volumen bajo, avergonzada. —Soy Celeste —el nombre le resonó de algo que no pudo identificar y rápidamente descartó—, amiga de Juan —se presentó, arreglándose el corte carré rubio detrás de las orejas. —Él me hablaba de vos y... y, bueno, te reconocí.
Le ofreció otra sonrisa simpática que Martín le devolvió y procedieron a alejarse del cajón.
—¿De dónde lo conocés?
—De comedias.
—¿Comedias?
Se detuvo en seco y Celeste lo miró, enarcando una ceja sobre sus ojos verdes enrojecidos.
—Comedias musicales —explicó, volviendo a llevarse su corto cabello detrás de las orejas. —¿No sabías?
—No —admitió Martín, encogiéndose de hombros. —Siempre dije que es... era una persona muy... teatral, pero nunca me dijo que hubiera hecho nada de eso.
Se cruzó de brazos y por un momento —antes de que el pensamiento desapareciera tan rápido como llegó— tuvo la certeza de que el ceño fruncido de Celeste se había debido a que había reconocido que la campera que estaba usando era de Cito. Y, desde las profundidades de su mente, una idea inquieta prosiguió con la duda de cuántas veces la había usado para asistir a comedias, sin que él lo supiera. ¿Qué tenía que ocultar?, fue lo único que se traslució a su consciencia.
—Raro —dijo ella. —Te presentaría a los chicos pero ya se fueron todos.
Menudos amigos, pensó Martín en idioma traducción española, pero se abstuvo de comentarlo en voz alta. Se sentaron en el extremo opuesto al de la señora Pérez y en ese momento se percató que debían ser las únicas personas jóvenes o al menos menores de cuarenta en toda la sala. O no. Entornó los ojos, pero comprobó que su visión no lo engañaba. A una sana distancia del umbral al cajón, la brusca bibliotecaria que le había dado el libro de óperas el día anterior —y que por tanto le habría salvado el pellejo esa mañana con la profesora Pozzini si la escuela no hubiese cerrado sus puertas por duelo— admiraba, inmóvil e inexpresiva, la recámara donde el cuerpo de su amigo —«aun no»— descansaba en paz. ¿Qué hacía ella ahí? Tuvo el impulso de levantarse y preguntarle, pero se resistió. No le apetecía en lo más mínimo. ¿Cuánto más había que su amigo no le había dicho? Sólo faltaba que aquella mujer hubiese sido su novia.
—¿Estás bien? —le preguntó Celeste, regresándolo a la realidad.
—Supongo —replicó Martín con un suspiro, hundiéndose en su asiento.
—Estás pálido —había un leve dejo de desesperación que el chico se percató poco podía tener que ver con su rostro. —¿Querés tomar algo?
—Sos rápida, ¿eh? —se burló, mitigando una carcajada amarga pero no una sonrisa.
Celeste abrió mucho los ojos y Martín se dijo que la chica estaba a punto de abofetearlo, pero en cambio volvió la vista al frente antes de que el chico pudiera defenderse de su mirada acusadora. De alguna extraña manera, se dijo, él estaba manejando todo mucho mejor que el resto. ¿Se había vuelto un cerdo insensible? ¿Era porque le había gritado hijodeputa en su mente? ¿Ya no le quedaba compasión o se había quedado estancada por el camino?
—Era un chiste.
—Ya sé.
—¿Querés ir al bar de enfrente?
Hubo una pausa tan dramática que Martín se dijo que, de no haber estado tan alterada, la chica muy bien podría haberla hecho a propósito. Se había hecho un ovillo sobre el asiento y escondía su cara tras las piernas encalzadas y el flequillito de su corte carré.
—Sí —musitó finalmente.

***

En Celeste brillaba aquella chispa excéntrica que tanto le había llamado la atención en Cito. Cada gesto que hacía la chica parecía cargado de un algo inexplicable y sugestivo. Los movimientos de Cito habían sido más burdos y torpes, pero también poseían esa energía particular e indecible. Hasta allí le llegaban los datos de la joven con la que estaba compartiendo una gaseosa —aunque ella parecía saber más de lo estrictamente necesario. No sólo sabía que su apodo era Tommy, sino que había pedido la bebida extra diet que sólo a él y a Cito les gustaba —y nadie, nadie más en su sano juicio podría preferirla a la versión común y engordante; puesto que no había dado más de dos sorbos, estaba claro que en ningún momento había tenido la intención de tomarla.
Por cómo habían dejado de temblarle las manos desde que habían dejado atrás el vestíbulo, ya no le quedaban dudas que su objetivo desde el principio había sido, sencillamente, largarse de La Scala.
—En el velorio de mi abuela nos dieron caramelos —dijo Celeste, sus primeras palabras después del pedido al mozo y el mudo “gracias” cuando les alcanzaron a la mesa la bebida y los vasos. —Claro que ahí yo tenía cinco años, no necesitaba tanto como quería el azúcar.
Dio una risita nerviosa y jugó con el sorbete de su vaso medio lleno, observando cómo las burbujas se agolpaban en sus bordes. Se llevó el pelo detrás de las orejas nuevamente, esta vez considerando seriamente comprarse una vincha y entonces, de repente, al otro lado de la mesa Martín dio una risotada. Se sobresaltó, pero no por lo violento de la carcajada en sí, sino porque no había sido seguida de un obligatorio golpe en la mesa.
—¿Qué pasa? ¿Te reís de la inocencia de una chica de cinco años?
—No, no, se me ocurrió una boludez.
—Ahora mismo estoy necesitando una boludez.
Lo dijo en un tono tan serio —quizá tanto como el que Cito solía usar cuando estaba a punto de hacer alguna gracia— que estuvo a punto de aplacar su risa. Pero no lo consiguió, lo cual acabó dificultándole el habla.
—En un cumpleaños de quince —explicó— nos dieron de souvenir a mí y a Cito...
—El burro por delante.
Comosea, nos dieron unos chocolates que en el envoltorio decían, en vez de la marca, el nombre de la chica y la frase... —tuvo que parar para reír unos momentos antes de poder proseguir, y Celeste acabó sumándosele tímidamente, sin entender aún porqué— “Mis Quinces”.
—¿Y eso es gracioso porque...?
—Porque me imaginé unos caramelos que dicen... —acompasó la carcajada más brutal con un sonoro golpe sobre la mesa y Celeste sintió que algo en su cabeza hacía un sano clic al tiempo que ambos abrían mucho los ojos— que dicen “Mi velorio”.
A esas alturas el rostro de Martín se había desfigurado de la risa y la chica no pudo más que acompañarlo. En un espejo que el chico no acabó de determinar si era amargo, cruel o neutral, sintió cómo se recreaba la escena de la que, hacía una lejana semana atrás, él y Cito habían sido protagonistas. Se desternillaban de la risa como si fueran viejos conocidos; volvió entonces aquella sensación de familiaridad —pues estaba casi seguro de que Celeste le sonaba de algo—, pero rápidamente volvió a ser sofocada por circunstancias de fuerza mayor. El mozo, al otro lado del bar, hizo ademán de dirigirse a la mesa para pedirles que bajaran el volumen. Hicieron el mejor intento por serenarse y, tras dos minutos de perder y recuperar cíclicamente la compostura, con el estómago vibrándole y doliéndole de tanto reír, —«tommy»— Martín levantó el vaso de gaseosa en dirección al tercer piso de Allievi. Por el espacio de media hora Celeste no volvió a llevarse el pelo detrás de las orejas.

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