Pasado, presente, futuro. Tres caminos: una vida.

domingo, 11 de agosto de 2013

2.02 - Emma

Little darling, it's been a long cold lonely winter.
Little darling, it feels like years since it's been here...

Estaba agotada, más de lo normal. Por mi frente caían cálidas y placenteras gotas de sudor. ¿Me daban asco? Quizás un poco pero era mayor el disfrute que me ofrecían. Eran éxito en forma líquida.... Me había esforzado, había trabajado demasiado y había logrado mi objetivo. Me sentía triunfante y victoriosa pero no por eso menos cansada. Evidentemente tenía que incluir clases de gimnasia dentro de mi ajustado horario -lo había pensado demasiadas veces en mi vida y nunca lo había puesto en práctica-. Mi gran problema no eran las horas de cursado o el trabajo sino el tiempo que debía dedicarle al estudio. Tiempo en que mi cerebro debía trabajar al máximo sin importar cuánto descanso necesitase puesto que las horas para dormir eran demasiado escasas. Me enfadaba pero no veía la hora de recibirme, enrostrar mi diploma en la cara de mi madre y guardar ese inútil e inservible papel para nunca más volverlo a usar.
Suspiré mientras Elías terminaba de limpiar el majestuoso piano que adornaba el escenario de la biblioteca. Yo ya había acabado de barrer y había puesto cada cosa en su lugar. Dos grupos de sillas en los laterales, un micrófono en medio y una pequeña mesa con botellas con agua. Después de todo, nadie deseaba que los cantantes secaran sus gargantas por un error tan estúpido como no hidratarse cada tanto. Terminé de acomodar los asientos donde el público se ubicaría y fui junto con Eli a tomar un café en la cocina -ese cuartito secreto detrás del mostrador-. Al fin y al cabo la biblioteca estaba bastante vacía -nada extraño a las 8 de la noche- y nadie requeriría nuestra presencia ni solicitaría nuestra ayuda.
-Va a ser una larga noche -murmuró Elías.
-Pero al menos tendremos buena música -señaló Rosa tarareando una suave melodía completamente desconocida para mí-. Oiremos algo de Tchaikovsky, Bach, Chopin y quizás algo de Mozart, va a ser hermoso -sus ojos brillaron y sus piernas danzaron lentamente.
Detestaba tanto esa dulce melodía de abuela que empleaba al hablar. Tan amable y gentil, con voz chillona e irritante. Un sonido que me recordaba a las uñas rayando el pizarrón o a una puerta rechinando contra el piso... pero no, indudablemente su voz era mucho peor. Era un tono lleno de falsa ingenuidad y estupidez. Cada palabra pronunciada por sus dientes y su inocente lengua era siempre sobrepensada. Con sus decires buscaba evitar las peleas y los confrontamientos. No tenía los ovarios como para discutir y defender sus creencias. Si alguien se le oponía ella sólo sonreía como una niña de 5 años, penosa e ingenua -e idiota-. No afrontaba la cruda y seca vida. Simulaba que la existencia era puro disfrute y bienestar cuando -no es ningún misterio- no lo es. Las muertes existen, los asesinos y criminales asechan en la oscuridad, los perversos ríen y gozan, los ricos roban y los civiles ansían la muerte de alguien para así ascender en la escalera de la vida -siempre hacia arriba donde una tumba aguarda-. Esa vieja era demasiado tierna y sobrepasaba mis niveles tolerables de azúcar pero aún así -y para mi pesar- era mi jefa.
-No creo que sólo toquen música clásica, pidieron un micrófono para los cantantes...
-¡Quizás unas arias! Eso sería hermoso.
-O quizás sólo canten... -mordí las palabras mientras contenía mi desagrado.
-¿Y a vos qué te gustaría escuchar? -me preguntó Elías y todo se puso cada vez más distante y ajeno.

-¿Y a vos qué te gustaría cantar? -preguntó el joven profesor y yo dudé, nunca nadie me había hecho una pregunta de ese estilo, nunca nadie había querido saber cuáles eran mis gustos aunque claro estaba él sólo lo hacía por obligación.
-Yo no canto -respondí fríamente. Conmigo no iba a jugar a ser simpático y a fingir un inexistente interés.
-¿Alguna vez lo intentaste?
-No.
-Entonces podés hacerlo ahora. Vamos, quiero escucharte.
-No pienso cantar -puntualicé.
Sus ojos me miraron algo sorprendidos y -quizás haya sido mi imaginación aunque no lo sé, quizás sí pero puede ser que no- un poco tristes. Mi tono había sido terminante y absoluto, sin salidas ni alternativas. No quería cantar y no lo iba a hacer -menos por él-.

-Nada en realidad -mentí y le di mi espalda mientras lavaba mi taza.
Por mi mente habían cruzado recuerdos que hacía tiempo atrás había olvidado. Algunos solían decir que muchas veces sólo se requería del detonador preciso para que el pasado atacase y en ese momento no hubiese dudado en darles la razón. Esa sola pregunta había bastado para hacerme viajar años atrás. La forma en que Elías había hablado, esa forma llena de puro y sincero interés... en mí. Luca había sido el primero en tratarme así y ahora mi compañero de trabajo era el segundo.
-No te molestó mi pregunta, ¿verdad? -murmuró cuando se acercó para lavar su taza.
-No, claro que no, Eli. No seas tonto -respondí al empujarlo para darle a entender que todo estaba bien porque, en efecto, lo estaba.
-¿Emma?
-¿Qué necesitás, Ro?
-¿Podés ir adelante? Hay un chico en la mesa que necesita que lo atiendan.
La miré. Si había algo que esa mujer amaba eran los libros, su pasión era desmedida pero su pereza era abrumadora. Estaba sentada tomando de a sorbitos su café y con un ejemplar de “El Péndulo de Foucalt” en sus manos. Ese libro publicado por Umberto Eco que, si bien yo había intentado leer, no había logrado comprender la mayor parte y me había rendido antes de terminarlo -una batalla perdida antes de que se declarase la guerra-. Si bien Rosa se dedicaba a leer todos los libros que ingresaban a la biblioteca guardaba aquellos textos que siempre había ansiado conocer. Esa lista de lecturas aumentaba día a día pero disminuía mes a mes -nunca la terminaría-.
-Pensé que eso te tocaba a vos -me quejé sin dejar de caminar hacia la recepción.
Los ojos que me miraron lucían confusos, contrariados y en pequeños momentos de duda, tristes. Su cabello enmarañado había sido azotado por el viento aunque todo su ser parecía revuelto. No era más que un adolescente, inexperto y flojo, ¿qué buscaba allí? Lo examiné -quizás más del tiempo debido- y sus ojos se volvieron violentos y luego calmos. Una lucha se fraguaba en su interior y parecía controlado/fuera de control. Su ropa estaba algo desarreglada -lógico para su edad- y su campera... esa campera me era muy familiar...
-¿Me podés atender? -preguntó distante.
-¿Qué andabas buscando?
-Un libro con información sobre la ópera -murmuró mientras paseaba sus ojos por la pequeña mesa que sólo contaba con una computadora, unos cuadernos y unas biromes.
-Tendrás que ser más específico porque tengo muchos que podrían serte útiles.
Lo cierto es que desconocía si eso era verdad o no. Nunca me había interesado en leer ese tipo de libros pero, a juzgar por las dimensiones del edificio, debía haber grandes cantidades de libros de todo tipo. Me molestaba su forma de actuar y de hablar pero su aspecto me neutralizaba. No podía ser agresiva con alguien que parecía tan complicado.
-No sé qué más puedo decirte. Es un trabajo para el colegio.
¿Acaso creía que era una computadora en la cual podía insertar una palabra y la primera página era la que determinaba el fracaso o éxito en su trabajo escolar? Se notaba que no estaba acostumbrado a leer libros -con todo lo que eso implica-.
-Decime tu nombre.
Sus ojos me miraron agresivamente como si yo quisiera entrometerme en su más solitaria intimidad. ¿Acaso yo era una invasora en sus secretos?
-¿Y vos quién sos?
Su tono se tornó agresivo.
-Emma Menéndez -respondí firme, no iba a permitir que ese niño se burlara de mí.
-Martín Verdi -susurró entre dientes mientras desviaba su vista-. ¿Ahora me podés dar un libro?
Sí que ansiaba que hiciera mi trabajo lo más rápido posible. ¿Acaso un libro devela sus más profundos misterios ante la primera leída? No, por supuesto que no. Ese era el problema de los adolescentes de aquellos días, no sabían esperar.
El total desconocimiento del tema me había tomado desprevenida pero aún tenía tiempo de darle un vuelco a la situación. Recordé que unos años atrás nos habían donado un libro sobre Verdi, un compositor de ópera de vaya uno a saber qué época. Fue por esa razón que no dudé en recomendárselo. Después de todo sus apellidos coincidían.
-Quizás esto pueda interesarte...
Busqué en la computadora si alguien se había llevado el ejemplar que buscaba. Al parecer seguía entre nuestros estantes.
-Vení conmigo que tengo el libro indicado.
Lo llamé con la mano para que me siguiera mientras los violinistas, pianistas, trompetistas, guitarristas, flautistas, entre otros, entraban en la biblioteca. En una hora empezaría el concierto y debían corroborar todos los instrumentos.
Lo conduje a la sala de lectura. Las paredes estaban adornadas por enormes estanterías llenas de historias y conocimientos a adquirir. Lo espié por encima del hombro y no me sorprendí al observar a un adolescente como cualquier otro. Despreocupado por la vida, con sus ojos al frente como si conociera el camino -como si fuera dueño de todos los conocimientos del mundo- y sus hombros bajos, evidencia de su vulnerabilidad -la cual nunca reconocería-. Sin embargo, en su caminar brusco, violento pero calmo, cualquiera podía notar que algo le había pasado y que él no estaba dispuesto a hablar de ello -ni consigo mismo-.
Llegamos a destino y luego de buscar entre los grandes tomos pude encontrarlo. Un libro, con la imagen de un hombre con una poblada barba y bigote, me miraba y esperaba que hiciera algo con él. Sonreí al pensar el largo trabajo que ese muchacho tenía por delante. No era un texto corto aunque tampoco era larguísimo pero le tomaría tiempo de lectura -lo quisiera o no-. Volteé mientras abrazaba el libro con mis manos y fingí dárselo para luego acercarlo a mi cuerpo.
-Los libros no se manchan, no se escriben, no se llenan de migas, no se subrayan, no se rompen, no se llevan a casa sin permiso y se devuelven en la entrada -lo miré de arriba a abajo, lucía como cualquier adolescente y por lo tanto podía ser un peligro para los textos-. ¿Entendiste?
-Sé cuidar las cosas, ¿okey? -gruñó elevando su tono de voz.
-Y en la biblioteca no se grita -le susurré y revoleó sus ojos-. Haceme el favor de completar esta ficha -le entregué un pequeño papel y él lo miró molesto. ¿Creía que llevarse un libro a las manos sería tan fácil?
-Ahí tenés -me lo entregó y yo lo leí lentamente, tomándome mi tiempo para impacientarlo-. Recordá que pueden ser tres años...
-¿Tres años de qué? -me escupió irritado.
-De prisión si llego a ver que dañaste al libro, ¿estamos? -asintió con sus ojos rojos-. Andá a trabajar en las mesas de arriba -le entregué el libro y se marchó.
Estaba molesto conmigo por mi trato aunque quizás más molesto estaba consigo mismo -una razón desconocida para mí-. No había nadie en la biblioteca a excepción de él, los músicos y el equipo de trabajo. Me dirigí al escenario para ver cómo iban los preparativos. Carolina, aquella chica que siempre recomendábamos para que se encargara de las luces y el sonido, estaba haciendo su trabajo. Su remera negra pintada por ella misma rezaba SHOUT!, su azul jean y su pelo rubio en una alta colita era -como ella solía decir- su uniforme de trabajo -y sí que amaba lo que hacía-. Me saludó y yo le sonreí. Nunca hablaba demasiado con ella pero no había duda de que nos caíamos muy bien. Era un espíritu libre y yo buscaba vivir según mis reglas, indudablemente algo teníamos en común.
Todos los instrumentos fueron corroborados. Todo andaba a la perfección. Rosa se había guardado el mejor lugar en la primera fila y, feliz y radiante, ocupaba su posición. Los roles estaban muy bien definidos en el trabajo. Ella no se encargaba de nada que implicara moverse. Sólo se dedicaba a sentarse en la entrada, leer, saludar y dar indicaciones -sin sudar demasiado-. Recibir a las personas que asistían al concierto, guiarlos hacia la sala de eventos y entregar los programas era nuestro trabajo. De igual forma nos hacíamos cargo de la mesa de entrada y de los pasillos durante la función puesto que Ro debía disfrutar de la música.
Eli, por otro lado, estaba detrás de todos los asientos observando como Caro hacía su trabajo. Las mejores intenciones pero la más absurda actitud tenía ese muchacho. Desde la primera vez que la había visto le había parecido una chica interesante pero nunca había logrado nada con ella. ¿Acaso no era lo suficiente hombre para Caro? ¡Claro que sí! De hecho, yo acordaba en que harían una excelente pareja. Aún así, Elías era demasiado tímido y nunca la había invitado a salir. Carolina parecía tener interés pero, en vez de dar el primer paso, parecía esperar que fuera él quien actuara primero. Esperaría por mucho tiempo para que eso ocurriera.
-Podrías hablar con ella. Averiguar si necesita algo -le susurré y se asustó.
-No me presionés, Em.
-No te presiono, sólo te aconsejo -le espeté mientras cruzaba mis brazos en el respaldar de una silla y apoyaba mi mentón en ellos.
En el rincón derecho del fondo un pequeño grupo de niñas, no mayores de 15 años, ensayaban. Al parecer ellas serían las cantantes de la noche. Sus voces eran sumamente agudas pero aún así llenas de fuerza y de firmeza. Lucían nerviosas por lo que supuse que sería su primera presentación. Su docente trataba de calmarlas. Entre la ansiedad y la tensión aceleraban el pulso y mezclaban estrofas. Estrofas que yo conocía perfectamente y que nunca podía haber confundido.

-Here comes the sun, here comes the sun
and I say it's all right.
Little darling, it's been a long cold lonely winter.
Little darling, it feels like years since it's been here.
Las notas en la guitarra acompañaban la melodía que salía de sus labios. En perfecta armonía la voz y los dedos en la guitarra dibujaban notas en el aire.
-¿No te parece una linda canción? -preguntó y yo dudé.
-No es fea pero tampoco hermosa. Es... tierna -mi rostro se frunció en señal de asco y él rió.
-A mucha gente le gusta lo tierno, Emma.
-A mí no.
-¿Vos qué preferís?
Medité unos segundos.
-Algo que sea fuerte, firme, admirable, agresivo e imponente.
-De a poco iremos conociendo nuestros gustos pero quiero decirte que me alegra que hayas decidido tomar estas clases conmigo -sonrió.
Era demasiado amable para mi gusto.

-Vamos, Em. Ya hay gente en la entrada -señaló Elías.
Dejé a las cantantes mientras bajaban del escenario para dar lugar a los primeros en presentarse y logré que mis recuerdos me soltaran por un tiempo. Tomé los programas que los profesores nos habían entregado y comencé a distribuirlos mientras “socializaba” con la gente. Ser hipócrita y sonriente me era muy útil en esos casos. Sonrisas iban y venían al igual que el tarro de contribuciones se llenaba. El dinero de la Municipalidad nunca era suficiente para arreglar todo lo que se debía y la ayuda siempre venía bien.
Cuando todos los asientos fueron ocupados la muestra comenzó y la gran variedad de instrumentos llegó a mis oídos. Desconocía las canciones aunque algunas melodías me eran familiares. Era notable que el conocimiento en música clásica nunca había sido mi fuerte.
Eli me pidió que atendiera la entrada mientras él paseaba para corroborar que nadie necesitara su ayuda. Sólo había cuatro personas en la biblioteca: el joven que me había pedido un libro, un anciano cuyo nombre desconocía aunque siempre lo veía a esas horas y dos amigas que hacían un trabajo para la facultad -todos concentrados en el pequeño espacio de lectura que había arriba-. Mi compañero no iba a estar muy ocupado y lo más probable, estaría revoloteando cerca del escenario para poder ver a Caro -como un niño embobado frente a la vidriera de una chocolatería-.
Suspiré aburrida. ¿Qué hacer cuando no tenía ganas de estudiar, de leer o de escuchar música? ¿Qué hacer cuando no tenía ganas de hacer nada? Busqué mi cartuchera y tomé mis lápices de colores, arranqué una hoja de mi cuaderno y comencé a trazar líneas, círculos o sencillamente formas. Dos ojos turquesas aparecieron en el papel aunque luego uno se volvió marrón. Ambos eran profundos y misteriosos. Parecían buscar afecto aunque sólo eran figuras plasmadas en una hoja. Seguí dibujando y mis líneas comenzaron a concluir una idea. Un hocico bien negro y una boca exhibiendo una rosada lengua se volvieron cada vez más nítidos. Luego fue el momento de las orejas en asomarse y por último el resto del cuerpo. Un perro me miraba y buscaba mi cariño, quería jugar conmigo y acostarse sobre mis pies, quería ser mi fiel compañero. Hacía tiempo que creía haber olvidado esa imagen. Ese perro había sido ideado cuando yo era una niña y buscaba lograr que mis padres me comprasen una mascota. Lo había imaginado detalle por detalle e incluso había pensado cómo serían mis días con él. Mi padre nunca lo consintió y en su lugar me regaló a mi hermosa gata Lira -a quien yo amaba sin importar nada-.
Levanté mi rostro y pude verlo. Bajaba las escaleras lentamente con un libro en su mano. Parecía no haber notado que tenía que devolverlo y yo... no confiaba en él.
-¡Hey! -grité por lo bajo y me vio-. Acá se devuelve el libro.
Se acercó molesto a la mesa. Supongo que había logrado irritarlo.
-No pensaba llevármelo -murmuró y lo entregó junto con la pequeña ficha-. Encontré esto entre sus páginas -una hoja arrancada se exhibía en su mano.
-¿Acaso no dije que los libros no se rompían? -arqueé mis cejas en señal de enfado-. ¿No dejé bien en claro que podían ser 3 años de prisión?
-¡No lo rompí yo! Lo encontré así -sus palabras se oían honestas y a punto de romper en llanto.
-Supongamos que decido creerte. ¿Necesitás algo más? -sonreí torpemente, no quería que un crío se largara a llorar para después explicar a Rosa que yo no había tenido nada que ver con eso.
-Irme de acá -soltó y se fue rápidamente.
¿Qué hacía una partitura solitaria en aquel libro? Alguien debía haberla encontrado y guardado allí por error. Por lo menos no había equivocado al autor. Celeste Aida era una canción de la ópera Aida, escrita por Verdi. De todas formas lo que más captaba mi atención era como alguien había sido tan cruel de arrancar una hoja de un libro. Definitivamente no sería de mi agrado el culpable de ese crimen y yo lo haría pagar la peor condena. Miré el reloj, eran apenas las 9.30 y yo, con suerte, saldría a las 12 de allí. Guardé la partitura, luego hablaría con Rosa y Elías, y decidí tomar un poco de aire.
Tomé mi campera y me senté en la escalera mientras el frío viento acariciaba mi rostro. Ese hermoso aire que rozaba mi piel e ingresaba en mi cuerpo. Me llenaba e invadía pero no molestaba a mi ser. Alimentaba mi existencia y cubría todos mis poros. Adoraba como el viento me hacía sentir en compañía. Él era mi compañero en mis momentos más solitarios y siempre cubría los silencios, siempre decía algo sin necesidad de usar muchas palabras como algunas personas hacían. Usan muchas letras pero en realidad no llegan a ningún puerto y tampoco parecen partir de uno.
El viento era solitario como yo y eso me bastaba -dos solitarios compartiendo un momento en soledad-. Los autos habían dejado de circular y todos debían de estar descansando ya. Era jueves después de todo y el viernes debían trabajar. Sonreí maliciosamente al pensar en todos aquellos idiotas que dormían en sus mullidas camas esperando que mañana fuera un día lo suficientemente hermoso como para darles fuerzas para poder salir de sus casas, ansiando que llegue el sábado, libre de trabajo y obligaciones. ¿Para qué trabajar si no hay goce? ¿Acaso tenía sentido esa pérdida de tiempo? No, claro que no.
Las pisadas se acercaron y tuve que levantarme. El espectáculo había acabado y todo el mundo se marchaba a casa. Los niños salían con grandes sonrisas y los padres completamente orgullosos. Saludé amablemente y entré. Entre la multitud también se habían marchado el anciano y las dos amigas así que sólo estábamos los empleados del lugar.
Rosa estaba cerrando con llave la puerta del cuartito secreto -no tan secreto en realidad- y Eli venía hablando con Caro. Me sorprendió absolutamente y sonreí internamente, se había animado y la había invitado a salir. Me sentí muy bien por ambos y le guiñé un ojo a Elías cuando Carolina salió por la puerta.
-Ya era hora -le escupí.
-Tendría que haberte escuchado antes... -miró la puerta de salida- pero en realidad fue ella quien me dijo de salir a comer algo.
-Lo importante es que uno se animó -golpeé su hombro y lo miré detenidamente.
Elías no era un hombre sumamente atractivo pero tenía su encanto. Sus grandes lentes lo hacían lucir raro pero sus ojos verdes llamaban poderosamente la atención. Su forma de vestir era demasiado repetitiva. Siempre camisa y jeans con un suéter por si hacía mucho frío. Su delgada fisonomía ocultaba sus musculosos brazos y las pecas en su rostro se distribuían de manera uniforme.
-Necesito que me cubras en esta. Me está esperando en el auto así comemos algo por ahí.
Suspiré, ¿qué más podía hacer?
-Andá -sonrió- pero acordate que me debés una.
Se marchó tan fugazmente que por poco olvidó saludar a Ro. Tomé la escoba y la pala y la saludé mientras se marchaba. A esa hora sólo yo quedaba en toda la biblioteca y aún debía limpiar. Barrí el escenario, ordené las sillas y acomodé las mesas de trabajo que iban en ese lugar. Mañana todo volvía a la normalidad y la gente requería del espacio para estudiar. Apagué todas las luces y, antes de que pudiera cerrar la puerta de salida, una voz me sobresaltó.
-¡Emma!
-¡Shhh! Es una biblioteca. No se grita -murmuré una vez que salí de mis pensamientos.
-No estamos dentro -esa voz seria me fue conocida e identificada con gran rapidez.
-Disculpá, es la costumbre. ¿Qué hacés acá a estas horas, Johanna?
Aquella joven, apenas unos años más grande que yo, era habitué de la biblioteca. Siempre que podía venía en busca de partituras o de novelas para leer. No conocía mucho de su vida porque siempre había adoptado una actitud muy reservada -y porque a mí no me interesaba saber nada de ella-.
-Necesito tu ayuda. Encontré este libro en mi casa y es de la biblioteca -me lo enseñó y yo lo tomé, no se equivocaba.
-Si es porque te olvidaste de devolverlo, no te preocupés. No pienso cobrarte una multa por retraso -le espeté mientras pensaba que sí podría cobrarle por los daños, lucía destruido y deteriorado aunque sería mejor decir que estaba hecho mierda.
-En realidad no es eso. Yo nunca retiré este libro, lo encontré en mi casa -murmuró agregándole cierto misterio a la atmósfera-. Le falta una hoja y quiero saber si no estará acá.
¿Sólo una hoja? Tuvo suerte de que no le faltaran veinte. Sus palabras me hicieron pensar. La partitura de Martín apareció rápidamente en mi cabeza. Revisé el título y confirmé mi hipótesis. Pertenecía a la ópera de Verdi.
-Hoy un chico la encontró traspapelada en otro libro. La tengo adentro, bancame que te la busco.
Prendí las luces y tomé el papel para mostrárselo. Sus ojos brillaron levemente y recorrieron los dibujos que adornaban la hoja. Me lo devolvió y yo lo acomodé en el libro.
-¿Te puedo pedir un favor? -asentí- ¿Podés averiguarme por qué manos anduvo este libro?
-No sé si puedo revelarte esa información pero... -miré sus ojos, parecía tan importante que...- veré qué puedo hacer.
-Muchas gracias -sonrió y se marchó sacudiendo su largo cabello al caminar.
Me guardé el libro en mi bolso. Si Rosa y Elías no sabían de eso era mejor para mí. Podría trabajar con mayor comodidad sin que me dijeran que lo que hacía no estaba bien. Entré dispuesta a apagar la luz y noté que una había quedado prendida. En el fondo se podía ver uno de los modestos reflectores del escenario que lo iluminaba y lo hacía lucir más bello y seductor. Mis pies caminaron sin mi consentimiento y me posicionaron en medio de la escena. Mi voz brotó como nunca antes y poco a poco cada rincón de la biblioteca se pobló. Una melodía invadió todo a mi alrededor y las notas salieron solas sin gran dificultad. El aire se hizo cálido y juguetón, todo adquirió un color extraño y bello. Los colores se entretuvieron jugando de objeto en objeto y todo lo real dejó de serlo. Todo lució nuevo y fresco y se perdió en el eterno instante. Aún así, segundo a segundo mi voz se apagó. Todo oscureció a mi alrededor. Yo había sido la única testigo. Todo había danzado conmigo. Por unos momentos la negrura no pareció tan oscura como antes siempre lucía. Here comes the sun...

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