Little
darling, it's been a long cold lonely winter.
Little
darling, it feels like years since it's been here...
Estaba
agotada, más de lo normal. Por mi frente caían cálidas y
placenteras gotas de sudor. ¿Me daban asco? Quizás un poco pero era
mayor el disfrute que me ofrecían. Eran éxito en forma líquida....
Me había esforzado, había trabajado demasiado y había logrado mi
objetivo. Me sentía triunfante y victoriosa pero no por eso menos
cansada. Evidentemente tenía que incluir clases de gimnasia dentro
de mi ajustado horario -lo había pensado demasiadas veces en mi vida
y nunca lo había puesto en práctica-. Mi gran problema no eran las
horas de cursado o el trabajo sino el tiempo que debía dedicarle al
estudio. Tiempo en que mi cerebro debía trabajar al máximo sin
importar cuánto descanso necesitase puesto que las horas para dormir
eran demasiado escasas. Me enfadaba pero no veía la hora de
recibirme, enrostrar mi diploma en la cara de mi madre y guardar ese
inútil e inservible papel para nunca más volverlo a usar.
Suspiré
mientras Elías terminaba de limpiar el majestuoso piano que adornaba
el escenario de la biblioteca. Yo ya había acabado de barrer y había
puesto cada cosa en su lugar. Dos grupos de sillas en los laterales,
un micrófono en medio y una pequeña mesa con botellas con agua.
Después de todo, nadie deseaba que los cantantes secaran sus
gargantas por un error tan estúpido como no hidratarse cada tanto.
Terminé de acomodar los asientos donde el público se ubicaría y
fui junto con Eli a tomar un café en la cocina -ese cuartito secreto
detrás del mostrador-. Al fin y al cabo la biblioteca estaba
bastante vacía -nada extraño a las 8 de la noche- y nadie
requeriría nuestra presencia ni solicitaría nuestra ayuda.
-Va
a ser una larga noche -murmuró Elías.
-Pero
al menos tendremos buena música -señaló Rosa tarareando una suave
melodía completamente desconocida para mí-. Oiremos algo de
Tchaikovsky, Bach, Chopin y quizás algo de Mozart, va a ser hermoso
-sus ojos brillaron y sus piernas danzaron lentamente.
Detestaba
tanto esa dulce melodía de abuela que empleaba al hablar. Tan amable
y gentil, con voz chillona e irritante. Un sonido que me recordaba a
las uñas rayando el pizarrón o a una puerta rechinando contra el
piso... pero no, indudablemente su voz era mucho peor. Era un tono
lleno de falsa ingenuidad y estupidez. Cada palabra
pronunciada por sus dientes y su inocente lengua era siempre
sobrepensada. Con sus decires buscaba evitar las peleas y los
confrontamientos. No tenía los ovarios como para discutir y defender
sus creencias. Si alguien se le oponía ella sólo sonreía como una
niña de 5 años, penosa e ingenua -e idiota-. No afrontaba la cruda
y seca vida. Simulaba que la existencia era puro disfrute y bienestar
cuando -no es ningún misterio- no lo es. Las muertes existen, los
asesinos y criminales asechan en la oscuridad, los perversos ríen y
gozan, los ricos roban y los civiles ansían la muerte de alguien
para así ascender en la escalera de la vida -siempre hacia arriba
donde una tumba aguarda-. Esa vieja era demasiado tierna y
sobrepasaba mis niveles tolerables de azúcar pero aún así -y para
mi pesar- era mi jefa.
-No
creo que sólo toquen música clásica, pidieron un micrófono para
los cantantes...
-¡Quizás
unas arias! Eso sería hermoso.
-O
quizás sólo canten... -mordí las palabras mientras contenía
mi desagrado.
-¿Y
a vos qué te gustaría escuchar? -me preguntó Elías y todo se puso
cada vez más distante y ajeno.
-¿Y
a vos qué te gustaría cantar? -preguntó el joven profesor y yo
dudé, nunca nadie me había hecho una pregunta de ese estilo, nunca
nadie había querido saber cuáles eran mis gustos aunque claro
estaba él sólo lo hacía por obligación.
-Yo
no canto -respondí fríamente. Conmigo no iba a jugar a ser
simpático y a fingir un inexistente interés.
-¿Alguna
vez lo intentaste?
-No.
-Entonces
podés hacerlo ahora. Vamos, quiero escucharte.
-No
pienso cantar -puntualicé.
Sus
ojos me miraron algo sorprendidos y -quizás haya sido mi imaginación
aunque no lo sé, quizás sí pero puede ser que no- un poco tristes.
Mi tono había sido terminante y absoluto, sin salidas ni
alternativas. No quería cantar y no lo iba a hacer -menos por él-.
-Nada
en realidad -mentí y le di mi espalda mientras lavaba mi taza.
Por
mi mente habían cruzado recuerdos que hacía tiempo atrás había
olvidado. Algunos solían decir que muchas veces sólo se requería
del detonador preciso
para que el pasado atacase y en ese momento no hubiese dudado
en darles la razón. Esa sola pregunta había bastado para hacerme
viajar años atrás. La forma en que Elías había hablado, esa forma
llena de puro y sincero interés... en mí. Luca había sido el
primero en tratarme así y ahora mi compañero de trabajo era el
segundo.
-No
te molestó mi pregunta, ¿verdad? -murmuró cuando se acercó para
lavar su taza.
-No,
claro que no, Eli. No seas tonto -respondí al empujarlo para darle a
entender que todo estaba bien porque, en efecto, lo estaba.
-¿Emma?
-¿Qué
necesitás, Ro?
-¿Podés
ir adelante? Hay un chico en la mesa que necesita que lo atiendan.
La
miré. Si había algo que esa mujer amaba eran los libros, su pasión
era desmedida pero su pereza era abrumadora. Estaba sentada tomando
de a sorbitos su café y con un ejemplar de “El Péndulo de
Foucalt” en sus manos. Ese libro publicado por Umberto Eco que, si
bien yo había intentado leer, no había logrado comprender la mayor
parte y me había rendido antes de terminarlo -una batalla perdida
antes de que se declarase la guerra-. Si bien Rosa se dedicaba a leer
todos los libros que ingresaban a la biblioteca guardaba aquellos
textos que siempre había ansiado conocer. Esa lista de lecturas
aumentaba día a día pero disminuía mes a mes -nunca la
terminaría-.
-Pensé
que eso te tocaba a vos -me quejé sin dejar de caminar hacia la
recepción.
Los
ojos que me miraron lucían confusos, contrariados y en pequeños
momentos de duda, tristes. Su cabello enmarañado había sido azotado
por el viento aunque todo su ser parecía revuelto. No era más que
un adolescente, inexperto y flojo, ¿qué buscaba allí? Lo examiné
-quizás más del tiempo debido- y sus ojos se volvieron violentos y
luego calmos. Una lucha se fraguaba en su interior y parecía
controlado/fuera de control.
Su ropa estaba algo desarreglada -lógico para su edad- y su
campera... esa campera me era muy familiar...
-¿Me
podés atender? -preguntó distante.
-¿Qué
andabas buscando?
-Un
libro con información sobre la ópera -murmuró mientras paseaba sus
ojos por la pequeña mesa que sólo contaba con una computadora, unos
cuadernos y unas biromes.
-Tendrás
que ser más específico porque tengo muchos que podrían serte
útiles.
Lo
cierto es que desconocía si eso era verdad o no. Nunca me había
interesado en leer ese tipo de libros pero, a juzgar por las
dimensiones del edificio, debía haber grandes cantidades de libros
de todo tipo. Me molestaba su forma de actuar y de hablar pero su
aspecto me neutralizaba. No podía ser agresiva con alguien que
parecía tan complicado.
-No
sé qué más puedo decirte. Es un trabajo para el colegio.
¿Acaso
creía que era una computadora en la cual podía insertar una palabra
y la primera página era la que determinaba el fracaso o éxito en su
trabajo escolar? Se notaba que no estaba acostumbrado a leer libros
-con todo lo que eso implica-.
-Decime
tu nombre.
Sus
ojos me miraron agresivamente como si yo quisiera entrometerme en su
más solitaria intimidad. ¿Acaso yo era una invasora en sus
secretos?
-¿Y
vos quién sos?
Su
tono se tornó agresivo.
-Emma
Menéndez -respondí firme, no iba a permitir que ese niño se
burlara de mí.
-Martín
Verdi -susurró entre dientes mientras desviaba su vista-. ¿Ahora me
podés dar un libro?
Sí
que ansiaba que hiciera mi trabajo lo más rápido posible. ¿Acaso
un libro devela sus más profundos misterios ante la primera leída?
No, por supuesto que no. Ese era el problema de los adolescentes de
aquellos días, no sabían esperar.
El
total desconocimiento del tema me había tomado desprevenida pero aún
tenía tiempo de darle un vuelco a la situación. Recordé que unos
años atrás nos habían donado un libro sobre Verdi, un compositor
de ópera de vaya uno a saber qué época. Fue por esa razón que no
dudé en recomendárselo. Después de todo sus apellidos coincidían.
-Quizás
esto pueda interesarte...
Busqué
en la computadora si alguien se había llevado el ejemplar que
buscaba. Al parecer seguía entre nuestros estantes.
-Vení
conmigo que tengo el libro indicado.
Lo
llamé con la mano para que me siguiera mientras los violinistas,
pianistas, trompetistas, guitarristas, flautistas, entre otros,
entraban en la biblioteca. En una hora empezaría el concierto y
debían corroborar todos los instrumentos.
Lo
conduje a la sala de lectura. Las paredes estaban adornadas por
enormes estanterías llenas de historias y conocimientos a adquirir.
Lo espié por encima del hombro y no me sorprendí al observar a un
adolescente como cualquier otro. Despreocupado por la vida, con sus
ojos al frente como si conociera el camino -como si fuera dueño de
todos los conocimientos del mundo- y sus hombros bajos, evidencia de
su vulnerabilidad -la cual nunca reconocería-. Sin embargo, en su
caminar brusco, violento pero calmo, cualquiera podía notar que algo
le había pasado y que él no estaba dispuesto a hablar de ello -ni
consigo mismo-.
Llegamos
a destino y luego de buscar entre los grandes tomos pude encontrarlo.
Un libro, con la imagen de un hombre con una poblada barba y bigote,
me miraba y esperaba que hiciera algo con él. Sonreí al pensar el
largo trabajo que ese muchacho tenía por delante. No era un texto
corto aunque tampoco era larguísimo pero le tomaría tiempo de
lectura -lo quisiera o no-. Volteé mientras abrazaba el libro con
mis manos y fingí dárselo para luego acercarlo a mi cuerpo.
-Los
libros no se manchan, no se escriben, no se llenan de migas, no se
subrayan, no se rompen, no se llevan a casa sin permiso y se
devuelven en la entrada -lo miré de arriba a abajo, lucía como
cualquier adolescente y por lo tanto podía ser un peligro para los
textos-. ¿Entendiste?
-Sé
cuidar las cosas, ¿okey? -gruñó elevando su tono de voz.
-Y
en la biblioteca no se grita -le susurré y revoleó sus ojos-.
Haceme el favor de completar esta ficha -le entregué un pequeño
papel y él lo miró molesto. ¿Creía que llevarse un libro a las
manos sería tan fácil?
-Ahí
tenés -me lo entregó y yo lo leí lentamente, tomándome mi tiempo
para impacientarlo-. Recordá que pueden ser tres años...
-¿Tres
años de qué? -me escupió irritado.
-De
prisión si llego a ver que dañaste al libro, ¿estamos? -asintió
con sus ojos rojos-. Andá a trabajar en las mesas de arriba -le
entregué el libro y se marchó.
Estaba
molesto conmigo por mi trato aunque quizás más molesto estaba
consigo mismo -una razón desconocida para mí-. No había nadie en
la biblioteca a excepción de él, los músicos y el equipo de
trabajo. Me dirigí al escenario para ver cómo iban los
preparativos. Carolina, aquella chica que siempre recomendábamos
para que se encargara de las luces y el sonido, estaba haciendo su
trabajo. Su remera negra pintada por ella misma rezaba SHOUT!, su
azul jean y su pelo rubio en una alta colita era -como ella solía
decir- su uniforme de trabajo -y sí que amaba lo que hacía-. Me
saludó y yo le sonreí. Nunca hablaba demasiado con ella pero no
había duda de que nos caíamos muy bien. Era un espíritu libre y yo
buscaba vivir según mis reglas, indudablemente algo teníamos en
común.
Todos
los instrumentos fueron corroborados. Todo andaba a la perfección.
Rosa se había guardado el mejor lugar en la primera fila y, feliz y
radiante, ocupaba su posición. Los roles estaban muy bien definidos
en el trabajo. Ella no se encargaba de nada que implicara moverse.
Sólo se dedicaba a sentarse en la entrada, leer, saludar y dar
indicaciones -sin sudar demasiado-. Recibir a las personas que
asistían al concierto, guiarlos hacia la sala de eventos y entregar
los programas era nuestro trabajo. De igual forma nos hacíamos cargo
de la mesa de entrada y de los pasillos durante la función puesto
que Ro debía disfrutar de la música.
Eli,
por otro lado, estaba detrás de todos los asientos observando como
Caro hacía su trabajo. Las mejores intenciones pero la más absurda
actitud tenía ese muchacho. Desde la primera vez que la había visto
le había parecido una chica interesante pero nunca había logrado
nada con ella. ¿Acaso no era lo suficiente hombre para Caro? ¡Claro
que sí! De hecho, yo acordaba en que harían una excelente pareja.
Aún así, Elías era demasiado tímido y nunca la había invitado a
salir. Carolina parecía tener interés pero, en vez de dar el primer
paso, parecía esperar que fuera él quien actuara primero. Esperaría
por mucho tiempo para que eso ocurriera.
-Podrías
hablar con ella. Averiguar si necesita algo -le susurré y se asustó.
-No
me presionés, Em.
-No
te presiono, sólo te aconsejo -le espeté mientras cruzaba mis
brazos en el respaldar de una silla y apoyaba mi mentón en ellos.
En
el rincón derecho del fondo un pequeño grupo de niñas, no mayores
de 15 años, ensayaban. Al parecer ellas serían las cantantes de la
noche. Sus voces eran sumamente agudas pero aún así llenas de
fuerza y de firmeza. Lucían nerviosas por lo que supuse que sería
su primera presentación. Su docente trataba de calmarlas. Entre la
ansiedad y la tensión aceleraban el pulso y mezclaban estrofas.
Estrofas que yo conocía perfectamente y que nunca podía haber
confundido.
-Here comes the sun, here comes the sun
and
I say it's all right.
Little
darling, it's been a long cold lonely winter.
Little
darling, it feels like years since it's been here.
Las
notas en la guitarra acompañaban la melodía que salía de sus
labios. En perfecta armonía la voz y los dedos en la guitarra
dibujaban notas en el aire.
-¿No
te parece una linda canción? -preguntó y yo dudé.
-No
es fea pero tampoco hermosa. Es... tierna -mi rostro se frunció en
señal de asco y él rió.
-A
mucha gente le gusta lo tierno, Emma.
-A
mí no.
-¿Vos
qué preferís?
Medité
unos segundos.
-Algo
que sea fuerte, firme, admirable, agresivo e imponente.
-De
a poco iremos conociendo nuestros gustos pero quiero decirte que me
alegra que hayas decidido tomar estas clases conmigo -sonrió.
Era
demasiado amable para mi gusto.
-Vamos,
Em. Ya hay gente en la entrada -señaló Elías.
Dejé
a las cantantes mientras bajaban del escenario para dar lugar a los
primeros en presentarse y logré que mis recuerdos me soltaran por un
tiempo. Tomé los programas que los profesores nos habían entregado
y comencé a distribuirlos mientras “socializaba” con la gente.
Ser hipócrita y sonriente me era muy útil en esos casos.
Sonrisas iban y venían al igual que el tarro de contribuciones se
llenaba. El dinero de la Municipalidad nunca era suficiente para
arreglar todo lo que se debía y la ayuda siempre venía bien.
Cuando
todos los asientos fueron ocupados la muestra comenzó y la gran
variedad de instrumentos llegó a mis oídos. Desconocía las
canciones aunque algunas melodías me eran familiares. Era notable
que el conocimiento en música clásica nunca había sido mi fuerte.
Eli
me pidió que atendiera la entrada mientras él paseaba para
corroborar que nadie necesitara su ayuda. Sólo había cuatro
personas en la biblioteca: el joven que me había pedido un libro, un
anciano cuyo nombre desconocía aunque siempre lo veía a esas horas
y dos amigas que hacían un trabajo para la facultad -todos
concentrados en el pequeño espacio de lectura que había arriba-. Mi
compañero no iba a estar muy ocupado y lo más probable, estaría
revoloteando cerca del escenario para poder ver a Caro -como un niño
embobado frente a la vidriera de una chocolatería-.
Suspiré
aburrida. ¿Qué hacer cuando no tenía ganas de estudiar, de leer o
de escuchar música? ¿Qué hacer cuando no tenía ganas de hacer
nada? Busqué mi cartuchera y tomé mis lápices de colores, arranqué
una hoja de mi cuaderno y comencé a trazar líneas, círculos o
sencillamente formas. Dos ojos turquesas aparecieron en el papel
aunque luego uno se volvió marrón. Ambos eran profundos y
misteriosos. Parecían buscar afecto aunque sólo eran figuras
plasmadas en una hoja. Seguí dibujando y mis líneas comenzaron a
concluir una idea. Un hocico bien negro y una boca exhibiendo una
rosada lengua se volvieron cada vez más nítidos. Luego fue el
momento de las orejas en asomarse y por último el resto del cuerpo.
Un perro me miraba y buscaba mi cariño, quería jugar conmigo y
acostarse sobre mis pies, quería ser mi fiel compañero. Hacía
tiempo que creía haber olvidado esa imagen. Ese perro había sido
ideado cuando yo era una niña y buscaba lograr que mis padres me
comprasen una mascota. Lo había imaginado detalle por detalle e
incluso había pensado cómo serían mis días con él. Mi padre
nunca lo consintió y en su lugar me regaló a mi hermosa gata Lira
-a quien yo amaba sin importar nada-.
Levanté
mi rostro y pude verlo. Bajaba las escaleras lentamente con un libro
en su mano. Parecía no haber notado que tenía que devolverlo y
yo... no confiaba en él.
-¡Hey!
-grité por lo bajo y me vio-. Acá se devuelve el libro.
Se
acercó molesto a la mesa. Supongo que había logrado irritarlo.
-No
pensaba llevármelo -murmuró y lo entregó junto con la pequeña
ficha-. Encontré esto entre sus páginas -una hoja arrancada se
exhibía en su mano.
-¿Acaso
no dije que los libros no se rompían? -arqueé mis cejas en señal
de enfado-. ¿No dejé bien en claro que podían ser 3 años de
prisión?
-¡No
lo rompí yo! Lo encontré así -sus palabras se oían honestas y a
punto de romper en llanto.
-Supongamos
que decido creerte. ¿Necesitás algo más? -sonreí torpemente, no
quería que un crío se largara a llorar para después explicar a
Rosa que yo no había tenido nada que ver con eso.
-Irme
de acá -soltó y se fue rápidamente.
¿Qué
hacía una partitura solitaria en aquel libro? Alguien debía haberla
encontrado y guardado allí por error. Por lo menos no había
equivocado al autor. Celeste Aida era una canción de
la ópera Aida, escrita por Verdi. De todas formas lo que más
captaba mi atención era como alguien había sido tan cruel de
arrancar una hoja de un libro. Definitivamente no sería de mi agrado
el culpable de ese crimen y yo lo haría pagar la peor condena. Miré
el reloj, eran apenas las 9.30 y yo, con suerte, saldría a las 12 de
allí. Guardé la partitura, luego hablaría con Rosa y Elías, y
decidí tomar un poco de aire.
Tomé
mi campera y me senté en la escalera mientras el frío viento
acariciaba mi rostro. Ese hermoso aire que rozaba mi piel e ingresaba
en mi cuerpo. Me llenaba e invadía pero no molestaba a mi ser.
Alimentaba mi existencia y cubría todos mis poros. Adoraba como el
viento me hacía sentir en compañía. Él era mi compañero en mis
momentos más solitarios y siempre cubría los silencios, siempre
decía algo sin necesidad de usar muchas palabras como algunas
personas hacían. Usan muchas letras pero en realidad no llegan a
ningún puerto y tampoco parecen partir de uno.
El
viento era solitario como yo y eso me bastaba -dos solitarios
compartiendo un momento en soledad-. Los autos habían dejado de
circular y todos debían de estar descansando ya. Era jueves después
de todo y el viernes debían trabajar. Sonreí maliciosamente al
pensar en todos aquellos idiotas que dormían en sus mullidas camas
esperando que mañana fuera un día lo suficientemente hermoso como
para darles fuerzas para poder salir de sus casas, ansiando que
llegue el sábado, libre de trabajo y obligaciones. ¿Para qué
trabajar si no hay goce? ¿Acaso tenía sentido esa pérdida de
tiempo? No, claro que no.
Las
pisadas se acercaron y tuve que levantarme. El espectáculo había
acabado y todo el mundo se marchaba a casa. Los niños salían con
grandes sonrisas y los padres completamente orgullosos. Saludé
amablemente y entré. Entre la multitud también se habían marchado
el anciano y las dos amigas así que sólo estábamos los empleados
del lugar.
Rosa
estaba cerrando con llave la puerta del cuartito secreto -no tan
secreto en realidad- y Eli venía hablando con Caro. Me sorprendió
absolutamente y sonreí internamente, se había animado y la había
invitado a salir. Me sentí muy bien por ambos y le guiñé un ojo a
Elías cuando Carolina salió por la puerta.
-Ya
era hora -le escupí.
-Tendría
que haberte escuchado antes... -miró la puerta de salida- pero en
realidad fue ella quien me dijo de salir a comer algo.
-Lo
importante es que uno se animó -golpeé su hombro y lo miré
detenidamente.
Elías
no era un hombre sumamente atractivo pero tenía su encanto. Sus
grandes lentes lo hacían lucir raro pero sus ojos verdes llamaban
poderosamente la atención. Su forma de vestir era demasiado
repetitiva. Siempre camisa y jeans con un suéter por si hacía mucho
frío. Su delgada fisonomía ocultaba sus musculosos brazos y las
pecas en su rostro se distribuían de manera uniforme.
-Necesito
que me cubras en esta. Me está esperando en el auto así comemos
algo por ahí.
Suspiré,
¿qué más podía hacer?
-Andá
-sonrió- pero acordate que me debés una.
Se
marchó tan fugazmente que por poco olvidó saludar a Ro. Tomé la
escoba y la pala y la saludé mientras se marchaba. A esa hora sólo
yo quedaba en toda la biblioteca y aún debía limpiar. Barrí el
escenario, ordené las sillas y acomodé las mesas de trabajo que
iban en ese lugar. Mañana todo volvía a la normalidad y la gente
requería del espacio para estudiar. Apagué todas las luces y, antes
de que pudiera cerrar la puerta de salida, una voz me sobresaltó.
-¡Emma!
-¡Shhh!
Es una biblioteca. No se grita -murmuré una vez que salí de mis
pensamientos.
-No
estamos dentro -esa voz seria me fue conocida e identificada con gran
rapidez.
-Disculpá,
es la costumbre. ¿Qué hacés acá a estas horas, Johanna?
Aquella
joven, apenas unos años más grande que yo, era habitué de
la biblioteca. Siempre que podía venía en busca de partituras o de
novelas para leer. No conocía mucho de su vida porque siempre había
adoptado una actitud muy reservada -y porque a mí no me interesaba
saber nada de ella-.
-Necesito
tu ayuda. Encontré este libro en mi casa y es de la biblioteca -me
lo enseñó y yo lo tomé, no se equivocaba.
-Si
es porque te olvidaste de devolverlo, no te preocupés. No pienso
cobrarte una multa por retraso -le espeté mientras pensaba que sí
podría cobrarle por los daños, lucía destruido y deteriorado
aunque sería mejor decir que estaba hecho mierda.
-En
realidad no es eso. Yo nunca retiré este libro, lo encontré en mi
casa -murmuró agregándole cierto misterio a la atmósfera-. Le
falta una hoja y quiero saber si no estará acá.
¿Sólo
una hoja? Tuvo suerte de que no le faltaran veinte. Sus palabras me
hicieron pensar. La partitura de Martín apareció rápidamente en mi
cabeza. Revisé el título y confirmé mi hipótesis. Pertenecía a
la ópera de Verdi.
-Hoy
un chico la encontró traspapelada en otro libro. La tengo adentro,
bancame que te la busco.
Prendí
las luces y tomé el papel para mostrárselo. Sus ojos brillaron
levemente y recorrieron los dibujos que adornaban la hoja. Me lo
devolvió y yo lo acomodé en el libro.
-¿Te
puedo pedir un favor? -asentí- ¿Podés averiguarme por qué manos
anduvo este libro?
-No
sé si puedo revelarte esa información pero... -miré sus ojos,
parecía tan importante que...- veré qué puedo hacer.
-Muchas
gracias -sonrió y se marchó sacudiendo su largo cabello al caminar.
Me
guardé el libro en mi bolso. Si Rosa y Elías no sabían de eso era
mejor para mí. Podría trabajar con mayor comodidad sin que me
dijeran que lo que hacía no estaba bien. Entré dispuesta a apagar
la luz y noté que una había quedado prendida. En el fondo se podía
ver uno de los modestos reflectores del escenario que lo iluminaba y
lo hacía lucir más bello y seductor. Mis pies caminaron sin mi
consentimiento y me posicionaron en medio de la escena. Mi voz brotó
como nunca antes y poco a poco cada rincón de la biblioteca se
pobló. Una melodía invadió todo a mi alrededor y las notas
salieron solas sin gran dificultad. El aire se hizo cálido y
juguetón, todo adquirió un color extraño y bello. Los colores se
entretuvieron jugando de objeto en objeto y todo lo real dejó de
serlo. Todo lució nuevo y fresco y se perdió en el eterno instante.
Aún así, segundo a segundo mi voz se apagó. Todo oscureció a mi
alrededor. Yo había sido la única testigo. Todo había danzado
conmigo. Por unos momentos la negrura no pareció tan oscura como
antes siempre lucía. Here comes the sun...
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