Car ma vie ça commence avec toi.
(Dedicado a Layla Abella, por su maravillosa traducción)
El disco llevaba horas en
repetición. Johanna había cantado La
Vie en Rose al menos
unas 10 veces mientras ordenaba el cuartito del patio. Las canciones
de la Piaf se habían sucedido durante toda la tarde mientras ella
ordenaba, sacudía y barría la pequeña -y aun así capaz de guardar
infinidad de cachivaches- habitación.
Su imperioso deseo de ordenar aquel
cuarto había surgido después de una conversación que había tenido
con su padre la noche anterior:
(-Hoy escuché por la radio que
viene una orquesta alemana muy prestigiosa- dijo su padre, mientras
ella le servía puré-. Pensé que quizás podríamos ir.
-No pienso pisar un teatro en
mucho tiempo, papá.
-¿Sabías que tu madre y yo nos
conocimos en un teatro?
La joven lo miró, sorprendida.
Él nunca hablaba de su madre excepto que su hija preguntara y cuando
eso sucedía, sus respuestas eran escuetas. Permaneció en silencio,
a la espera de conocer más valiosos detalles. Su padre desvió la
mirada, en un evidente intento de dejar caer el tema pero Johanna
persistió en su quietud hasta que él tuvo que hablar.
-Le gustaba mucho la ópera.
-¿Y vos fuiste porque...?
-Porque un amigo me había
regalado una entrada. Él conocía al director y, bueno, me pidió
que vaya con él.
-¿Y qué obra era?- inquirió
la chica, sabiendo que ese milagroso momento de tanta información no
se volvería a repetir en bastante tiempo.
-No recuerdo. No es mi género,
la verdad.
Johanna bajó la mirada al
plato, desilusionada. Por un instante había creído que tendría
algo que compartir con su madre. Si supiera el nombre de la obra,
podría tocar en el piano algunas partes y sería casi como estar
allí, en el teatro en el que las vidas de sus padres se habían
entrelazado. Tocar las mismas melodías que ellos habían escuchado
era casi como volver a empezar, hacer el camino directo hacia sus
orígenes y, sobre todo, hacia su madre.
-Creo que tengo guardado el
folleto de esa noche, en el cuartito del fondo- susurró su padre,
con una media sonrisa dibujada en el rostro-. Lo guardé como
recuerdo.
La mirada de su hija se iluminó
al instante:
-Mañana mismo voy a buscar
hasta encontrarlo.
-Podrías ordenarlo, ya que
estamos...)
Y
allí estaba ella, sucia y transpirada, pero feliz de saber que entre
las incontables cosas que había apiladas en esas cuatro paredes se
escondía un pequeño retazo del gran tapiz que era su pasado.
La
búsqueda la había llevado a encontrarse con cosas que creía
perdidas: su primera partitura para el piano, una caja llena de sus
juguetes preferidos, una foto de la infancia de su padre (que se
apresuró a guardar antes de que él pudiera encontrarla) e incluso
la correa de Wolfgang, su primer y único perro; pero el folleto que
con tantas ansias quería tener entre sus manos, no aparecía.
La
energía exuberante con la que había comenzado su tarea casi había
desaparecido y, con ella la esperanza que había anidado en su pecho.
<<Creo
que mi padre debe haber perdido ese folleto o simplemente lo usó de
excusa para que limpiara el cuartito>>
Descorazonada,
se sentó en el suelo frío y (ahora) limpio y procuró descansar por
unos minutos antes de terminar de acomodar las últimas bolsas. Un
acordeón dolido sonaba desde adentro de la casa, hablando sin
palabras acerca de un París perdido y ella se preguntó si alguna
vez podría componer una melodía que expresara con tanta veracidad y
fuerza, el desgarro constante que significaba su pasado.
La
voz imponente de Piaf la despertó de sus cavilaciones y su mirada se
posó en unas hojas que no había visto antes. Estaban caídas detrás
del organizador y parecían ajadas y maltratadas.
Con
el corazón latiéndole desesperado, corrió a sacarlas y se encontró
con unas partituras muy maltrechas. Estaban todas desordenadas e
incluso muchas estaban escritas. Se tiró al piso para sacar las
hojas restantes que estaban aprisionadas entre el metal de los
estantes y la pared y encontró un cartón estropeado que había sido
la tapa de ese cuaderno de partituras y que portaba un título en
letras negras que decía “Aida.
Una ópera de Giuseppe Verdi”.
Sin
dudarlo, salió hecha un rayo hacia el interior de la casa. Apagó la
música con el control y se sentó en la mesa de la cocina.
Le
llevó al menos media hora ordenar las partituras y recomponer el
libro maltrecho con cartones nuevos y un poco de cinta adhesiva, pero
finalmente pudo sentarse a tocar en el piano.
Ensayó varias partes y muchas se
le antojaron conocidas. Nunca había escuchado la ópera más que de
nombre, pero las melodías fluían fácilmente de sus dedos, como si
ya las hubiera tocado. Recorrió la obra entera varias veces y le
surgió la extraña sensación de que algo estaba fuera de lugar.
Revisó el libreto nuevamente y encontró que faltaba una hoja al
comienzo.
Regresó al cuarto y rebuscó por
todos lados pero no pudo encontrar la hoja faltante.
<<Es muy extraño. Casi
pareciera como si mi padre hubiera intentado esconder este libreto.
Además, él mismo me dijo que la ópera no era su género favorito.
¿Por qué tendría estas partituras?>>
Una hipótesis irrumpió en su
cabeza pero no quiso dejarse llevar. No estaba de ánimo para otra
desilusión; mejor sería directamente preguntarle a su padre antes
de aventurarse en conjeturas vanas.
El reloj de la sala le avisó que
eran las 8 de la noche y Johanna se apresuró a cerrar el cuartito y
la puerta del patio. Su padre llegaría pronto y con él, las
respuestas que necesitaba.
Cuando oyó el ruido de las llaves
en la puerta principal, la cena y las preguntas para su padre ya
estaban listas. Usaría la mejor táctica: una rica comida y la
música de Aida de fondo. Su padre no podría resistirse a mencionar
algo al respecto.
Sin embargo, tuvo que recurrir a
toda su compostura para que los interrogantes no brotaran
impulsivamente de sus labios. Su padre hablaba poco y ella temió que
la música hubiera tenido el efecto contrario. Empero, su lógica
finalmente se impuso y él pronunció las palabras mágicas.
-¿Aida, eh?
Ella sostuvo su silencio mientras
servía el postre y finalmente contestó:
-Sí, estuve pensando en dar alguna
clase de ópera en el colegio y me pareció más interesante
familiarizarme con alguna que no conociera.
Su padre levantó la ceja izquierda
y demoró el cruce de miradas con su hija.
-Encontraste las partituras,
¿verdad?
Tuvo que reprimir una sonrisa ante
el éxito de su estrategia. La música había sido su aliada una vez
más.
-Sí. Aunque falta una hoja.
-Se debió perder con el transcurso
de los años- murmuró él, restándole importancia-. Era de mi
amigo, el director que te comenté ayer. Tuve curiosidad y él me la
prestó.
-Tu curiosidad duró mucho, parece.
Digo: nunca se la devolviste.
Ambos soltaron una carcajada y él
asintió.
-Me había olvidado que la tenía.
Debería devolverla pero hace por lo menos 10 años que no lo veo a
Rubén.
-Me alegraría mucho que no lo
hicieras. Me gustó mucho y tengo planeado trabajarla.
Un brillo particular iluminó los
ojos de su padre y Johanna presintió que la curiosidad de su padre
por la ópera estaba profundamente relacionada con su madre y la
noche en que se conocieron. Estaba a punto de lanzar la pregunta más
importante cuando él zanjó el asunto:
-Estoy muy cansado- dijo, mientras
se levantaba de la mesa-. Andá a acostarte, yo termino de juntar.
Ella entendió que necesitaba estar
solo y se fue hacia su pieza, con las partituras bajo el brazo.
Se tiró sobre su cama y encendió
el equipo de música; el disco de Edith Piaf que había escuchado
durante todo el día volvió a comenzar.
Hojeó las partituras, intentando
encontrar algún indicio pero sólo se topó con las letras en
italiano y las anotaciones del amigo de su padre, por lo que dejó el
librito en su mesa de luz.
El cansancio empezaba a expandirse
por su cuerpo. Se acostó boca arriba y dejó que su mirada vagara
por los estantes de su biblioteca mientras escuchaba los melancólicos
compases de la música.
Tal vez nunca encontraría la
conexión que buscaba; quizás había sido una ingenua al creer que
tocar los 4 actos de Aida en el piano le darían alguna señal sobre
el pasado que tanto anhelaba conocer. Al fin y cabo, el pasado jamás
volvería y su madre tampoco.
Giró su cabeza para mirar la
maltrecha tapa de la ópera y pensó que la vida no podía arreglarse
con cartón y cinta adhesiva, por más que intentara. Ella no era un
manojo de partituras que podía juntar y acomodar. Ella era una
persona de carne y hueso, que cargaba con un dolor constante pero que
sabía que era su elección vivir atada a un pasado que cada vez se
hacía más pretérito, más lejano.
La rabia contra sí misma y su
estupidez la dominó y tiró el cuaderno contra la pared. Se había
ilusionado para encontrarse con un vacío difícil de controlar.
Había alterado la segura monotonía de su vida para entregarse a la
búsqueda de algo imposible, de una aguja en un pajar, de una cita en
una inmensa biblioteca...
<<¡Biblioteca!>>
Ella había visto el sello de una
biblioteca en la contratapa del libreto de Aída. Se levantó
torpemente de la cama y tomó el ejemplar del suelo. Lo dio vuelta y,
efectivamente, había un sello que decía “Biblioteca Argentina:
Dr. Juan Álvarez”. Era la biblioteca que quedaba a dos cuadras de
su casa y de dónde tanto su padre como ella solían sacar libros.
<<Qué extraño que el amigo
de mi padre no haya tenido que devolverlo. Son muy estrictos con los
préstamos>>
Repasó todas las hojas de nuevo y
descubrió que el libreto había sido editado en el 2006. La ficha de
la biblioteca debía haber sido arrancada porque había rastros de
pegamento en la contratapa interior.
2006. La cifra disonaba en su
cabeza. ¿Por qué le resultaba extraño?
“-Debería devolverla pero
hace por lo menos 10 años que no lo veo a Rubén.”
Su
padre le había mentido. El libreto se había editado hacía sólo 7
años. ¿Cómo podría ser que Rubén se la hubiera prestado? Era
posible que su padre se hubiera equivocado con las fechas, pero él
era muy memorioso y el hecho de que el libro fuera de la Biblioteca
Argentina le generaba aún más dudas.
Sintió
una imperiosa necesidad de averiguar la verdad. Nuevamente el pasado
se presentaba ante ella y le abría las puertas de una nueva
búsqueda: iría a la Biblioteca a preguntar por el libro. Quizás
ahora las respuestas no se le escurrirían entre las manos.
La
desconocida sensación de ansiedad que se despertó en su pecho la
sorprendió. Hacía tiempo que no experimentaba emoción alguna
acerca de su futuro y era paradójico saber que sus ganas de vivir el
futuro estaban relacionadas con su deseo de conocer su pasado. Era
avanzar para recomponer lo avanzado; transcurrir para recordar.
Los
primeros compases de Non, je ne regrette rien
se escaparon de los parlantes del equipo y Johanna se preguntó si
algún día ella podría dejar de arrepentirse. (Non,
je ne regrette
rien) Dejar
de arrepentirse de haber confiado, de haber querido, de haber soñado.
(Je
me fous du passé)
¿Podría
decir algún día “me río del pasado” cuando los lazos de lo
vivido la tiraban hacia atrás constantemente? (Balayés
mes amours avec leurs trémolos)
¿Se esfumarían los fantasmas de su pasado? Su madre nunca había
sido un fantasma y ahora sentía que podría terminar el dibujo de su
recuerdo. Pero, ¿alcanzaría eso para comenzar de nuevo, para
repartir de cero? (Je
repars à zéro).
Miró
el libreto que tenía entre su manos; sería el puente entre su
pasado cercano y presente lejano. Miró el libreto y pensó en su
madre, la persona que le había traído al mundo. Miró el libreto y
supo que, tal como hacía 25 años, su vida empezaba con ella.
Muy interesantes las historias de cada uno de los personajes que se presentan en la publicación anterior.
ResponderEliminarMuy buena la idea de hacer referencia a la letra de la canción de Piaf, en este caso, ya que creo que este tipo de estrategias lleva al lector, no sólo a meterse en la historia en sí, sino que lo hace indagar e investigar más allá del relato propiamente dicho y le abre horizontes que quizás de otro modo no podría haber alcanzado.
MUY ATRAPANTE LA HISTORIA DE JOHANNA A LA QUE HACE REFERENCIA ESTA PUBLICACION, quiero ya saber como sigue...