Pasado, presente, futuro. Tres caminos: una vida.

domingo, 21 de julio de 2013

1.03 - Martín

La Vita Strangiato — Buenas Noches, Mein Froinds!


—Cada persona siente la música a su manera —había dicho la señorita Anastasi en una clase de tercer grado, a una altura en la vida de sus alumnos en que difícilmente podrían haber comprendido la gravedad de su frase.
—Y cada persona tiene que conocer la mayor variedad de música para encontrarse a sí misma en el género que más le pertenezca —había agregado la profesora Pozzini hacía casi una semana, tras anunciar los trabajos prácticos que contarían, básicamente, como la mitad de la nota del semestre.
 
 
Los bancos se daban vuelta, la gente se cambiaba de lugar y nadie se molestaba en levantar las sillas —después de todo, era tanto más cómodo simplemente arrastrarlas y aquel barullo era la música típica de un aula— para formar grupos de dos, tres o cuatro personas. Amanda Grossi atravesó el salón con su sonrisita afable —tan falsa como su cara embarrada en maquillaje; Martín sencillamente se giró. No había habido sorteo de qué género abarcaría cada grupo, con lo cual su decisión ya estaba tomada: rock progresivo. No iba a preguntarle a su compañero de banco si estaba de acuerdo —por supuesto que lo estaba—, sino más bien si le parecía poner al Hombre y la Estrella, insignia de Rush, en la carátula del trabajo.
—¿Te copa hacerlo de ópera? —saltó Cito antes de que su amigo pudiera comunicarle sus planes.
—¿Ópera? —replicó Martín, con un regusto arcilloso en la punta de la lengua. Ésa era una palabra casi sacrílega. —¡Pensé que íbamos a hacer el trabajo sobre Rush!
—A vos no te interesa más que La Villa Strangiato, Tommy —se defendió, cruzándose de brazos en un gesto que intentó ser tan serio que despertó una carcajada en Martín. —No podemos hacer una monografía sobre una canción, ¡y menos de una sin letra!
—¿Y para qué querés letra? —exclamó su amigo tras un largo suspiro. —Y, más importante, ¿desde cuándo te interesa la ópera? O la porquería clásica, para empezar.
Martín se dejó caer sobre el banco y, usando la cartuchera de almohada, se giró para mirar a Cito a los ojos. Su amigo rehuyó la mirada y, sin lograr parecer despreocupado, se limitó a copiar las consignas escritas en el pizarrón.
—Qué sé yo —dijo finalmente, soltando la birome—, para variar un poco. Ya escuchaste a la profe, hace bien.
—Pero yo ya encontré mi género, Cito. El rock progresivo me va muy bien. Vos mismo lo decís siempre: “¿quién podría pedir más?”
—¿Pero alguna vez te planteaste ir más allá, Tommy?
Para entonces ambos se habían recostado sobre los respaldos de las sillas y le hablaban al ventilador de techo sobre sus cabezas, con la decoración de Bariloche siempre a punto de salir volando por los aires. El Bob Esponja de bajo presupuesto que colgaba de una de las astas no le sacaría un ojo a nadie, pero al menos despertaría un par de risitas y quejas sobre los incompetentes que no habían conseguido pegarlo bien.
—¿No te interesa saber qué más tiene la música para ofre..?
—¿Pueden gritar más bajo? —chilló una de las amigas de Amanda, Teresa Waldmann, al otro lado del aula, en una vocecita tan aguda y molesta que Martín hizo chirriar los dientes.
—No —replicó Cito, sin la menor inflexión en la voz y una cara de piedra que hizo que la chica se diera la vuelta con una mueca de asco, negando con la cabeza para su grupo.
El muchacho, menudito y pequeño, se volteó hacia su compañero de banco y lo miró con tal seriedad que su amigo no pudo mantener la compostura. La mesa redonda de cinco de Amanda Grossi negó al unísono con la cabeza. Al otro lado del salón, María Vistarini murmuraba “unos idiotas” a sus dos compañeros mientras el único grupo de dos le impedía concentrarse.
—Sos un personaje, Cito —comentó Martín entre carcajadas, sujetándose el abdomen que le ardía de la risa. —¡Algún día tenés que estudiar teatro!
No había pasado medio minuto de su pequeña fiesta antes de que la profesora Pozzini les llamara la atención y los amenazase con una amonestación.
—Otra más —le susurró Cito a su amigo con un codazo.
En efecto, Martín Verdi no tenía una colección particularmente modesta de amonestaciones en su libreta de comunicaciones; no obstante, jamás se había quedado libre. Era un estudiante promedio —peligrosamente promedio como le repetían algunos preceptores—, pero estaba bastante orgulloso de haber pasado tres años consecutivos sin una sola materia en diciembre. Sus calificaciones no brillaban con más que seis o un siete que hacía las veces de muleta para salvar un cinco, pero no se hacía demasiados problemas. Juan “Cito” Pérez, por su parte, sí se los hacía, esforzándose por mantener una racha constante de nueves y dieces —con algún que otro desliz en ocho para, muy a su pesar, sentirse más humano. Era un estudiante modelo, pero no había ningún profesor allí para reconocérselo, pues era detestablemente parlanchín y con Verdi se potenciaban mutuamente. Sus padres nunca habían tenido que firmarle una amonestación, pero había recibido tantas —quizá incluso más— amenazas como su inseparable compañero de banco, con quien para el final de la primera semana de clases del primer año ya eran carne y uña y gritaban a todo pulmón desde el final del aula.
Suponían que la unión debía de haberse dado entre el primer y aterrador cuestionario de Geografía y las humillantes clases de Gimnasia en que habían quedado marcados de por vida como los peores jugadores del curso. El resto de su educación secundaria había sido una sucesión de chistes, música compartida, confidencias y una disputa eterna entre las editoriales de cómics Marvel y DC.
 
***
 
El accidente había ocurrido a la salida del colegio, en el interín entre las clases de la mañana y el contra turno de gimnasia. No hubo frenada, no hubo ruido, sólo un golpe sordo y un absoluto silencio quebrado por el atronador alarido de una chica al otro lado de la acera. Martín no alcanzó a gritar antes de paralizarse y entrar en shock histérico; Cito no tuvo tiempo de pensar en asustarse. Era bajito, demasiado bajito. El conductor del camión de “Fletes DR e Hijo” que lo atropelló no lo vio, sólo oyó el impacto de un cuerpo menudito contra la parrilla de su vehículo. Lo arrastró media cuadra antes de poder frenar y, para cuando finalmente saltó del camión, el chico estaba bañado en sangre.
El olor era penetrante y repulsivo; su amigo podía sentirlo incluso a la distancia, sin alcanzar a evitar que un pensamiento —«se meo no llego y le revento la»— se le entrecruzase en medio de las palabras que se habían desmembrado en caracteres irreconocibles e inconexos. Su mente estaba fragmentada y no alcanzaba a procesar lo que veía. Lo entendía —en un cierto grado de consciencia sabía que el pecho de su amigo no se volvería a inflar—, pero no lo comprendía. La palabra muerte simplemente no se armaba: las letras se negaban a unirse con la misma rebeldía con que sus ojos le nublaban la vista. Juan siempre estaba rojo: rojo de vergüenza, rojo de emoción, rojo de loquesea, pero ese era un tono diferente, un tono terrible que no quería ver y su cuerpo lo ayudaba a ocultar. Ni aunque efectivamente hubiese querido acercase hubiese podido. Sus piernas no le respondían y sus manos se agitaban convulsamente, arrastrando por el suelo y los aires la campera blanca que su amigo —«amigo del alma alma donde esta tu alma no»— le había pedido que le sostuviera mientras volvía a la escuela para hacer sus necesidades. En su mente se proyectó hueco el sonido del pis bañando un mingitorio y entonces fue consciente de que no había sonido a su alrededor. Miró en todas direcciones con sus ojos nublados —como los de su gato cuando una vez habían quedado atrapados por lagañas—: la gente se agitaba, sus rostros se desfiguraban en terror, las bocas se abrían y se cerraban, las cabezas se volteaban en asco; vio a la directora por segunda vez en su vida —la primera había sido en la ceremonia de ingreso al colegio—, corriendo y saltando los escalones de la entrada, casi cayendo a causa de sus tacos y su avanzar desbocado, y cómo la impresión había detenido a una de las amigas de Amanda Grossi en seco, obligándola a sujetarse de una pared para no desmoronarse. Martín, en cambio, estaba firmemente clavado al suelo, admirándolo todo con ceguera, absorbido por el vacío de sonido. No sentía que sus piernas fuesen a flaquear, estaban rígidas, —«a salvo»— seguras. El mundo giraba pero él estaba fijo en su sitio. El único pensamiento coherente que se formuló, como una nota mental, fue que cuando vuelva a casa voy a llenar el vacío, y que lo iba a hacer poniendo Xanadu a todo volumen, haciendo vibrar tanto las paredes de su habitación que se rajarían y...
—Muévase —le gritaron, desorientándolo y lanzándolo contra la fachada de un negocio.
La realidad recobró sus matices y pudo oír los gritos y los susurros por lo bajo; vio una ambulancia y al conductor que había atropellado a su mejor amigo exprimirse la cabeza en desesperación. Antes de que pudiera acabar de asimilarlo todo, la señora —«es una señora estas seguro»— arrojó una manta sobre su amigo. Para cuando una chica de tercero se le acercó para preguntarle qué había ocurrido, el mundo había vuelto a nublarse. Se desmayó a los pies de la muchachita asustada, sintiendo como la tensión de su cuerpo iba desvaneciéndose progresivamente, como el termómetro de la cocina en un día de invierno. Pero jamás aflojó la tenaza de la campera.
 
***
 
Como sucede en los sueños, Martín recuperó y perdió la consciencia en repetidas ocasiones a lo largo del día. Recordaba la patente de la ambulancia que se llevó a su amigo, gtm 871, y que una paramédica le había dicho que no se preocupase; tenía grabada la cara del profesor Costa al llegar tarde al club donde tenían las clases de gimnasia, pero dudaba si le había dicho o no el porqué de su tardanza —en su mente veía una expresión exasperada, por lo que dedujo que seguramente aquel hombre no se había enterado del accidente y había asumido que Pérez sencillamente faltaba otra clase seguida; en algún momento había metido un gol pero no recordaba el obligatorio festejo subsiguiente; no sabía si se había tomado el 131 o el 132 para volver a casa. Lo único de lo que estaba seguro era que no había puesto a reproducir ni Xanadu ni ninguna otra canción del disco A Farewell to Kings. Ni siquiera la primera parte de Cygnus X-1.
Su cabeza volvió a funcionar en forma coherente —o, al menos, ordenada— a partir del momento en que se dejó caer en la cama tras seleccionar Amazing Journey y dejar que el resto de Tommy continuase hasta conectarse con algún otro álbum de The Who en el reproductor. Lo importante era que ya no hubiera silencio.
Hecho un ovillo sobre el edredón negro, sintió frío. Era invierno y su habitación del segundo piso tenía abierta la ventana que daba al pasillo por donde sus vecinos ingresaban a sus casas y el gato se paseaba como si fuera el dueño. Pero no era eso. Incluso tenía puesta la campera blanca de Cito y se abrazaba a ella como un capitán al mástil de un barco perdido. Las lágrimas que se le resbalaban por la cara al ritmo de la música estaban calientes. Era algo más que no podía nombrar. Se preguntó si no sería la soledad y eso lo llevó a preguntarse con quién se sentaría al día siguiente. Se percató de que su compañero de banco había sido la única persona con la que realmente había hablado en sus seis años de secundaria y tuvo que contener un sonoro sollozo y taparse la boca para ahogar una idea —«estoy solo»— dolorosa.
No, se afirmó a sí mismo. Tenía amigos, no podía estar solo en su curso. Eran casi treinta personas, mierda. Cerró los párpados, negándose las lágrimas, y pensó, pero no le llegó ningún nombre amigo. Su división estaba constituida por tres grupos: mujeres coquetas, mujeres simplonas y los varones que no se hacían asco entre ellos. Sólo que él sí se hacía asco. Martín nunca se había interesado por las sociales, el girarse para charlar con Cito era un simple hábito, tan natural como respirar. ¿Y ahora? Recordaba cómo inhalar y exhalar, por más que se le hiciese dificultoso con un nudo en la garganta y los sollozos mucosos de por medio, pero ¿cómo se hacía amigos? ¿Cuándo se habían unido él y Cito en la hermandad que hasta el mediodía habían compartido? ¿Cómo podía todo haberse ido a la mierda tan rápido? Eran preguntas que no podía responder y que su mente le gritaba cada vez más fuerte, cada vez más cerca de sí mismo, reclamándole, recriminándole.
Se incorporó sobre la cama, haciendo a un lado la colcha en la que se había envuelto. ¿Recriminándole qué? Él había estado mirando las respuestas de la tarea de inglés, se suponía que su amigo sabía mirar a ambos lados de la calle. Martín lo sabía, pero Martín no lo sabía. Había oído un ruido —seguramente el camión—, pero estaba perdiendo su tiempo en consignas que no entendía y respuestas que su cabeza no sería capaz de dar nunca. Siempre al ras, siempre con seis. Cito lo había ayudado, había hecho hasta lo imposible para hacerlo pasar año tras año. No obstante, Cito ya no estaba, y si él hubiese levantado la mirada de los apuntes que iba a copiar, aunque fuera para agradecerle con algún insulto amistoso por su apoyo, por la mano que le había tendido todos esos años, quizá hubiese servido de algo. En cierto lugar de su mente sabía también que ésas eran patrañas, mentiras que se decía a sí mismo porque todos necesitamos un pequeño colapso nervioso, una micro neurosis y una depresión para sobrellevar un duelo. Y porque sabía que no necesitaba todo eso, que, en un oscuro, reprimido lugar de su mente, estaba bien, todo estaba bien. Sin embargo, ése era un lugar al que le tomaría mucho tiempo llegar. Mientras tanto, podía llorar en la privacidad de su cuarto, empapar el edredón entero con sus lágrimas si era necesario, desgarrarse la garganta a gritos intentando cantar lo que fuere que estuviera sonando de Tommy, encerrarse allí mismo y no comer, no tomar, no respirar, no nada hasta que su alma se purgase de los demonios que lo habían hecho detenerse en seco en lugar de correr a ayudar a su amigo muerto.
 
***
 
En algún momento se durmió —en cierto punto indistinguible las lágrimas y The Who quedaron absorbidos por el silencio.
Cuando despertó le dolía todo el cuerpo y la cabeza le latía con —«una bomba a punto de explotar»— fiereza. Ya no había luz que se colase por la ventana, sólo oscuridad. Cerró los ojos, dado que tenerlos abierto era inútil, y meditó si levantarse o no para buscar una aspirina. Decidió finalmente que no y se dio la vuelta, arrancando el edredón mojado y arrojándolo lejos. Estaba transpirando y se le habían pegado al cuerpo la chomba de la escuela y la campera. La campera. Era suave —«seda no nadie usa seda algodón idiota»— y olía a idiota. Se dijo que no podría referirse a Cito como idiota en público, puesto que los muertos se vuelven santos al pasar a mejor vida, pero en el fondo de su alma ambos sabían que era, al menos, un inepto. Un ingenuo. Y él también, así que estaba bien. Todo estaba bien. Nada estaba bien, y una punzada en las sienes se lo recordó. Lo mejor sería levantarse y buscar esa aspirina si pretendía seguir durmiendo.
Avanzó a tientas hasta llegar a la puerta y resistió el impulso de encender la luz. Lo dejaría ciego. Logró encontrar el picaporte y salió al recibidor. Sentada en el sofá, tiesa, su madre atendía el teléfono. Estaba de espaldas y su hijo pensó que no lo había oído; sin embargo, antes de que pudiese escapar, la mujer se dio la vuelta y escrutó al chico con ojos vidriosos, la cara roja y el peinado sesentista que tan cuidosamente armado llevaba cayéndosele de un costado. El contacto visual no duró más de un segundo antes de que Martín se escurriese hasta la cocina y sacase la caja de los medicamentos de la alacena sobre el lavaplatos. Revolvió a toda velocidad su contenido, temiendo que su madre cortara la llamada antes de que él pudiera volver a su habitación. No necesitaba ni quería contacto humano. Quería poner música a un volumen que hiciera vibrar su pieza entera y leer por vigesimoquinta vez la saga de Días del Futuro Pasado de su tomo recopilatorio de X-Men. Lo primero que encontró fue una tableta de ibupirac, que sin dudar un segundo bajó con un vaso de agua de la —«para qué mineral»— canilla. Mientras bebía, la ventana sobre la pileta de la cocina le devolvió el reflejo de una parte de su cara en forma de escudo, casi demasiado cuadrada y pequeña para lo largo de su cuello; sus ojos, inyectados en sangre, eran terriblemente comunes, marrón miel, ni siquiera llegaban a ser ámbar; tenía roja la nariz recta y casi puntiaguda, pero lo más llamativo en aquel momento era el contraste de sus cejas pobladas y su boquita de muñeca de porcelana que el vaso ocultaba. Se dijo que la imagen que se le proyectaba delante parecía la de un fantasma y, tragándose la sensación de vacío en el pecho que Cito llamaba “el alma cayéndose a los pies”, concluyó que era feo. Se rearmó el peinado improvisado que llevaba hacia un costado e intentó despegarse del vaso. Tenía que volver a su habitación y encerrarse antes de que su madre se sentase a hablarle de algo que no quería oír.
Atravesó el recibidor sin volverse hacia el sillón, sin detenerse a mirar a la señora que apretaba cada vez más el teléfono contra su oreja a medida que su oído se perdía en el shock. Un portazo la devolvió a sus cabales, y acabó de escuchar atentamente todos los mórbidos detalles que tenían para contarle mientras pensaba en cómo decirle a su hijo que su mejor amigo había muerto.
 
***
 
Martín encendió la luz y se sentó al escritorio. Movió el mouse hasta que el monitor respondió, enseñándole la pantalla del reproductor. La música se había detenido en el demo de Love Reign O’er Me, finalizando su edición especial de Quadrophenia. Era sólo un poco más raro que el disco de Dark Side of the Moon, única recomendación de Pink Floyd por parte de Cito. No estaba de humor para ninguno de los dos: lo que necesitaba era algo ruidoso y violento. No se le apareció ninguna banda en particular, sino un número: 2112. Buscó el archivo y le dio enter a la canción de Rush antes de que el Hombre y la Estrella se le apareciesen en la mente. Dejó que su habitación se aclimatara al sonido del viento de un futuro distópico y esperó a sincronizar con el primer golpe de la música para subir el volumen con violencia y se llenó de una ensordecedora Overture. Aquella era otra de las selecciones particulares de su amigo, se recordó con un dejo de amargura. Sintió los sollozos subirle por la garganta, pero tomó control de sí mismo y, concentrándose con los ojos cerrados y una mano presionando el pecho a través de la campera, se obligó a que la primera respiración entrecortada fuera la última. Le dolían los ojos y ya no quería llorar. La purga no se acababa por llorar hasta dormirse, lo sabía; por muy cómodo que fuese, no era la solución. No obstante, si se dejaba entrar en el pozo depresivo no creía ser capaz de salir.
—No fuiste a la escuela una semana entera porque se te murieron los jerbos —oyó decir a su amigo en su cabeza—, ¿cómo vas a sobrevivir a esto?
La pregunta reverberó en su cabeza, cada vez más acusadora. La alejó subiendo un poco más el volumen, haciendo a la música tan intensa que no lo dejara oír sus propios pensamientos. Se dejó llevar por los instrumentos que no podía identificar y por esa voz que chillaba incoherencias en un idioma en el que no podía resolver consignas y...
Martín abrió los ojos como platos. La tarea, aulló su mente. Se lanzó sobre la mochila, que había dejado a los pies de su cama, y comenzó a revolver las carpetas. ¿Había dejado tiradas las hojas que le había prestado? ¿Las había perdido para siempre? ¿Aprobaría el semestre de Inglés? Estaba empezando a perder el control. Cuando se percató de ello se obligó a soltar la mochila y respirar. Suspiró y sintió una línea de calor recorriéndole el rostro. ¿Era sudor o lágrimas? ¿Había a esas alturas diferencias? La secó y volvió a respirar, más hondo. Se sopló el pelo de la frente y acabó de desarmar el nido de caranchos que le coronaba la cabeza. Estaba perdiendo la chaveta por una estupidez; podía pedirle la tarea a alguien más. Después de todo, ¿no tenía a todo su curso en facebook? Estaba a un chat de distancia, se reafirmó, no hay porqué preocuparse. La situación estaba bajo control; todo estaba bien. Soltó una risotada histérica y volvió a meter las narices en la mochila, conteniendo la ansiedad, revolviendo con cuidado y detenimiento. Si hablaba con alguno iban o a acusarlo o a hablarle con tacto. Sería molesto e incómodo. ¿Para qué someterse a una inquisición o una farsa cuando, por más ido que hubiese estado durante el día, sabía que las respuestas estaban allí dentro? Tenían que estarlo.
Le tomó cinco minutos de sacar cosas, darlas vuelta, revisarlas de atrás hacia delante y de delante hacia atrás, sacudirlas y detenerse a respirar hasta encontrar la hoja. Como si nada hubiese ocurrido, como si aquel colapso nervioso no hubiese sido más que un olvidable desliz —como si aquel sudor frío que le recorría la espalda, obligándolo a tocarse las mangas de la campera para calmarse, para recomponerse, no estuviese allí—, se sentó al escritorio y terminó de pasarse las respuestas.
 
***
 
El llamado de la hermana de la señora Pérez fue innecesario. Martín había sabido que su amigo había muerto desde el momento en que oyó el impacto: la idea se había disparado quizá como continuación inconsciente del sonido del camión que había decidido ignorar mientras copiaba las respuestas. Sólo sirvió para que su madre entrara en su habitación a molestarlo, a intentar rodear con palabras suaves una noticia vieja —a intentar reducir lo más posible un hecho que era ineludible. Cito había fallecido y la madre de su mejor amigo se veía más rota que su compañero de banco de seis años.
—Bajá un poquito el volumen que tenemos que hablar —había dicho la señora Verdi desde el umbral de la puerta, con la voz quebradiza.
—Ya sé —replicó crípticamente su hijo.
—No creo que... —repuso su madre, pero no pudo acabar la frase antes de tener que taparse la boca para ahogar un sollozo.
—Lo vi, Ma —dijo Martín sin dejar de transcribir, sin siquiera voltearse. —No soy estúpido.
La mujer, abrumada por la situación, se había encogido y encorvado a la mitad de su tamaño. Avanzó con torpeza hasta la silla donde su hijo escribía maquinalmente y se esforzó por mantener la compostura. ¿Cómo tratar un tema semejante? ¿Cómo hacerlo con tacto?
—¿Es nueva la campera? —comentó su madre, acercando su manos temblorosas a los hombros de Martín.
—No la toques —ladró su hijo, dándose vuelta y asesinando con la mirada a su madre, clavándole puñales ámbar a los ojos verduzcos de la señora que a duras penas podía mantenerse en pie. —Nunca la toques.
—Perdoname, no quise... —se disculpó su madre, agitando la cabeza en disculpas, pero Martín ya no la estaba escuchando. Tragó saliva y dio unas respiraciones entrecortadas antes de obligarse a sí misma a continuar. —Nadie te culpa —escupió finalmente. —Fue un accidente.
No obtuvo respuesta, sólo un hueco suspirar de su hijo mientras terminaba las transcripciones.
—¿Querés ir con un... con un terapeuta? —le preguntó en una súplica.
—¿Cuándo es el velorio? —dijo Martín, mordiéndose el labio inferior para ahogar un sollozo.
—Es mañana, pero no es necesario que vayas si...
—¿A qué hora?
—A las doce y media, en la sala que está enfrente de la Biblioteca Argentina, pero...
—Dejame solo.
—Tincho, no...
La señora Verdi le acercó una mano a los hombros a su hijo, tanto para él como para ella misma. No era una situación para pasar solo. Quería ayudarlo, quería estar ahí para él. El oficio de madre valía entonces más que en cualquier otro momento. Tenía que apoyarlo, quería apoyarlo, quería hacerlo sentir seguro, abrazarlo y decirle que todo iba a estar bien, que se diese una ducha para aclararse la cabeza; podían sentarse a la mesa, al sofá, donde quisiera, ella le abriría una botella de gaseosa o le prepararía una chocolatada y hablarían: podía contarle lo que quisiera, lo que le hiciera sentir mejor. Y entonces ambos estarían mejor, entonces todo estaría mejor. Pero cometió la estupidez de tocar la campera.
—¡Te dije que no la tocaras! —vociferó su hijo con las facciones desfiguradas, arqueando la espalda como un animal atrapado. —¡Dejame solo! ¡No vuelvas a tocarle la campera! ¡nunca!
Estaba demasiado asustada como para reaccionar o siquiera para comprender que la campera no le pertenecía a su hijo, sólo atinó a quitar las manos de ese lugar en el que sus dedos eran profanos. Intentó calmarlo, pero de su boca sólo salieron balbuceos incoherentes. Estaba hecho una furia y bien sabía ella que lo único que podía calmar a su Tincho en aquel momento sería él mismo. La hizo a un lado y guardó en la mochila la carpeta que tenía en el escritorio. La miró con los ojos —«desorbitados»— rabiosos desde la cama antes de salir con un portazo con el morral al hombro. Su madre dejó escapar el sollozo que había estado ahorcando y volvió la vista al escritorio. Al borde, peligrosamente al borde de la madera plastificada, había una fotografía enmarcada de los mejores amigos que había visto en su vida, sonriendo en algún campamento escolar. La tomó en sus manos y no pudo evitar acariciar el recuerdo de Juan Pérez a través del cristal antes de dejarse caer en la silla y estallar en lágrimas, cubriéndose la cara para que ninguno de esos tiernos, inocentes, vivos muchachitos la viera.
 
***
 
Su casa quedaba en mitad del micro centro, con lo cual podía ir a, prácticamente, el lugar que quisiera. El reloj anunciaba las siete y, si bien el cielo comenzaba a cerrarse en noche, la cena no estaría a la mesa antes de las nueve y media. Tenía más de dos horas para serenarse y, a media cuadra del departamento de calle Mitre, la peatonal Córdoba para despejarse. Avanzó en dirección a la Plaza Pringles, haciendo la primera escala en la tienda de discos del Palace Garden. En el escaparate estaba el álbum Clockwork Angels de Rush, que él mismo le había encargado a la disquera. Iba a venir por él al día siguiente, con Cito, el más entusiasmado de los dos.
Iba —reverberó la voz sepulcral que lo torturaba.
Continuó su camino sin rumbo, sin destino definido. La peatonal estaba casi vacía, pero Martín no se percató. Su mundo era borroso a sus ojos, que volvían a estar cubiertos de lagañas. Ya no caían lágrimas, pero su cara seguía roja. No oía, pero eso era porque el mundo estaba silenciado. Sólo el ruido blanco de la música en sus oídos. Normalmente oía los instrumentos, siendo la parte vocal una molestia inentendible que sólo toleraba en el vocalista de Rush. El resto de los cantantes sólo gritaban cosas molestas. No negaba que Geddy Lee gritara a la hora de cantar, pero era diferente. El celular envió La Villa Strangiato a sus auriculares y Martín recordó cómo Cito le había regalado su disco de Hemispheres.
—Es un disco con canciones largas, y los discos con canciones largas son siempre buenos —le había dicho una mañana, en Geografía de segundo—, pero este no es para mí.
Aquel disco le había representado su iniciación en la música y lo había impactado irremediablemente. Se consideraba fanático de Rush, incluso a pesar de que tenía sólo aquel disco, 2112 y A Farewell to Kings, sólo los que Cito le había recomendado. El asunto era que Martín era, musicalmente, terriblemente vago.
—Me deben gustar la mitad de las bandas que existen en todo el mundo —había dicho en una ocasión—, pero eso nunca lo vamos a averiguar.
Su amigo lo había introducido al grueso de música que actualmente escuchaba y los videos musicales de MTV —cuando aún podía almorzar viendo los diez más pedidos— habían hecho el resto. Su celular tenía un poco de todo lo que hacía falta para recuperar su sanidad mental: Evanescense, Rush, The Who, Black Eyed Peas, The Ting Tings, No Doubt y The Pretenders,; hits, alguna que otra canción rebuscada, pero, esencialmente, lo que Cito le pasaba. Se preguntó si su catálogo musical seguiría creciendo o si moriría con lo poco que conocía. Cerró los ojos, pensando que lo mejor sería que los abriese antes de pisar algo desagradable, y evocó una enorme biblioteca con vinilos. ¿Cuántas eternidades le tomaría conocer todo eso?
—Cada persona tiene que conocer la mayor variedad de música para encontrarse a sí mismo en el género que más le pertenezca —le recordó la voz sepulcral de su amigo, haciendo una de sus pobres imitaciones de la profesora Pozzini.
Se detuvo en seco y miró a su alrededor al tiempo que Where is the Love? hacía un brillante efecto dramático a su alrededor. No tenía idea de sobre qué hablaba la canción, pero siempre le había transmitido una particular sensación de ansiedad que rayaba el terror. A un semáforo de la Plaza Pringles, se dijo que era el sonido de la desesperación. El trabajo. El primer borrador tenía que ser presentado al día siguiente y lo único que habían hecho había sido elegir ópera como tema. ¡Ópera! ¡No sabía ni mierda y media de ópera! Se dijo a sí mismo que de rock progresivo no sabía mucho más allá del hecho que le encantaba, y que tampoco podría hacer él solo un trabajo de... ¿cuál era la extensión mínima? Se agarró la maraña de pelo que se las había arreglado para hacer a un costado como era habitual; con ojos desorbitados, murmuró:
—Diez páginas. Estoy muerto.
Y entonces pensó en la sala velatoria y la ilación de pensamiento lo llevó a la Biblioteca Argentina. Pozzini lo asesinaría si el primer borrador era un copiar y pegar de Wikipedia, pero quizá fuese un poco más comprensiva si el contenido perteneciese a un libro físico. Miró el reloj. Siete y cuarto. Tenía dos horas para compensar el trabajo de una semana y volver a casa para la comida. Maldijo a Juan “Cito” Pérez y, quitando a los Black Eyed Peas de sus oídos, dejó que The Ting Tings lo acompañasen mientras adelantaba corriendo la Plaza Pringles al ritmo de Shut Up And Let Me Go.


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