La
Vita Strangiato — “Buenas Noches, Mein Froinds!”
—Cada persona siente la
música a su manera —había dicho la señorita Anastasi en una
clase de tercer grado, a una altura en la vida de sus alumnos en que
difícilmente podrían haber comprendido la gravedad de su frase.
—Y cada persona tiene
que conocer la mayor variedad de música para encontrarse a sí misma
en el género que más le pertenezca —había agregado la
profesora Pozzini hacía casi una semana, tras anunciar los trabajos
prácticos que contarían, básicamente, como la mitad de la nota del
semestre.
Los bancos se daban
vuelta, la gente se cambiaba de lugar y nadie se molestaba en
levantar las sillas —después de todo, era tanto más cómodo
simplemente arrastrarlas y aquel barullo era la música típica
de un aula— para formar grupos de dos, tres o cuatro personas.
Amanda Grossi atravesó el salón con su sonrisita afable —tan
falsa como su cara embarrada en maquillaje; Martín sencillamente se
giró. No había habido sorteo de qué género abarcaría cada grupo,
con lo cual su decisión ya estaba tomada: rock progresivo. No iba a
preguntarle a su compañero de banco si estaba de acuerdo —por
supuesto que lo estaba—, sino más bien si le parecía poner al
Hombre y la Estrella, insignia de Rush, en la carátula del trabajo.
—¿Te copa hacerlo de
ópera? —saltó Cito antes de que su amigo pudiera comunicarle sus
planes.
—¿Ópera?
—replicó Martín, con un regusto arcilloso en la punta de la
lengua. Ésa era una palabra casi sacrílega. —¡Pensé que íbamos
a hacer el trabajo sobre Rush!
—A vos no te interesa
más que La Villa Strangiato, Tommy —se defendió, cruzándose de
brazos en un gesto que intentó ser tan serio que despertó una
carcajada en Martín. —No podemos hacer una monografía sobre una
canción, ¡y menos de una sin letra!
—¿Y para qué querés
letra? —exclamó su amigo tras un largo suspiro. —Y, más
importante, ¿desde cuándo te interesa la ópera? O la porquería
clásica, para empezar.
Martín se dejó caer
sobre el banco y, usando la cartuchera de almohada, se giró para
mirar a Cito a los ojos. Su amigo rehuyó la mirada y, sin lograr
parecer despreocupado, se limitó a copiar las consignas escritas en
el pizarrón.
—Qué sé yo —dijo
finalmente, soltando la birome—, para variar un poco. Ya escuchaste
a la profe, hace bien.
—Pero yo ya encontré
mi género, Cito. El rock progresivo me va muy bien. Vos mismo lo
decís siempre: “¿quién podría pedir más?”
—¿Pero alguna vez te
planteaste ir más allá, Tommy?
Para entonces ambos se
habían recostado sobre los respaldos de las sillas y le hablaban al
ventilador de techo sobre sus cabezas, con la decoración de
Bariloche siempre a punto de salir volando por los aires. El Bob
Esponja de bajo presupuesto que colgaba de una de las astas no le
sacaría un ojo a nadie, pero al menos despertaría un par de risitas
y quejas sobre los incompetentes que no habían conseguido pegarlo
bien.
—¿No te interesa saber
qué más tiene la música para ofre..?
—¿Pueden gritar más
bajo? —chilló una de las amigas de Amanda, Teresa Waldmann, al
otro lado del aula, en una vocecita tan aguda y molesta que Martín
hizo chirriar los dientes.
—No —replicó Cito,
sin la menor inflexión en la voz y una cara de piedra que hizo que
la chica se diera la vuelta con una mueca de asco, negando con la
cabeza para su grupo.
El muchacho, menudito y
pequeño, se volteó hacia su compañero de banco y lo miró con tal
seriedad que su amigo no pudo mantener la compostura. La mesa redonda
de cinco de Amanda Grossi negó al unísono con la cabeza. Al otro
lado del salón, María Vistarini murmuraba “unos idiotas” a sus
dos compañeros mientras el único grupo de dos le impedía
concentrarse.
—Sos un personaje, Cito
—comentó Martín entre carcajadas, sujetándose el abdomen que le
ardía de la risa. —¡Algún día tenés que estudiar teatro!
No había pasado medio
minuto de su pequeña fiesta antes de que la profesora Pozzini les
llamara la atención y los amenazase con una amonestación.
—Otra más —le
susurró Cito a su amigo con un codazo.
En efecto, Martín Verdi
no tenía una colección particularmente modesta de amonestaciones en
su libreta de comunicaciones; no obstante, jamás se había quedado
libre. Era un estudiante promedio —peligrosamente promedio
como le repetían algunos preceptores—, pero estaba bastante
orgulloso de haber pasado tres años consecutivos sin una sola
materia en diciembre. Sus calificaciones no brillaban con más que
seis o un siete que hacía las veces de muleta para salvar un cinco,
pero no se hacía demasiados problemas. Juan “Cito” Pérez, por
su parte, sí se los hacía, esforzándose por mantener una racha
constante de nueves y dieces —con algún que otro desliz en ocho
para, muy a su pesar, sentirse más humano. Era un estudiante modelo,
pero no había ningún profesor allí para reconocérselo, pues era
detestablemente parlanchín y con Verdi se potenciaban mutuamente.
Sus padres nunca habían tenido que firmarle una amonestación, pero
había recibido tantas —quizá incluso más— amenazas como su
inseparable compañero de banco, con quien para el final de la
primera semana de clases del primer año ya eran carne y uña y
gritaban a todo pulmón desde el final del aula.
Suponían que la unión
debía de haberse dado entre el primer y aterrador cuestionario de
Geografía y las humillantes clases de Gimnasia en que habían
quedado marcados de por vida como los peores jugadores del curso. El
resto de su educación secundaria había sido una sucesión de
chistes, música compartida, confidencias y una disputa eterna entre
las editoriales de cómics Marvel y DC.
***
El accidente había
ocurrido a la salida del colegio, en el interín entre las clases de
la mañana y el contra turno de gimnasia. No hubo frenada, no hubo
ruido, sólo un golpe sordo y un absoluto silencio quebrado por el
atronador alarido de una chica al otro lado de la acera. Martín no
alcanzó a gritar antes de paralizarse y entrar en shock histérico;
Cito no tuvo tiempo de pensar en asustarse. Era bajito, demasiado
bajito. El conductor del camión de “Fletes
DR e Hijo” que lo atropelló no lo vio, sólo oyó el
impacto de un cuerpo menudito contra la parrilla de su vehículo. Lo
arrastró media cuadra antes de poder frenar y, para cuando
finalmente saltó del camión, el chico estaba bañado en sangre.
El olor era penetrante y
repulsivo; su amigo podía sentirlo incluso a la distancia, sin
alcanzar a evitar que un pensamiento —«se meo no llego y le
revento la»— se le entrecruzase en medio de las palabras que
se habían desmembrado en caracteres irreconocibles e inconexos. Su
mente estaba fragmentada y no alcanzaba a procesar lo que veía. Lo
entendía —en un cierto grado de consciencia sabía que el pecho de
su amigo no se volvería a inflar—, pero no lo comprendía.
La palabra muerte simplemente no se armaba: las letras se
negaban a unirse con la misma rebeldía con que sus ojos le nublaban
la vista. Juan siempre estaba rojo: rojo de vergüenza, rojo
de emoción, rojo de loquesea, pero ese era un tono diferente,
un tono terrible que no quería ver y su cuerpo lo ayudaba a ocultar.
Ni aunque efectivamente hubiese querido acercase hubiese podido. Sus
piernas no le respondían y sus manos se agitaban convulsamente,
arrastrando por el suelo y los aires la campera blanca que su amigo
—«amigo del alma alma donde esta tu alma no»— le había
pedido que le sostuviera mientras volvía a la escuela para hacer sus
necesidades. En su mente se proyectó hueco el sonido del pis bañando
un mingitorio y entonces fue consciente de que no había sonido a su
alrededor. Miró en todas direcciones con sus ojos nublados —como
los de su gato cuando una vez habían quedado atrapados por lagañas—:
la gente se agitaba, sus rostros se desfiguraban en terror, las bocas
se abrían y se cerraban, las cabezas se volteaban en asco; vio a la
directora por segunda vez en su vida —la primera había sido en la
ceremonia de ingreso al colegio—, corriendo y saltando los
escalones de la entrada, casi cayendo a causa de sus tacos y su
avanzar desbocado, y cómo la impresión había detenido a una de las
amigas de Amanda Grossi en seco, obligándola a sujetarse de una
pared para no desmoronarse. Martín, en cambio, estaba firmemente
clavado al suelo, admirándolo todo con ceguera, absorbido por el
vacío de sonido. No sentía que sus piernas fuesen a flaquear,
estaban rígidas, —«a salvo»— seguras. El mundo giraba
pero él estaba fijo en su sitio. El único pensamiento coherente que
se formuló, como una nota mental, fue que cuando vuelva a casa
voy a llenar el vacío, y que lo iba a hacer poniendo Xanadu
a todo volumen, haciendo vibrar tanto las paredes de su habitación
que se rajarían y...
—Muévase —le
gritaron, desorientándolo y lanzándolo contra la fachada de un
negocio.
La realidad recobró sus
matices y pudo oír los gritos y los susurros por lo bajo; vio una
ambulancia y al conductor que había atropellado a su mejor amigo
exprimirse la cabeza en desesperación. Antes de que pudiera acabar
de asimilarlo todo, la señora —«es una señora estas seguro»—
arrojó una manta sobre su amigo. Para cuando una chica de tercero se
le acercó para preguntarle qué había ocurrido, el mundo había
vuelto a nublarse. Se desmayó a los pies de la muchachita asustada,
sintiendo como la tensión de su cuerpo iba desvaneciéndose
progresivamente, como el termómetro de la cocina en un día de
invierno. Pero jamás aflojó la tenaza de la campera.
***
Como sucede en los
sueños, Martín recuperó y perdió la consciencia en repetidas
ocasiones a lo largo del día. Recordaba la patente de la ambulancia
que se llevó a su amigo, gtm
871, y que una paramédica le había dicho que no se preocupase;
tenía grabada la cara del profesor Costa al llegar tarde al club
donde tenían las clases de gimnasia, pero dudaba si le había dicho
o no el porqué de su tardanza —en su mente veía una expresión
exasperada, por lo que dedujo que seguramente aquel hombre no se
había enterado del accidente y había asumido que Pérez
sencillamente faltaba otra clase seguida; en algún momento había
metido un gol pero no recordaba el obligatorio festejo subsiguiente;
no sabía si se había tomado el 131 o el 132 para volver a casa. Lo
único de lo que estaba seguro era que no había puesto a reproducir
ni Xanadu ni ninguna otra canción del disco A Farewell to
Kings. Ni siquiera la primera parte de Cygnus X-1.
Su cabeza volvió a
funcionar en forma coherente —o, al menos, ordenada— a
partir del momento en que se dejó caer en la cama tras seleccionar
Amazing Journey y dejar que el resto de Tommy
continuase hasta conectarse con algún otro álbum de The Who en el
reproductor. Lo importante era que ya no hubiera silencio.
Hecho un ovillo sobre el
edredón negro, sintió frío. Era invierno y su habitación del
segundo piso tenía abierta la ventana que daba al pasillo por donde
sus vecinos ingresaban a sus casas y el gato se paseaba como si fuera
el dueño. Pero no era eso. Incluso tenía puesta la campera blanca
de Cito y se abrazaba a ella como un capitán al mástil de un barco
perdido. Las lágrimas que se le resbalaban por la cara al ritmo de
la música estaban calientes. Era algo más que no podía nombrar. Se
preguntó si no sería la soledad y eso lo llevó a preguntarse con
quién se sentaría al día siguiente. Se percató de que su
compañero de banco había sido la única persona con la que
realmente había hablado en sus seis años de secundaria y tuvo que
contener un sonoro sollozo y taparse la boca para ahogar una idea
—«estoy solo»— dolorosa.
No, se afirmó a
sí mismo. Tenía amigos, no podía estar solo en su curso. Eran casi
treinta personas, mierda. Cerró los párpados, negándose las
lágrimas, y pensó, pero no le llegó ningún nombre amigo. Su
división estaba constituida por tres grupos: mujeres coquetas,
mujeres simplonas y los varones que no se hacían asco entre ellos.
Sólo que él sí se hacía asco. Martín nunca se había interesado
por las sociales, el girarse para charlar con Cito era un simple
hábito, tan natural como respirar. ¿Y ahora? Recordaba cómo
inhalar y exhalar, por más que se le hiciese dificultoso con un nudo
en la garganta y los sollozos mucosos de por medio, pero ¿cómo se
hacía amigos? ¿Cuándo se habían unido él y Cito en la hermandad
que hasta el mediodía habían compartido? ¿Cómo podía todo
haberse ido a la mierda tan rápido? Eran preguntas que no podía
responder y que su mente le gritaba cada vez más fuerte, cada vez
más cerca de sí mismo, reclamándole, recriminándole.
Se incorporó sobre la
cama, haciendo a un lado la colcha en la que se había envuelto.
¿Recriminándole qué? Él había estado mirando las respuestas de
la tarea de inglés, se suponía que su amigo sabía mirar a ambos
lados de la calle. Martín lo sabía, pero Martín no lo
sabía. Había oído un ruido —seguramente el camión—, pero
estaba perdiendo su tiempo en consignas que no entendía y respuestas
que su cabeza no sería capaz de dar nunca. Siempre al ras, siempre
con seis. Cito lo había ayudado, había hecho hasta lo imposible
para hacerlo pasar año tras año. No obstante, Cito ya no estaba, y
si él hubiese levantado la mirada de los apuntes que iba a copiar,
aunque fuera para agradecerle con algún insulto amistoso por su
apoyo, por la mano que le había tendido todos esos años, quizá
hubiese servido de algo. En cierto lugar de su mente sabía también
que ésas eran patrañas, mentiras que se decía a sí mismo
porque todos necesitamos un pequeño colapso nervioso, una micro
neurosis y una depresión para sobrellevar un duelo. Y porque
sabía que no necesitaba todo eso, que, en un oscuro, reprimido lugar
de su mente, estaba bien, todo estaba bien. Sin
embargo, ése era un lugar al que le tomaría mucho tiempo llegar.
Mientras tanto, podía llorar en la privacidad de su cuarto, empapar
el edredón entero con sus lágrimas si era necesario, desgarrarse la
garganta a gritos intentando cantar lo que fuere que estuviera
sonando de Tommy, encerrarse allí mismo y no comer, no tomar,
no respirar, no nada hasta que su alma se purgase de los
demonios que lo habían hecho detenerse en seco en lugar de correr a
ayudar a su amigo muerto.
***
En algún momento se
durmió —en cierto punto indistinguible las lágrimas y The Who
quedaron absorbidos por el silencio.
Cuando despertó le dolía
todo el cuerpo y la cabeza le latía con —«una bomba a punto de
explotar»— fiereza. Ya no había luz que se colase por la
ventana, sólo oscuridad. Cerró los ojos, dado que tenerlos abierto
era inútil, y meditó si levantarse o no para buscar una aspirina.
Decidió finalmente que no y se dio la vuelta, arrancando el edredón
mojado y arrojándolo lejos. Estaba transpirando y se le habían
pegado al cuerpo la chomba de la escuela y la campera. La campera.
Era suave —«seda no nadie usa seda algodón idiota»— y
olía a idiota. Se dijo que no podría referirse a Cito como idiota
en público, puesto que los muertos se vuelven santos al pasar a
mejor vida, pero en el fondo de su alma ambos sabían que era, al
menos, un inepto. Un ingenuo. Y él también, así que estaba bien.
Todo estaba bien. Nada estaba bien, y una punzada en las sienes se lo
recordó. Lo mejor sería levantarse y buscar esa aspirina si
pretendía seguir durmiendo.
Avanzó a tientas hasta
llegar a la puerta y resistió el impulso de encender la luz. Lo
dejaría ciego. Logró encontrar el picaporte y salió al recibidor.
Sentada en el sofá, tiesa, su madre atendía el teléfono. Estaba de
espaldas y su hijo pensó que no lo había oído; sin embargo, antes
de que pudiese escapar, la mujer se dio la vuelta y escrutó al chico
con ojos vidriosos, la cara roja y el peinado sesentista que tan
cuidosamente armado llevaba cayéndosele de un costado. El contacto
visual no duró más de un segundo antes de que Martín se escurriese
hasta la cocina y sacase la caja de los medicamentos de la alacena
sobre el lavaplatos. Revolvió a toda velocidad su contenido,
temiendo que su madre cortara la llamada antes de que él pudiera
volver a su habitación. No necesitaba ni quería contacto humano.
Quería poner música a un volumen que hiciera vibrar su pieza entera
y leer por vigesimoquinta vez la saga de Días del Futuro Pasado
de su tomo recopilatorio de X-Men. Lo primero que encontró fue una
tableta de ibupirac, que sin dudar un segundo bajó con un vaso de
agua de la —«para qué mineral»— canilla. Mientras
bebía, la ventana sobre la pileta de la cocina le devolvió el
reflejo de una parte de su cara en forma de escudo, casi demasiado
cuadrada y pequeña para lo largo de su cuello; sus ojos, inyectados
en sangre, eran terriblemente comunes, marrón miel, ni siquiera
llegaban a ser ámbar; tenía roja la nariz recta y casi puntiaguda,
pero lo más llamativo en aquel momento era el contraste de sus cejas
pobladas y su boquita de muñeca de porcelana que el vaso ocultaba.
Se dijo que la imagen que se le proyectaba delante parecía la de un
fantasma y, tragándose la sensación de vacío en el pecho que Cito
llamaba “el alma cayéndose a los pies”, concluyó que era feo.
Se rearmó el peinado improvisado que llevaba hacia un costado e
intentó despegarse del vaso. Tenía que volver a su habitación y
encerrarse antes de que su madre se sentase a hablarle de algo que no
quería oír.
Atravesó el recibidor
sin volverse hacia el sillón, sin detenerse a mirar a la señora que
apretaba cada vez más el teléfono contra su oreja a medida que su
oído se perdía en el shock. Un portazo la devolvió a sus cabales,
y acabó de escuchar atentamente todos los mórbidos detalles que
tenían para contarle mientras pensaba en cómo decirle a su hijo que
su mejor amigo había muerto.
***
Martín encendió la luz
y se sentó al escritorio. Movió el mouse hasta que el monitor
respondió, enseñándole la pantalla del reproductor. La música se
había detenido en el demo de Love Reign O’er Me,
finalizando su edición especial de Quadrophenia. Era sólo un
poco más raro que el disco de Dark Side of the Moon, única
recomendación de Pink Floyd por parte de Cito. No estaba de humor
para ninguno de los dos: lo que necesitaba era algo ruidoso y
violento. No se le apareció ninguna banda en particular, sino un
número: 2112. Buscó el archivo y le dio enter a la canción
de Rush antes de que el Hombre y la Estrella se le apareciesen en la
mente. Dejó que su habitación se aclimatara al sonido del viento de
un futuro distópico y esperó a sincronizar con el primer golpe de
la música para subir el volumen con violencia y se llenó de una
ensordecedora Overture. Aquella era otra de las selecciones
particulares de su amigo, se recordó con un dejo de amargura. Sintió
los sollozos subirle por la garganta, pero tomó control de sí mismo
y, concentrándose con los ojos cerrados y una mano presionando el
pecho a través de la campera, se obligó a que la primera
respiración entrecortada fuera la última. Le dolían los ojos y ya
no quería llorar. La purga no se acababa por llorar hasta dormirse,
lo sabía; por muy cómodo que fuese, no era la solución. No
obstante, si se dejaba entrar en el pozo depresivo no creía ser
capaz de salir.
—No fuiste a la escuela
una semana entera porque se te murieron los jerbos —oyó decir a su
amigo en su cabeza—, ¿cómo vas a sobrevivir a esto?
La pregunta reverberó en
su cabeza, cada vez más acusadora. La alejó subiendo un poco más
el volumen, haciendo a la música tan intensa que no lo dejara oír
sus propios pensamientos. Se dejó llevar por los instrumentos que no
podía identificar y por esa voz que chillaba incoherencias en un
idioma en el que no podía resolver consignas y...
Martín abrió los ojos
como platos. La tarea, aulló su mente. Se lanzó sobre la
mochila, que había dejado a los pies de su cama, y comenzó a
revolver las carpetas. ¿Había dejado tiradas las hojas que le había
prestado? ¿Las había perdido para siempre? ¿Aprobaría el semestre
de Inglés? Estaba empezando a perder el control. Cuando se percató
de ello se obligó a soltar la mochila y respirar. Suspiró y sintió
una línea de calor recorriéndole el rostro. ¿Era sudor o lágrimas?
¿Había a esas alturas diferencias? La secó y volvió a respirar,
más hondo. Se sopló el pelo de la frente y acabó de desarmar el
nido de caranchos que le coronaba la cabeza. Estaba perdiendo la
chaveta por una estupidez; podía pedirle la tarea a alguien más.
Después de todo, ¿no tenía a todo su curso en facebook? Estaba a
un chat de distancia, se reafirmó, no hay porqué preocuparse.
La situación estaba bajo control; todo estaba bien. Soltó
una risotada histérica y volvió a meter las narices en la mochila,
conteniendo la ansiedad, revolviendo con cuidado y detenimiento. Si
hablaba con alguno iban o a acusarlo o a hablarle con tacto.
Sería molesto e incómodo. ¿Para qué someterse a una inquisición
o una farsa cuando, por más ido que hubiese estado durante el día,
sabía que las respuestas estaban allí dentro? Tenían que estarlo.
Le tomó cinco minutos de
sacar cosas, darlas vuelta, revisarlas de atrás hacia delante y de
delante hacia atrás, sacudirlas y detenerse a respirar hasta
encontrar la hoja. Como si nada hubiese ocurrido, como si aquel
colapso nervioso no hubiese sido más que un olvidable desliz —como
si aquel sudor frío que le recorría la espalda, obligándolo a
tocarse las mangas de la campera para calmarse, para recomponerse,
no estuviese allí—, se sentó al escritorio y terminó de pasarse
las respuestas.
***
El llamado de la hermana
de la señora Pérez fue innecesario. Martín había sabido que su
amigo había muerto desde el momento en que oyó el impacto: la idea
se había disparado quizá como continuación inconsciente del sonido
del camión que había decidido ignorar mientras copiaba las
respuestas. Sólo sirvió para que su madre entrara en su habitación
a molestarlo, a intentar rodear con palabras suaves una
noticia vieja —a intentar reducir lo más posible un hecho que era
ineludible. Cito había fallecido y la madre de su mejor amigo se
veía más rota que su compañero de banco de seis años.
—Bajá un poquito el
volumen que tenemos que hablar —había dicho la señora Verdi desde
el umbral de la puerta, con la voz quebradiza.
—Ya sé —replicó
crípticamente su hijo.
—No creo que... —repuso
su madre, pero no pudo acabar la frase antes de tener que taparse la
boca para ahogar un sollozo.
—Lo vi, Ma —dijo
Martín sin dejar de transcribir, sin siquiera voltearse. —No soy
estúpido.
La mujer, abrumada por la
situación, se había encogido y encorvado a la mitad de su tamaño.
Avanzó con torpeza hasta la silla donde su hijo escribía
maquinalmente y se esforzó por mantener la compostura. ¿Cómo
tratar un tema semejante? ¿Cómo hacerlo con tacto?
—¿Es nueva la campera?
—comentó su madre, acercando su manos temblorosas a los hombros de
Martín.
—No la toques —ladró
su hijo, dándose vuelta y asesinando con la mirada a su madre,
clavándole puñales ámbar a los ojos verduzcos de la señora que a
duras penas podía mantenerse en pie. —Nunca la toques.
—Perdoname, no quise...
—se disculpó su madre, agitando la cabeza en disculpas, pero
Martín ya no la estaba escuchando. Tragó saliva y dio unas
respiraciones entrecortadas antes de obligarse a sí misma a
continuar. —Nadie te culpa —escupió finalmente. —Fue un
accidente.
No obtuvo respuesta, sólo
un hueco suspirar de su hijo mientras terminaba las transcripciones.
—¿Querés ir con un...
con un terapeuta? —le preguntó en una súplica.
—¿Cuándo es el
velorio? —dijo Martín, mordiéndose el labio inferior para ahogar
un sollozo.
—Es mañana, pero no es
necesario que vayas si...
—¿A qué hora?
—A las doce y media, en
la sala que está enfrente de la Biblioteca Argentina, pero...
—Dejame solo.
—Tincho, no...
La señora Verdi le
acercó una mano a los hombros a su hijo, tanto para él como para
ella misma. No era una situación para pasar solo. Quería ayudarlo,
quería estar ahí para él. El oficio de madre valía entonces más
que en cualquier otro momento. Tenía que apoyarlo, quería
apoyarlo, quería hacerlo sentir seguro, abrazarlo y decirle que todo
iba a estar bien, que se diese una ducha para aclararse la
cabeza; podían sentarse a la mesa, al sofá, donde quisiera, ella le
abriría una botella de gaseosa o le prepararía una chocolatada y
hablarían: podía contarle lo que quisiera, lo que le hiciera sentir
mejor. Y entonces ambos estarían mejor, entonces todo estaría
mejor. Pero cometió la estupidez de tocar la campera.
—¡Te dije que no la
tocaras! —vociferó su hijo con las facciones desfiguradas,
arqueando la espalda como un animal atrapado. —¡Dejame solo! ¡No
vuelvas a tocarle la campera! ¡nunca!
Estaba demasiado asustada
como para reaccionar o siquiera para comprender que la campera no le
pertenecía a su hijo, sólo atinó a quitar las manos de ese lugar
en el que sus dedos eran profanos. Intentó calmarlo, pero de su boca
sólo salieron balbuceos incoherentes. Estaba hecho una furia y bien
sabía ella que lo único que podía calmar a su Tincho en aquel
momento sería él mismo. La hizo a un lado y guardó en la mochila
la carpeta que tenía en el escritorio. La miró con los ojos
—«desorbitados»— rabiosos desde la cama antes de salir
con un portazo con el morral al hombro. Su madre dejó escapar el
sollozo que había estado ahorcando y volvió la vista al escritorio.
Al borde, peligrosamente al borde de la madera plastificada,
había una fotografía enmarcada de los mejores amigos que había
visto en su vida, sonriendo en algún campamento escolar. La tomó en
sus manos y no pudo evitar acariciar el recuerdo de Juan Pérez a
través del cristal antes de dejarse caer en la silla y estallar en
lágrimas, cubriéndose la cara para que ninguno de esos tiernos,
inocentes, vivos muchachitos la viera.
***
Su casa quedaba en mitad
del micro centro, con lo cual podía ir a, prácticamente, el lugar
que quisiera. El reloj anunciaba las siete y, si bien el cielo
comenzaba a cerrarse en noche, la cena no estaría a la mesa antes de
las nueve y media. Tenía más de dos horas para serenarse y, a media
cuadra del departamento de calle Mitre, la peatonal Córdoba para
despejarse. Avanzó en dirección a la Plaza Pringles, haciendo la
primera escala en la tienda de discos del Palace Garden. En el
escaparate estaba el álbum Clockwork Angels de Rush, que él
mismo le había encargado a la disquera. Iba a venir por él al día
siguiente, con Cito, el más entusiasmado de los dos.
—Iba —reverberó
la voz sepulcral que lo torturaba.
Continuó su camino sin
rumbo, sin destino definido. La peatonal estaba casi vacía, pero
Martín no se percató. Su mundo era borroso a sus ojos, que volvían
a estar cubiertos de lagañas. Ya no caían lágrimas, pero su cara
seguía roja. No oía, pero eso era porque el mundo estaba
silenciado. Sólo el ruido blanco de la música en sus oídos.
Normalmente oía los instrumentos, siendo la parte vocal una molestia
inentendible que sólo toleraba en el vocalista de Rush. El resto de
los cantantes sólo gritaban cosas molestas. No negaba que Geddy Lee
gritara a la hora de cantar, pero era diferente. El celular envió La
Villa Strangiato a sus auriculares y Martín recordó cómo Cito
le había regalado su disco de Hemispheres.
—Es un disco con
canciones largas, y los discos con canciones largas son siempre
buenos —le había dicho una mañana, en Geografía de segundo—,
pero este no es para mí.
Aquel disco le había
representado su iniciación en la música y lo había impactado
irremediablemente. Se consideraba fanático de Rush, incluso a pesar
de que tenía sólo aquel disco, 2112 y A Farewell to Kings,
sólo los que Cito le había recomendado. El asunto era que Martín
era, musicalmente, terriblemente vago.
—Me deben gustar la
mitad de las bandas que existen en todo el mundo —había dicho en
una ocasión—, pero eso nunca lo vamos a averiguar.
Su amigo lo había
introducido al grueso de música que actualmente escuchaba y los
videos musicales de MTV —cuando aún podía almorzar viendo los
diez más pedidos— habían hecho el resto. Su celular tenía un
poco de todo lo que hacía falta para recuperar su sanidad mental:
Evanescense, Rush, The Who, Black Eyed Peas, The Ting Tings, No Doubt
y The Pretenders,; hits, alguna que otra canción rebuscada, pero,
esencialmente, lo que Cito le pasaba. Se preguntó si su catálogo
musical seguiría creciendo o si moriría con lo poco que conocía.
Cerró los ojos, pensando que lo mejor sería que los abriese antes
de pisar algo desagradable, y evocó una enorme biblioteca con
vinilos. ¿Cuántas eternidades le tomaría conocer todo eso?
—Cada persona tiene que
conocer la mayor variedad de música para encontrarse a sí mismo en
el género que más le pertenezca —le recordó la voz
sepulcral de su amigo, haciendo una de sus pobres imitaciones de la
profesora Pozzini.
Se detuvo en seco y miró
a su alrededor al tiempo que Where is the Love? hacía un
brillante efecto dramático a su alrededor. No tenía idea de sobre
qué hablaba la canción, pero siempre le había transmitido una
particular sensación de ansiedad que rayaba el terror. A un semáforo
de la Plaza Pringles, se dijo que era el sonido de la desesperación.
El trabajo. El primer borrador tenía que ser presentado al
día siguiente y lo único que habían hecho había sido elegir ópera
como tema. ¡Ópera! ¡No sabía ni mierda y media de ópera!
Se dijo a sí mismo que de rock progresivo no sabía mucho más allá
del hecho que le encantaba, y que tampoco podría hacer él solo un
trabajo de... ¿cuál era la extensión mínima? Se agarró la maraña
de pelo que se las había arreglado para hacer a un costado como era
habitual; con ojos desorbitados, murmuró:
—Diez páginas. Estoy
muerto.
Y entonces pensó en la
sala velatoria y la ilación de pensamiento lo llevó a la Biblioteca
Argentina. Pozzini lo asesinaría si el primer borrador era un copiar
y pegar de Wikipedia, pero quizá fuese un poco más comprensiva si
el contenido perteneciese a un libro físico. Miró el reloj. Siete y
cuarto. Tenía dos horas para compensar el trabajo de una semana y
volver a casa para la comida. Maldijo a Juan “Cito” Pérez y,
quitando a los Black Eyed Peas de sus oídos, dejó que The Ting
Tings lo acompañasen mientras adelantaba corriendo la Plaza Pringles
al ritmo de Shut Up And Let Me Go.
No hay comentarios:
Publicar un comentario