Llegar,
sentarme en el sillón, respirar para olvidar todo, recordar porqué
hacía eso todos los días, acostarme sumergiendo mi cabeza en las
pequeñas almohadas que -por alguna extraña razón- mi padre había
creído que quedarían bien allí y cerrar los ojos. Oscuridad por
todas partes, nada que pensar o hacer. Libertad por... Mmm... Apenas
5 preciados minutos. ¿Dormir? ¡No! Claro que no. Ya hubiera querido
yo que así fuera... Tenía demasiado que hacer como para permitirme
una siesta ¿o debería decir una noche de descanso? Después de todo
la medianoche se acercaba y una siesta sería más apropiada para la
tarde.
Abrir
los ojos, levantarme, gruñir y subir la escalera con mis brazos al
ras de los escalones y mis ojos agotados. Golpear tres veces la
puerta del cuarto de mis padres para que supieran que había llegado
a casa sana y salva -como si eso realmente les importara-, caminar
hasta mi cuarto, suspirar antes de entrar sabiendo que del otro lado
me esperaban cuentas, libros diarios y balances. Acomodar un poco, la
montaña de ropa que estaba en la silla pasaba a la cama y los libros
sobre el escritorio eran trasladados a la repisa. Sacar mi cuaderno
de mi bolso y buscar en los cajones mis cuadernillos de facultad.
Estudiar y adquirir conocimientos para impresionar, para evitar
miradas de desaprobación y para aprender con oscuras intenciones de
no aprender nada en realidad.
¡Rutina
de mierda! pensaba para mis adentros mientras me cuestionaba
porqué había accedido a ir a la universidad. No era un gran
misterio en realidad pero no podía evitar odiarme por haber cedido
-luego de años de escrupulosa resistencia- ante mi madre y sus
estúpidos caprichos.
-¡Tenés
que hacer algo con tu vida! -había gritado a mediados del año
pasado.
-Sabés
perfectamente que estoy trabajando. ¡Eso es hacer algo con mi vida!
-había contestado yo.
-¿Y
qué hay del futuro? ¿Cuáles son tus planes? ¿Acaso tenés alguna
mínima aspiración?
-¡Por
supuesto! ¡Largarme de aquí! Llevo años ahorrando para eso.
¿Estábamos
enojadas? Claro que no... Estábamos sedientas de guerra, estábamos
llena de bronca e ira. Nos odiábamos así como nos amábamos a
nuestra manera.
-No
podrás irte con ese mísero sueldo de bibliotecaria.
-Al
menos a mí me pagan por hacer algo que disfruto -sonreí llena de
gloria, la había herido y era consciente de ello.
-¡Sos
una desgraciada! ¡Conocés perfectamente la razón por la cual no
pude seguir estudiando! -refutó.
¡Claro
que la conocía! Desde que podía recordar ella me había dejado bien
en claro que yo había sido la culpable de su catástrofe. Había
quedado embarazada de mí a los 19 años de edad -cuando tendría que
haber tomado una pastilla o usar un preservativo para evitarlo- y yo
era a quien debían culpar de todo. Al fin y al cabo yo era sólo una
mala hija y ella una pobre madre desesperada, ¿cierto? Yo era un
monstruo y ella mi víctima.
-¡Podrías
haber vuelto! -no sería la primera persona en retomar sus estudios a
una edad mayor.
-¡Claro
que no! Tenía que cuidarte.
-No
creo que haya sido así. Creo que no tuviste los ovarios como para
volver y yo fui sólo una excusa.
Me
abofeteó.
¿Me
había pasado de la raya? Probablemente... pero no me importaba. Esa
discusión no sería distinta a todas las que ya habíamos tenido y a
las que tendríamos a futuro. Sí, nuestra relación era muy
predecible. Pelea por aquí, pelea por allá con un padre que no
hacía nada y un hermano -luego dos- a quien cuidar.
La
miré y la quise traspasar con mis ojos. La quise herir como ella lo
había hecho conmigo pero era muy cobarde como para golpearla y tanto
ella como yo lo sabíamos.
-¿Te
creés muy valiente por atacar a una chica de 19 años?
-No
pienso seguir con esta estúpida discusión. El año que viene más
te vale estar inscripta en una carrera o andá empacando.
-¿Querés
que estudie, que me forme como una profesional? ¡Entonces voy a
hacer realidad tu sueño de mierda! ¡Seré contadora para que veas
lo que vos nunca podrás ser!
Así
dicté mi sentencia y declaré por perdida la guerra. Por primera vez
en 12 años mi madre me había ganado y -aún peor- yo la había
dejado hacerlo.
Los
sentimientos se agolpaban en mi ser mientras las imágenes del pasado
volvían a mí. La despreciaba profundamente por haberme obligado a
empezar la facultad pero no podía quitarme la culpa que yo llevaba
por haber cedido. Ella había intentado obligarme y yo la había
dejado, eso era todo. Sí, me detestaba por eso -y todavía lo hago-.
Aún así debía reconocer que en el momento en que me condené fui
perfectamente consciente de lo que significaba. ¿Lo había hecho por
mí? ¿Para tener un futuro? ¿Para hacer algo? ¿Quería cambiar?
¿Ser mejor persona y contentar a mi madre? ¡Claro que no! Fue sólo
venganza. Quería que mi madre viera en mí todo lo que nunca podría
ver en ella y que me envidiara por eso. Demasiado cruel, lo admito,
pero el tormento en que ella había convertido mi vida justificaban
mi accionar. Si tenía que sacrificarme y convertir mis días en un
infierno de números y documentos legales estaba dispuesta a hacerlo.
Después de todo había ido al Superior de Comercio y siempre había
obtenido las mejores notas en Contabilidad.
Me
levanté con mi cara pegada a los apuntes y con las últimas palabras
escritas impregnadas en mi piel. Miré mi muñeca, eran las 6.43 de
la mañana. Si me apuraba hacía tiempo de bañarme y llegar a la
facultad unos minutos antes para poder comprar un desayuno en el bar.
Entré corriendo al baño y abrí la ducha, me limpié el cabello y
salí vistiendo lo primero que pude encontrar. Después de todo iba a
la facultad y no requería tanto arreglo. Lo único que merecía mi
tiempo de cuidado era mi pelo y mis ojos. Los dos mechones turquesa
que tenía requerían un tratamiento especial y mi cabello era
demasiado largo como para estar suelto. Desde que había cumplido 18
años lo tenía atado en una trenza y ese día las cosas no iban a
ser diferentes. Además, siempre delineaba mis ojos con una gruesa
línea negra que combinaba con el iris de color café oscuro.
Eran
las últimas clases antes de los finales puesto que las 3 materias
que cursaba eran cuatrimestrales. Ese día, en particular, me
esperaban ecuaciones y matrices. Matemática I era una de las
materias que más despreciaba -sólo por marcar una diferencia porque
en realidad odiaba a todas-. El tener buenas notas en algo no implica
necesariamente que a uno le guste. Podía sacar puros 10 en todos los
finales pero aún así odiar profundamente lo que hacía. Bueno, ese
era mi principal objetivo. ¿Masoquista? Quizás pero los resultados
me beneficiarían. “El fin justifica los mediolls”, dijeron
que dijo un señor que en realidad nunca lo dijo.
Salí
de mi casa -no sin antes saludar a Lira, mi gata atigrada- y me puse
mis auriculares. La música era la mejor compañía para caminar y yo
tenía bastantes cuadras por delante. Man On The Moon de Phillip Phillips fue la primera canción que invadió mis
oídos y me trasladó a un mundo solitario pero agradable y cómodo.
Lo que más apreciaba de mi vida -además de leer y dibujar, si es
que disponía de tiempo para hacerlo- era caminar. Recorrer grandes
distancias a pie, esforzarme por llegar a mi destino y sudar.
Extraño, ¿no? Había descubierto un nuevo significado para el
término transpiración: éxito y triunfo. Mi sudor era la prueba
fehaciente de mi esfuerzo y de mi victoria.
Las
palabras se dibujaban en mis oídos como suaves caricias -el inglés
siempre había sido uno de mis idiomas preferidos- y me invitaban a
danzar. Claro estaba nunca les hacía caso. Siempre había observado
aquella gente que se dejaba llevar por la música a tal punto de
estar en el colectivo cantando -y no precisamente entonando y
afinando como deberían- o bailando mientras sus pies los conducían
a sus destinos. No los desaprobaba -al fin y al cabo cada uno hace lo
que quiere con su vida- pero nunca los imitaría. ¿Quién podría
olvidar que hay personas a su alrededor y no notar que su sesión
privada de canto se había convertido en un concierto al cual la
audiencia estaba obligada a ir? Yo por supuesto que no. Como mucho
marcaría el pulso si estuviera en un colectivo pero como la mayoría
de mis viajes eran caminando esa oportunidad no se presentaba muy a
menudo.
Me
detuve unos instantes en la esquina de 3 de Febrero y Balcarce, en la
cuadra del Superior de Comercio. Quedaba en mi camino a la facultad y
usualmente me detenía a observar cómo los actuales estudiantes
ingresaban. Mis años en la secundaria no habían sido realmente los
mejores pero tampoco habían sido los peores. Había tenido dos o
tres “amigos” con los cuales me veía sólo para hacer trabajos
en equipo y con los cuales había dejado de verme por completo. ¿Eso
me entristecía? En lo más mínimo. La verdad es que de la misma
forma que yo los usaba para no sentirme tan sola ellos hacían lo
mismo conmigo así que no había un verdadero afecto detrás. Mis
otros compañeros eran una historia totalmente distinta. Para mí no
valía la pena intentar conocerlos porque siempre me evitaban e
ignoraban. ¿Acaso tenía que molestarme en interesarme en personas
que me habían rechazado como ellos lo hicieron? Sin siquiera
conocerme y prejuzgando todo a su paso. ¡No! ¡Claro que no! No
valían la pena y no merecían mi tiempo. Aún así los años de la
secundaria fueron más tranquilos que los que le sucedieron y eso
para mí era suficiente como para tener un buen recuerdo de la
escuela.
-¿Emma?
-una voz me distrajo y el temor se apoderó de mí.
Me
saqué los auriculares, busqué a quien me había llamado y vi los
ojos más cálidos y dulces que alguna vez en los años anteriores me
habían mirado con deseo y esperanza. Luca me miraba y dudaba si a
quien veía era en realidad su ex-alumna o una desconocida con la
cual la había confundido.
-Sí,
soy yo, Luca -confirmé-. Ahora estoy apurada porque tengo que ir a
cursar a la facultad.
-¡Esperá
un poco! -empecé a caminar pero no pude evitar detenerme ante sus
palabras, ante su afectuosa voz-. Cuando quieras podés venir a
visitarme y salimos a tomar algo. Tendríamos que actualizarnos, ¿no
te parece?
-Después
veo qué hago -alcancé a decir y seguí caminando con la música en
mis oídos.
En
todos esos años de pasar por el colegio nunca me había cruzado a
nadie que me importara o que al menos me reconociera. Luca había
sido el primero y no era la posición más cómoda. En el 4º año de
la secundaria había cursado música con un profesor recién
recibido, joven y totalmente inexperto. Luca era ese profesor. Apenas
tenía 27 años cuando nos conocimos y yo, siendo una estudiante de
17 años, no era la mejor opción -ni siquiera era una opción
válida-. Aún así siempre me motivó a entrenar mi voz, solía
decir que tenía un lindo tono pero que debía educarlo -claro estaba
nunca lo hice-. Jamás dejó de tener un trato especial conmigo pero
yo tampoco pensé que las cosas podrían ir más lejos.
Una
tarde cuando estaba paseando pasé por la puerta del cine Monumental
y lo encontré. Me saludó y nos quedamos hablando. Al poco tiempo
-sin que siquiera me pudiera dar cuenta- me había invitado y
disfrutábamos de 500 Days With Summer. No nos besamos -eso
hubiera sido muy repentino y totalmente inapropiado- pero la última
mitad de la película la pasamos abrazados. ¿Qué sentí yo? La pasé
bien, no puedo negarlo. De hecho, fue una de las mejores tardes que
tuve en mi vida. Sin embargo, cuando todo terminó nos despedimos y
las cosas cambiaron. No era correcto así que seguimos como si nada
hubiera pasado.
No
puedo negar que algo había sentido por él pero las cosas no iban
tan bien en mi vida y formar una pareja no estaba en mis planes.
Verlo y sentir que dentro mío aún existían deseos de tener una
relación -de cualquier tipo- significaba mucho para mí. Al fin y al
cabo yo no estaba tan perdida como creía. No había dejado de sentir
y eso era algo que valía la pena en mí. Sonreí sola al recordar
los tiempos que había pasado con Luca. Vocalizaba, hacía los
ejercicios de respiración y cantaba el tema que había estado
preparando en la semana. Nunca me salían como debían porque -debo
reconocerlo- era muy vaga como para ensayar. Si bien cantar me
gustaba no estaba lo suficientemente comprometida con ese arte. Amaba
las clases porque las aprovechaba para pasar tiempo con él. Después
de todo, Luca había sido el único que había visto algo bueno en mí
y que me incentivaba a crecer.
Llegué
al salón con un café y unas medialunas en la mano mientras los
recuerdos invadían mi mente. Pude desayunar tranquila debido a que
el profesor se demoró y para cuando llegó a la clase yo ya estaba
lista para hacer todas las operaciones que Matemática I demandaba.
Cuando
terminó la clase fui corriendo a la que tenía a continuación:
Introducción a la Economía. Ya estaba una hora demorada porque se
me superponían las clases pero eso no era un problema. Lo cierto es
que seguía estando al día en todas las materias sin excepción.
Salí
totalmente agotada a eso de las 11 de la mañana. Entraba a trabajar
a las 3 de la tarde pero todavía tenía mucho que hacer. Pasé a
buscar a mi hermano por su escuela y fuimos a casa. Mi relación con
Tomás era muy buena. Es verdad que tener que cuidarlo me molestaba
porque me impedía hacer mis cosas pero él era un buen niño y no
merecía mi desprecio por las estupideces que hacía su mamá.
Llegamos.
Mi madre nos estaba esperando, como siempre.
-Mía
está durmiendo en la cuna, dale la mamadera a las 2 y hay unas
milanesas en la heladera. Tu papá viene a las 2.30 y que Tomi haga
su tarea. Cualquier cosa llamame -señaló mientras buscaba su abrigo
y su bolso.
-No
te preocupés, todo está bajo control -remarqué con bronca.
-No
sé qué te pasa pero tenés que hacer algo con esa actitud de mierda
-comentó y se fue.
-Ya
la escuchaste, Tom, andá a hacer la tarea mientras yo cocino.
Subí
a dejar mis cosas en mi habitación y aproveché para pasarme por el
cuarto de Mía. La hermosa y prometedora hija de 8 meses seguía
durmiendo. La cubrí con su frazada y bajé a ocuparme de la casa.
Cociné una milanesa de carne para Tomás y una de soja para mí
-desde hacía apenas dos meses había decidido ser vegetariana- e
hice un poco de puré para acompañar. Ayudé a mi hermano con la
tarea y apenas terminamos de comer le di de comer a Mía. Tomé mi
mochila y llevé a mi hermana al sum para escuchar un poco de música.
Puse un disco de vinilo de Baglieto y me quedé con ella en brazos
apenas unos minutos hasta que papá vino. Le dejé a la nena y me fui
a la biblioteca. Mi padre y yo nunca habíamos mantenido grandes
conversaciones. Él siempre venía cansado de su trabajo y
consideraba que dedicarme su tiempo era un desperdicio. No lo odiaba
por su actitud puesto que si él seguía con su vida y no me
estorbaba yo podía seguir con la mía.
Llegué
y saludé a Elías, otro bibliotecario que cubría el mismo turno que
yo y que se había convertido en un amigo, de hecho, el único que
tenía. Saludé a Rosa, la encargada de la mesa de entrada. Ella era
quien dirigía las cosas en la Biblioteca Argentina y Elías y yo
éramos quienes paseábamos por las estanterías o las mesas de
trabajo ayudando a quienes necesitaran nuestra ayuda. Ambos éramos
jóvenes y esa tarea no era muy difícil de realizar.
Pregunté
por Juan apenas llegué. Dijeron que no había ido y supuse que
estaría estudiando -aunque lo más probable era que estuviera
escuchando algunos de los musicales que él tanto amaba-. Juancito
era un joven de apenas 17 años con el cual había simpatizado
bastante incluso sin hablar demasiado con él. Quizás era eso lo que
permitía que nuestra “relación” fuera viable. El no hablar
mucho sobre nosotros lograba no ponerme en una situación incómoda y
evitar involucrarme emocionalmente con él -lo cual yo quería evitar
a toda costa-. Lo había visto por primera vez en una de sus visitas
a la biblioteca hacía unos cuantos meses atrás. Siempre que
disponía de tiempo se paseaba por las estanterías en busca de
libros que alimentaran su curiosidad. Un gran chico para su edad debo
reconocer -incluso sin haberlo conocido demasiado-.
Ese
día trabajaba hasta las 12 y quizás más tarde. Había una función
especial en la sala de lectura y debíamos ayudar con el arreglo y
con el desarreglo de las cosas. Los instrumentos, los parlantes, las
sillas y todo lo que fuera necesario. Más allá de eso no iba a ser
más que un jueves como cualquier otro. Aburrido, lleno de
obligaciones y estudio.
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