Pasado, presente, futuro. Tres caminos: una vida.

domingo, 15 de septiembre de 2013

3.03 - Martín

La Vita Strangiato“Strangiato Theme

Todo el pasillo del tercer piso —y parte de la población curiosa de los salones 15, 18 y 17— había atestiguado atentamente la confrontación y posterior enfrentamiento verbal entre un estudiante de quinto y una profesora de música; incluso en la preceptoría se habían acercado a la puerta para escuchar mejor. Habiéndose extendido la entrevista unos momentos más allá del último recreo, la profesora de la asignatura de la séptima y última hora —Historia— también acabaría por enterarse.
Para cuando Martín regresó al aula las caras ya se habían volteado al frente. No obstante, los comentarios —«m a l susurrados»— por lo bajo le confirmaban que la voz ya se había pasado. Le dirigió una mueca de disculpas a la profesora y atravesó el salón. Su nuevo compañero de banco —Bruno Stecchi, uno de los esbirros de María Vistarini— lo miraba con aire expectante, habiendo asumido que, de un día a otro y con sólo ocupar el lugar vacío de la izquierda, se había convertido en su confidente. Abrió con violencia sus ojos rasgados, comunicándole que ¡no podía esperar a que le contara! Se sentó, intentando —infructuosamente— disimular su desprecio. Dejó escapar un suspiro y recordó que en una sonrisa se invierten —«mu chos»— menos músculos que en una expresión de odio —aunque la primera serie de contracciones se le antojara tanto más dolorosa que la segunda. Optó, finalmente, por restregarse la cara con la mano. ¿Qué acababa de pasar?
—¿Qué pasó en el tercer piso? —preguntó Bruno emocionado, tras comprobar que Verdi no iba a escupirlo por las buenas.
—Una psicótica me abordó por algo que no entendí —dijo Martín a través de su mano, sin dejar de copiar los lineamientos para el examen de Historia que la profesora había escrito en el pizarrón.
—¿En serio? —exclamó su compañero en voz baja, con sus ojitos de cerdo asiático brillando a la expectativa de más.
—En serio —replicó Martín con sequedad, separándose de sus dedos y la hoja para hacer el esfuerzo de concentrarse en lo que acababa de transcribir.
La conversación acabó allí. No obstante, su compañero continuó echándole comentarios y miradas nerviosas y curiosas —como el resto de la clase desde lo que iba de la mañana. Quería creer que para el último módulo ya se habría acostumbrado a ser el foco de esa silenciosa atención, pero cada tanto una ojeada mal disfrazada llegaba a abrumarlo, al punto de descolocarlo de su rezago de realidad. Amanda Grossi no había intentando molestarlo ni hacerlo quedar en ridículo en ninguna clase e incluso sus amiguitas parecían algo desanimadas. Era como si la clase entera se hubiese puesto de acuerdo para desinflarse —como si aquella quietud fuera su retorcida forma de dar el pésame.
Ninguno de sus compañeros le había hablado de Cito directamente. Le dirigían sonrisas rotas, muecas tristes, cejas comprensivas, claro, pero nadie osaba abrir la boca. Mejor así, se dijo con amargura, entornando los ojos sobre el papel. Después de todo, ¿qué tenían para decir? No podían decir que alguna vez se hubiesen detenido a conocerlo. Con una mueca amarga y dejando las consignas nuevamente en el banco, se dijo que, claro, él tampoco lo conocía tanto como —hacía un fin de semana y una muerte horrible atrás— creía.
Queriendo sacudirse las ideas, sacudió la cabeza. Hasta la profesora, escudada detrás de su escritorio metálico y oxidado, lo trataba como si temiera que fuera a romperse —aunque no dejara de observarlo con una mirada ojerosa que no acababa de desprender empatía. Había lástima allí, claro, pero se dijo que no eran por —«juan»— Cito ni por él. Hizo bailar la birome entre sus dedos, preguntándose si los profesores no competirían por los mejores —«promedios»— alumnos y luego, por debajo de su consciencia, se aseguró que lo que aquella despreciable señora añoraba era, sencillamente, ya no poder cagarlo a pedos.
 
***
 
Era lunes, lo que significaba que tenía el espacio de una hora para correr a La Cantina, almorzar y volver a correr —esta vez en dirección al club donde se dictaba la clase de Educación Física. Ejecutó cada paso con solemnidad, en silencio.
Ninguno de sus compañeros iba al bar de la esquina de la escuela: todos preferían el popular local de comida rápida ubicado a cosa de siete cuadras, Hipertensión, donde se podía comer por más del doble de precio el triple de calorías y grasas saturadas. Se alegró de que su compañero de banco decidiera abandonarlo para escoltar a su dueña y acompañar al resto del curso en su peregrinación a aquel sucio tugurio del Glorioso Imperialismo. Él celebraba al sistema desde una silla —«la de siempre»— no atornillada al suelo, con la comida más frugal y económica que su bolsillo nada abultado pudiera encontrar.
Tenía demasiado en qué pensar como para poder sentir la soledad de comer en la mesa que había compartido con Cito por los últimos cinco años. Su mente oscilaba entre el recuerdo siempre presente de —«lafigurade»— Celeste, la pregunta de si quizás no debería haberle dado de comer a —«sucio gato»— General después de haber sido mordido a mitad de su desayuno, otra acerca de qué tema prepararía para la prueba de Historia y, finalmente, la profesora desquiciada que lo había atacado en la escuela. ¿Cómo era que todos sabían quién era y él, muy por el contrario, estaba siempre desorientado? La mujer había enrojecido al punto de que su cara y su pelo —«de loca debería internarse psiquiátrico»— revuelto habían estado a sólo un tono de diferencia. Entre gritos, había mascullado algo acerca de él y la amiga de Cito. El grueso del discurso se había perdido, no debido a sus cada vez más frecuentes nublamientos de cerebro, sino por cómo la profesora al hablar alternaba entre chillidos, gritos mascullados y resoplidos de algo que sonaba como un caballo muriendo lentamente —pero sin demasiados vocablos inteligibles. En efecto, las únicas palabras que había comprendido habían sido “Verdi” y “Celeste”, aunque la última la había pronunciado con una ch en lugar de la c normal —pero, claro, aquella señora no podía ser normal, tampoco.
En el transcurso entre limpiarse los restos de carlitos que habían quedado atrapados en su miserable bigotito de —«cuando fue la ultima vez»— semana y media y volver a pasar por la fachada de la escuela, una idea salió a la luz, tan cegadora como el sol quebrando las sombras nacientes de —«oh tan poe ti co»— pasado el mediodía. Había vuelto a Celeste y el chiste de “Mi Velorio”, pero la risa no se había desencadenado. Su expresión, en cambio, se había petrificado. La bibliotecaria, aulló su mente con tal fiereza que tuvo que voltearse para asegurarse de que nadie lo hubiese oído. Le había tomado los datos antes de darle el libro de —«aida aida celeste no cheleste aida— Verdi; había encontrado la hoja de partitura entre las páginas y se la había entregado a la bibliotecaria. ¿Podía ser que la profesora fuera la legítima dueña de ese pentagrama casi destruido?
 
***
 
Costa no hizo reparos en la delicada condición psíquica de Verdi. En su cabecita de troglodita —tanto peor que la de cualquier otro docente de su insufrible asignatura— no existía relación posible entre la muerte de un mejor amigo y correr y golpear pelotas. En cierto sentido, se hubiera dicho Martín en el caso de que algo más que su cuerpo le respondiera, había estado bien. Trotaba como si más allá de la vigésima vuelta lo esperase algo precioso y su puntería ciega había mutado hasta ser violentamente certera; tres compañeros —entre ellos el idiota de junto— habían sufrido las primeras paralíticas voluntarias de Tommy y el profesor había observado boquiabierto cómo convertía doce tantos sin el menor esfuerzo.
Era una máquina corriendo en automático, reflejos e instintos imponiéndose sobre una mente que se había apagado, los párpados bañados en sudor abriéndose para que sus ojos vieran sin ver. El pelo se le pegaba a la frente y se lo corría a un costado a intervalos regulares. Los músculos no le latían, vibraban. No hablaba: gruñía y hacía señas con los brazos. Por el espacio de ochenta minutos, no había articulado pensamiento consciente alguno —sólo un par de imágenes habían desfilado, translúcidas y transparentes a la vez, ante su mirada vacua; canciones se habían reproducido en aleatorio, a través de un sonido hueco.
Al terminar la hora, el silbato del profesor lo despertó del trance y de un golpe en las —«basket bol a»— costillas fue consciente del cansancio y de su cuerpo, que le colgaba del cuello como un —«fiambre»— peso —«como vos»— muerto. Sacudió la cabeza, cubriendo el suelo de aún más gotas de sudor, e intentó enfocar —«que como cuando por-que donde»— su mente. Las duchas. Hizo una mueca al observar cómo sus compañeros desfilaban a la izquierda de la cancha en una masa deforme, adelantándose y alentándose al insultarse entre ellos. Se secó la frente con la campera que jamás se había quitado, recordando que, en una vida pasada, Cito y él se duchaban en el vestuario del ala de los viejos, en el edificio de la derecha, que correspondía al natatorio. A esas horas la clase de aquagym ya había finalizado y no quedaban más sacos de arrugas con pelo —«en to dos lugares posibles menos la cabeza»— cambiándose las desvergonzadas sungas por ropa interior seca. El lugar era enteramente de ellos. Era, se recordó con una especie de cólera sofocada mientras una gota de transpiración le bajaba la frente, atravesaba las cejas y lo golpeaba en el ojo.
De un momento a otro, un pensamiento lo hizo estremecer. Jamás había visto a otro hombre —«las pornos no cuentan»— desnudo. Cito, siempre acelerado, se adelantaba y, antes de que Martín pudiera conseguir quitarse la remera empapada, ya se había envuelto en una toalla y entrado en el último cubículo, haciendo malabares con la botella de champú y la jabonera. A él le tomaba una vida y media ducharse y, para cuando acababa, su amigo lo estaba esperando al otro lado de la puerta, seco y en su mundo musical de auriculares —con la vista ausente, ajeno a las fluctuaciones del universo conocido.
Mientras simplemente se quedaba allí, con la transpiración resbalándole por la mejilla —mezclándose con lo que, estaba seguro, podía ser una lágrima o dos—, otro recuerdo destelló en su memoria. Era del único año en que había estado en el equipo de natación, a los ocho. A la salida de su primera clase, con el cuerpo goteando sólo un poco más de lo que entonces mojaba la cancha, el nadador —«luis pedro juan no juan no manual manuel»— estrella se le había acercado. Era ancho de hombros y, a la derecha de los labios —conectando el área de la boca con sus cachetes abultados—, tenía una cicatriz en forma de ojo que lo observaba. Su piel opaca era la única que no brillaba con el agua y el sol. Tenía los dedos de los pies muy abiertos, como si temiera que fuera a formarse una membrana entre ellos, y los de su mano estaban cerrados en puños que se había clavado a la cintura. En retrospectiva, se veía ridículo, y su sunga naranja hacía de su figura algo casi hilarante, pero había aún allí un algo que le erizaba los pelos mojados de la nuca. Aquel chico goteaba autoridad y podía olerla con la misma claridad que a la canela.
—Te esperan las novatadas —reconstruyó su mente en lo que su padre solía llamar “idioma traducción”.
La palabra exacta se había perdido y agradeció al cielo por ello. Si se había ido, debía tener una buena razón. El chico, muy firme, alzándose sobre la última conejera, lo veía a los ojos y, sin perder el contacto visual, ladeaba la cabeza en dirección al umbral más allá del recinto de la pileta. A partir de allí empezaban una serie de —«la de la izquierda»— escaleras que acababan en los vestuarios, donde el resto de —«novatadas ne no te to bata pata pe das dad»— los chicos lo esperaban. Pero él sabía que había otro lugar donde cambiarse, uno que había encontrado por casualidad esa misma tarde, al que podía huir corriendo en la dirección contraria —uno que sabía que sólo él conocía; uno en el que no había nada de eso que no —«quería»— podía volver a decirse.
Dio un paso hacia delante.
Estaba en el último año y ya había pagado su derecho de piso para con su curso, pero de alguna manera no le cabían dudas de que, si se aventuraba en el vestuario de la izquierda, le aguardarían las novatadas. No quiso pensar pero lo hizo igualmente. Volvió a sacudir la cabeza, intentando hacer que las ideas a medio —«cua je ja ji jo ju arse»— formarse se soltaran. Sólo consiguió liberar un par de gotas de sudor más y, finalmente, se giró a la derecha.
 
***
 
Se bañó en relativa tranquilidad —sin poder dejar de echar miradas nerviosas sobre su hombro— y para las cuatro su cabello acabó de secarse con el viento ligero de la tarde. El sol ya había muerto y las nubes hacían un triste esfuerzo por ocupar su lugar en el abovedado sobre su cabeza. Las novatadas se habían ido de su mente, rezagadas a un par de compartimientos de distancia de donde la palabra originaria celebraba una pijamada eterna junto a todo lo que —«quiza»— jamás podría evocar. En sus pensamientos volvía a destacar la bibliotecaria: la sucia rata que le había causado problemas. Atravesó el Shopping del Siglo, entrando por la puerta de Rioja con cada fibra de su ser bajo el trance que había experimentado en Educación Física y saliendo por la de Córdoba hecho una furia plenamente consciente. Quería destriparla. En su mente, destriparla hizo eco, y al cabo de unos momentos —justo antes de cruzarse a la vereda de enfrente—, resonó como “tripa”, que, como una pala psíquica, acabó levantando una ilación oscurecida. Esa mujer había estado en —«mi»— el velorio. Conocía a Cito y, por cómo se estaban dando las cosas, seguramente mucho mejor que él, que tan descaradamente seguía ubicándose como su mejor amigo.
Pasó frente a la Plaza Pringles y, sin voltearse a ver Velatorios Allievi y su ominosa fachada, dejó atrás la calzada y dio cinco pasos por el pavimento. A fin de cuentas, ¿qué sabía de él, aparte de su nombre y que debía de ser el fanático número uno de las canciones 2112 y Pinball Wizard?
Decididamente ciego, no llegó a dar el sexto antes de ser embestido y oír una cacofonía de ruidos y alaridos que no llegaban a acabar antes de volver a comenzar, cada vez más fuertes. Todo dejó de ser durante un instante interminable y en su cabeza se proyectó la bocina que jamás había llegado a escuchar. De repente, perdido en aquel universo ciego, el abdomen, la rodilla y sus cuartos traseros comenzaron a gritar.
—¡Pelotudo! —chilló una voz de chica a una distancia indecible del lugar en el cordón donde había aterrizado. —¿No mirás por dónde...?
El grito —«histérico»— se detuvo en el preciso instante en que logró identificar la corta cabellera rubia. Los ojos de Celeste estaban antinaturalmente abiertos, uniéndose con su boca entreabierta en algo que estaba más allá de la estupefacción. Había entre sus gestos algo que alternaba, indeciso, entre el desprecio y la locura.
—¿No aprendiste nada de lo de Juan, pedazo de idiota? —le espetó, acusándolo con movimientos convulsos de sus brazos raspados, aún en el suelo.
—Creo que no —masculló Martín, casi inaudible, ayudándola a incorporarse.
Corriéndose el pelo detrás de las orejas, continuó insultándolo con un implacable dejo de preocupación bajo cada —«quiza no tan in justo»— adjetivo. Entre los dos levantaron la bicicleta, que se había llevado la menor parte del impacto. Por cómo le ardía la rodilla, estaba seguro que un hilo de sangre debía correrle bajo el jogging. La calza de la chica se había cortado en la pantorrilla, enseñando un pequeño corte enmarcado por un moretón.
—Listo —comunicó Celeste cuando finalmente logró bajar la patita, que se había quedado trabada. —¿Algo que decir en tu defensa o intercambiamos papeles de seguro antes de darte las que te merecés por ser tan estúpidamente imprudente?
Al cruzarse de brazos en uno de sus tantos gestos dramáticos, asegurándole así que —a pesar de los cortes, raspones y el hecho de que podrían haber muerto si hubiesen llegado a caer del lado de los autos y no de la calzada— todo estaba bien entre ellos, su camperita de jean se le corrió debajo y Martín alcanzó a leer parte del estampado de su remera.
—Aida —dijo, entornando los ojos.
—Así es —confirmó ella, soltando los brazos.
—No te veía como una chica de ópera.
Celeste soltó una carcajada al cielo.
—¿Ópera? ¿Yo? Jamás. Igualmente, esto no es de la ópera —se abrió la campera, revelando el estampado completo; sobre las letras, un logo extraño parecía describir a una mujer y un hombre en algo similar a un beso o un enfrentamiento. —Es del musical.
—No, Aida es una ópera —afirmó Martín, torciendo la cabeza y alzando las manos con vehemencia. —Estoy haciendo un trabajo sobre eso.
—Entonces no lo estás haciendo muy bien —terció Celeste, volviendo a cerrar la campera. —En el 2000 se hizo en Broadway, con música de Elton John. Lo vamos a presentar a fin de año. Juan estaba muy emocionado por eso.
Sus ojos se abrieron como platos. De repente todo comenzaba a cobrar alguna clase de sentido para Martín. Cito no podía haber simplemente saltado con la ópera porquesí. Allí tenía su razón: era también una comedia musical. Pero si jamás le había comentado que le interesaban las comedias musicales, ¿por qué arrastrarlo a un trabajo práctico casi al respecto? La ilación se enredó con la pregunta de quién era Elton John y, finalmente, ambas se dispersaron sin cerrarse. ¿Pensaba contarle todo en mitad de una tarde de estudio? Ya se interrogaría por eso después.
—Bueno, te dejo que estoy llegando tarde a La Forza—se montó a la bicicleta y, quitando su freno de mano, explicó: —Es el centro cultural donde hago comedias.
Le sonrió y, con un chasquido de la correa, retomó su pedalear. Antes de bajarse de la calzada trabó los pies y frenó. Se dio la vuelta, sacudiendo su carré rubio, y le preguntó, en un tono tan —«vacío»— inexpresivo que se le hizo sincero. Por primera vez, no estaba interpretando un personaje.
—¿Pensás mucho en el accidente?
Lo tomó por sorpresa. Las palabras se le escaparon y, no pudiendo encontrar otra respuesta, sacudió la cabeza en señal —«bastante»— afirmativa.
—Jugá al Tetris, dicen que disminuye los flashbacks.
Su cabello volvió a ondear y sus pies a pedalear. En algún momento que Martín no había alcanzado a percibir, Celeste se había puesto los auriculares y ahora cantaba a viva voz por Presidente Roca, rumbo a La Forza —donde fuera que eso estuviera.
 
***
 
Una vez Celeste se perdió en el horizonte tras doblar a la izquierda o a la derecha un número indistinguible de cuadras más allá del encontronazo, Martín no volvió la vista a la Biblioteca Argentina. Como si jamás hubiese tenido la intención de entrar, se dio la vuelta y bajó hasta llegar a San Luis. Los auriculares funcionaban como anestésicos para su cerebro; no podía oír sus ideas, lo cual era glorioso. Pasó Dorrego y en Balcarce volvió a Rioja. A media cuadra, como por inercia, se detuvo frente a un local que hacía al menos dos años estaba vacío, sucio y en alquiler. Había huecos en el techo allí donde, acorde a los recuerdos que empezaban a fluir, habían brillado fluorescentes. Más allá del frente vidriado ennegrecido por pintura y polvo, entornando los ojos casi pudo volver a ver los fichines. Sus labios formaron una palabra muda: Arcadia. En una melodía familiar, escuchó el susurro de la voz de Cito en su oreja a través y más allá de sus auriculares:
At the ballet.
Eso era lo que cantaba apenas entraban, bajito para que no llegase a oírlo —aunque seguramente a sabiendas de que lo hacía. Sintió un escalofrío recorriéndole la espalda y cerró los ojos con firmeza para que aquella sensación le embargara el cuerpo entero. Dio un suspiro quebrado y una lágrima le recorrió el rostro. No se atrevió a volver a abrirlos. En la oscuridad se estaba seguro. Allí las luces aún se encendían, las cosas aún vivían. En el extremo izquierdo, rodeado por todo el sector de juegos de carreras, Mortal Street, invitaba a que apretaras player one start a cambio de —«insert coin»— una ficha. Se trataba de un hack de, básicamente, todo juego de pelea desarrollado a lo largo de los años noventa; cuando jugaban, Cito luchaba siempre con el hijo bastardo de Yoshi y Martín con un experimento de laboratorio en que Ryu, Scorpion y Megaman se habían involucrado para pagar el alquiler de su cabina de juego. La mayor gracia no era la lucha en sí, sino quién lograba trabar primero el sistema y descubrir un nuevo insulto en alemán, detalle del dependiente.
En la otra punta, cerca del mostrador donde se cambiaba dinero de vida real por una existencia de vida virtual, estaba la vieja cabina de Tetris en la que sólo jugaban los padres cuyos hijos habían arrastrado hasta allí. Estaba seguro de que al momento del cierre —en algún momento en que, perdiendo su relativa la inocencia, habían dejado de ir— el récord seguía siendo el de su padre. Sus iniciales, LAV, junto a la fecha de nacimiento de su hijo, 199,697. Y a un lado del Tetris, la más preciada máquina de todo el lugar: el pinball de la película de Tommy. Se pegó al vidrio, como si, desde detrás del temblor de sus párpados, aún pudiera verlo a través de los años. Cito cantaba una versión ridículamente desafinada —pero tan terriblemente sentida— de Pinball Wizard y ambos reían, incluso cuando perdían la bola en jugadas idiotas. Cada tanto, el que no jugaba sacudía la máquina para ayudar al otro, asegurándose de llegar justo hasta la presión máxima antes de que el juego se trabase y empezara a gritar o el alemán los viera y empezase a gritar él. A pesar de la práctica, ninguno de los dos podía escapar de la categoría de pésimo, pero eso —de alguna manera— siempre había estado bien.
Sacó el celular y puso a reproducir el disco de Tommy entero, pero no alcanzó a acallar los recuerdos que lo atacaban. Esta vez no cerró los ojos, sino que los dejó abiertos, perdidos dentro del local abandonado. La música llegó a entonar con su memoria y el aleatorio lo llevó desde la Overture a —«sorpresa sorpresa»— Pinball Wizard. Pudo verlos a ambos allí, proyectados como una diapositiva sobre una tela vieja, jugando en un espacio donde el polvo desaparecía temporalmente, desternillándose de la risa, insultándose mutuamente cuando uno perdía y aún más fuerte cuando el otro ganaba, las semanadas gastadas en tardes tan breves que el tiempo no alcanzaba a medirlas —una dulce inocencia que ya no podía recobrar.
Se despegó del cristal y, con una sonrisa amarga, se dijo que, suponiendo que realmente quisiera acabar con aquellas regresiones tan —«violentas»— intensas, iba a necesitar unas buenas sentadas con el bendito Tetris. Suspiró y volvió a calle San Luis.

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