Pasado, presente, futuro. Tres caminos: una vida.

domingo, 13 de octubre de 2013

4.03 - Johanna

I will be chasing your starlight 
until the end of my life.

(Estaba llegando tarde. Tenía que tomar el turno de las 18 y ya eran las 17:50. Se había entretenido demasiado tiempo con sus instrumentos y ahora corría el riesgo de enfurecer a su jefe. Tenía al menos 15 minutos de viaje en colectivo y 5 minutos más de caminata. Tendría que tomar un taxi o podría perder el trabajo. Hoy era un día muy importante, <<demasiado importante>> diría Marián.
Se vistió a toda velocidad y revisó que tuviera todo en su mochila. Miró su reloj por última vez y se lo quitó para dejarlo sobre la mesa: no quería saber cuántos serían los minutos por los que perdería su trabajo (y su gran oportunidad).
Con la urgencia aflorando en sus ojos, salió a la calle. El día había sido muy primaveral y una brisa cálida acariciaba las mejillas de Jorge. A pesar del apuro, no pudo evitar que una sonrisa se le dibujara en el rostro al ver cómo el brillo anaranjado del sol, que ya estaba bajo, le otorgaba un color especial a todo lo que lo rodeaba.
Caminó hasta la esquina y tuvo la dicha de encontrar un taxi esperándolo:
-Buenas tardes. Al teatro El Círculo, por favor.
-Como usted diga, caballero- le respondió amablemente el conductor.- ¿Puedo preguntarle qué va a ver al teatro?
-Soy empleado del teatro. Normalmente no vemos las funciones pero hoy va a ser la excepción: una orquesta y elenco extranjero viene a presentar Aida y nos dejan verla desde bambalinas.
-¿Aida de Verdi?
-Así es.
-¡Qué gran noticia! Soy amante de las óperas, y, sobre todo, de las de Verdi- los ojos amaderados del taxista brillaron en el vidrio retrovisor-. ¿Quedarán entradas?
-No lo creo. Si no recuerdo mal, mi jefa me dijo que hoy era una función a teatro lleno.
-Oh, qué lástima. Es una pena que no me haya enterado antes- el auto dobló por Mendoza y la fachada del teatro asomó a los ojos de ambos-. Aquí estamos, señor.
-Espero no sonar invasivo pero, si me deja su teléfono, puedo mantenerlo al día sobre las funciones del teatro- le ofreció Jorge, percibiendo la sincera desilusión que había en el semblante de su interlocutor.
-Eso sería maravilloso. Ya mismo le anoto mi número. ¿Cuál es su nombre?
-Jorge Herrera, luthier y empleado de mantenimiento, a su servicio- le dijo, tendiéndole la mano.
-Marcos García, taxista y cantante de ópera amateur- el hombre le estrechó la mano con efusividad y le dió una tarjetita azul escrita con birome.
-¿Cuánto le debo?
-Nada, nada. Entre fanáticos de Verdi no existen deudas- contestó Marcos con una amplia sonrisa-. Disfrute de la función, amigo. Y cuando canten Celeste, acuérdese de mí. Es mi favorita.
-Gracias, Marcos. Un placer conocerlo.
Salió del taxi y se apuró hacia el teatro. Marián lo esperaba en el cuartito de limpieza.
-Ya creía que ibas a llegar tarde- le dijo, con una media sonrisa-. Pero llegaste a las 18 exactas.
-Tuve que tomarme un taxi para llegar a tiempo- aclaró, mientras se cambiaba la camisa por su chaqueta azul del uniforme-. ¿Juan llegó?
-Sí. Ya lo mandé a limpiar los sanitarios. A vos te toca limpiar la zona de plateas bajas. Acordate que van a estar ensayando, así que...
-...silencio extremo- completó Jorge, con una risita-. Lo sé, Marián, no te preocupes.
-Así me gusta, George- la mujer le dio una palmadita en el hombro-. La función empieza a las 21, así que 20:30 nos encontramos acá para ubicarnos en nuestros lugares.
-Perfecto. Nos vemos luego.
Sin perder tiempo, tomó sus elementos de limpieza y se dirigió a la zona de plateas. Ya estaba cerca cuando comenzó a oír cómo los músicos afinaban sus instrumentos. Sintió cómo la música le tiraba de los pies y apuró el paso, ansioso.
Al llegar a la sala, tuvo que contener el aliento para evitar que una exclamación de admiración se escapara de su boca. Iba al teatro casi todos los días, recorría sus pasillos y sus recovecos casi con los ojos cerrados pero la imponente grandeza de la sala aún lo dejaba perplejo. El rojo furioso del telón armonizaba perfectamente con los dorados refulgientes de las paredes y los profundos marrones de los pisos, y la explosión de color de la cúpula coronaba la gloriosa visión. Y, hoy, para llevar la maravilla al extremo, la normal quietud que Jorge experimentaba en su horario de trabajo se veía coloridamente interrumpida por la orquesta que ensayaba con alegría.
Casi en puntas de pie, comenzó a barrer entre las últimas filas de plateas mientras escuchaba cómo el director les hablaba a los músicos en un rápido alemán. Según le había dicho Juan, la orquesta venía desde Berlín y era reconocida mundialmente como unas de las mejores.
Unas risas retumbaron en la sala y pronto la música de Aida comenzó a escucharse. Jorge intentó seguir barriendo pero inevitablemente se vio cautivado por la maravilla que se desarrollaba frente a sus ojos. Le fascinaba ver cómo las manos de los músicos daban vida a esos objetos inanimados, cómo los arcos besaban con suavidad los violines y los cellos, cómo los vientos resonaban poderosos y cómo retumbaban incansablemente los tambores.
Sumergido en la dulzura de la música, un fulgor rojizo llamó su atención. La orquesta armonizaba maravillosamente pero había un violín que sonaba distinto a los otros. Había un impulso urgente en la manera en que aquella muchacha frotaba las cuerdas. El arco se movía con necesidad apremiante, con desesperación maníaca por llegar primero en una carrera inexistente. La joven que tocaba mantenía una expresión de completa abstracción y su extensa cabellera roja se sacudía al compás de sus movimientos.
Todo alrededor de aquella joven translucía misterio. Era una de esas personas que atraviesan la vida como un signo de pregunta, destilando cabos sueltos y secretos con cada paso, y de las cuales nadie nunca logra construir un retrato certero, porque sólo dejan traslucir pequeños retazos de su personalidad. Y, sin embargo, seguimos revoloteando a su alrededor, confiados de que algún día van  a iluminarnos su verdadero ser.
<<Debo conocer su nombre>> pensaba Jorge. <<Debo saber qué esconde>>
Con ese propósito en mente, siguió haciendo su trabajo sin descanso. Finalmente, a las 20 en punto, los músicos dejaron de tocar y Jorge se acercó disimuladamente a las primeras filas, justo enfrente de los violinistas. Podía escuchar cómo parloteaban sin entender nada de lo que decían y no pudo evitar sentirse impotente. ¿Cómo hablaría con aquella chica si no entendía ni una palabra de alemán? Su inglés era modesto pero podía no servir de nada...
Fue entonces que escuchó una melodiosa voz:
-¿Señor?
Levantó la vista con premura y se encontró con los ojos de la joven y de dos músicos más puestos sobre él. Sorprendido, sólo pudo asentir.
-¿Sabe usted dónde quedan los baños? ¿Por favor?- le preguntó ella, con un acento marcado.
Viendo la oportunidad que se le presentaba, murmuró con nerviosismo:
-Sí. Puedo conducirla hacia ellos, si usted desea.
Ella le sonrió amablemente y asintió. Jorge tomó sus elementos de limpieza sin dudar ni un segundo y le hizo señas para que lo siguiera. Podía sentir las miradas de los otros dos muchachos en su espalda y cómo murmuraban a toda velocidad.
Cuando salieron al pasillo, el murmullo de la sala fue reemplazado por un grueso silencio. Cómo él había sospechado, ella era muy reservada y, probablemente, su español sería muy limitado como para entablar una conversación ligera. Aún así, se decidió a hablar:
-Me gustó mucho escucharlos. Son muy talentosos.
La muchacha le sonrió pero persistió en su silencio y Jorge tuvo que esforzarse por seguir hablando:
-Yo me dedico a hacer instrumentos. Hago violines, sobre todo.
El verde de los ojos de la chica cobró vida al oír aquellas palabras. Una calidez desconocida se deslizó suavemente en el estómago de Jorge y supo que una barrera se había derribado entre ellos.
-Eso es genial- murmuró ella, con un poco de esfuerzo-. Amo los violines y la música, por supuesto.
-¿Quién hizo tu violín? Es de una madera muy particular.
-Mi Opa. Fue primero de mi padre y luego él me lo regaló a mí- contestó, alegremente-. Está hecho con la madera de un árbol del pueblito de mi Opa.
-Cuándo decís Opa, querés decir tu abuelo, ¿verdad?
La chica rió con dulzura y asintió.
-Mi alemán no es el mejor- se disculpó el joven, sonrojado.
-Mi español tampoco- le aseguró ella, sonriéndole-. Mi nombre es Caroline.
-Caroline... Yo soy Jorge- se presentó y le tendió una mano que ella estrechó con elegancia.
El silencio se apoderó de ellos nuevamente y pronto llegaron al final del pasillo.
-Esta puerta a nuestra derecha es la de los baños de damas- le indicó, caballeroso.
Caroline lo miró fijamente, casi con curiosidad, durante un segundo y luego asintió delicadamente. Una tensión casi palpable se extendió entre ellos, hasta que Jorge balbuceó:
-Éxitos esta noche. Estaré escuchando detrás de bambalinas...
-¿Bambalinas?
-Detrás del escenario.
-Pensaré en vos mientras toque- susurró ella y desapareció tras la puerta.
Jorge permaneció allí, clavado en el suelo. ¿Qué era aquella sensación de cálida familiaridad que palpitaba en su interior? Se sentía fuera de sí, dueño de un cuerpo extraño, ajeno. Lo único que le parecía propio era el latido apresurado de su corazón que retumbaba alegremente en su pecho.
Comenzó a caminar hacia el cuartito de limpieza porque sabía que ya era casi la hora de encontrarse con Marián y Juan pero no sentía realmente el piso bajo sus pies.
-¿Estás bien?- le preguntó su jefa al verlo entrar-. Estás algo colorado.
Jorge no pudo contener la risa. Se sentía como un púber que recién descubre la fuerza de los sentimientos amorosos.
-Sí, sólo estoy algo acalorado por el trabajo.
Marián lo miró con la duda tatuada en el rostro pero sonrió finalmente:
-Tomá un vaso de agua y cambiate entonces. Apenas llegue Juan, nos vamos a nuestros lugares.
Sin darle tiempo de seguir haciendo preguntas, Jorge fue hacia el pequeño baño de la derecha. Al mirarse en el espejo, no pudo menos que sorprenderse. El rostro que veía reflejado, con los ojos brillosos y las mejillas enarboladas, le parecía el de un extraño.
Se mojó el rostro con el agua de la canilla, tratando de apaciguar el rubor y acomodó su cabello oscuro con sus manos. Buscó la ropa en su mochila y se vistió en silencio, sin atreverse a mirar el espejo. Si antes le había parecido que era un extraño, no quería imaginarse lo que sería verse con saco y corbata.
-No puedo creerlo- dijo una voz masculina, cuando salió.
-No empieces, Juan- lo retó Jorge, riendo.
Su compañero de trabajo era también su mejor amigo. Jocoso y bromista, era el total opuesto de Jorge, que siempre se mantenía reservado y silencioso, pero las diferencias sólo habían acrecentado la química que había entre ellos.
-Vestido así, seguro que vas a enamorar a alguna de las alemanas de la orquesta- bromeó el muchacho, mientras acomodaba su corbata-. Aunque primero van a tener que superar el shock que les va a producir verme tan... sexy.
Marián y Jorge estallaron en risas. Juan era una persona capaz de alegrar cualquier ambiente con una simple broma y, por eso, era querido por casi todos los trabajadores del teatro.
-Vamos, apuestos muchachos. Tenemos que ir a ocupar nuestros lugares.
-Estás muy hermosa, Mari- la piropeó Juan, mientras caminaban-. ¿Tenés en vista a algún músico?
-Ja, natürlich.
-¿Ahora hablás alemán?
Así siguieron hasta llegar al pequeño lugar detrás del escenario que les habían asignado. Estaban elevados y podían ver a los músicos, vestidos de punta en blanco, que acomodaban sus instrumentos y hablaban en susurros entre ellos. Jorge buscó entre aquel mar de negro una cabellera roja pero Caroline no estaba sobre el escenario. Preocupado, dejó de atender la conversación de sus compañeros. ¿Le habría pasado algo?
Estaba por ir a buscarla cuando Caroline apareció sobre las tablas. Su resplandeciente cabello caía con gracia sobre su espalda desnuda y chocaba con el negro del hermoso vestido que traía puesto...)


Había vuelto a soñar con ella. El 4 de octubre de 1986 se había vuelto a colar en su mente y lo había atacado en su momento más débil. Creía haber olvidado lo deslumbrante que se veía Caroline aquel día y ahora se encontraba con que recordaba hasta el más ínfimo detalle.
La trampa era infalible: el silencio lo había adormecido y él, ingenuo, se había entregado al sueño casi con deseo, en busca de un escape. Pero no había forma de huir de aquello. Era una red asfixiante que lo dominaba y lo excedía. Había caído en ella aquella noche y ahora no podía desprenderse de los pegajosos recuerdos que se le enroscaban alrededor del alma.
Se levantó del sillón y fue hacia la biblioteca. En los dos primeros estantes había una cantidad interminable de CDs de música. Aquella colección era el orgullo de Johanna, que mantenía un índice alfabético clasificado según género y artista, y que cuidaba cada CD como si fuera una piedra preciosa.
Sabía que su hija se enojaría si tocaba sus preciados discos pero un deseo imperioso lo dominaba. Buscó la O y finalmente encontró la cajita que buscaba. Era una grabación de 27 años atrás, que él se había encargado de regalar a Johanna, junto con otros dos CDs de ópera.
El sol de la tarde se filtraba por la ventana del comedor, iluminando las fotos que reposaban sobre el mueble del enorme equipo de música. Aquellos cuadros contenían pequeños momentos de la vida de él y su hija: una Johanna bebé sonreía a una Johanna vestida con un pintorcito a cuadros violeta y juntos a ella, una Johanna media desdentada sostenía con orgullo su primera composición. Sin embargo, ninguna de aquellas fotos llamó su atención.
Sus ojos se posaron en la última de la fila. En ella, Johanna estaba sentada frente al piano, sumergida en alguna pieza musical. Era una foto de su último concierto antes de esa noche y Jorge podía divisar claramente las diferencias entre aquella Johanna y la Johanna que regresaría a casa en unas horas.
Había una luminosidad en sus ojos que hoy ya no existía. La opacidad apesadumbrada de su mirada actual y la rigidez acartonada de sus expresiones presentes contrastaban poderosamente con la ligereza y la suavidad de antaño. Incluso en la posición de sus manos se podía notar un cambio: en la foto sus dedos se notaban firmes y decididos, mientras que hoy sus manos recorrían el teclado casi con desgano y dubitación.
Y, empero, nada de aquello era lo que la foto tenía de magnético. Aquel momento congelado en el tiempo guardaba un tesoro incalculable, que tomaba nueva dimensión luego del perturbador sueño. Johanna se enfrentaba al piano con el mismo ímpetu que Jorge había visto hacía 27 años, en una mujer con el mismo cabello rojizo y los mismos ojos verdes. Había algo en la posición de su hija en aquella foto que le recordaba a la Caroline de su sueño y de su memoria.
Con el alma en vilo y el portarretrato en una mano, colocó el CD en el reproductor. Rápidamente, las notas de Aida inundaron la habitación y lo embargaron de emoción. La orquesta sonaba potente y las voces eran vigorosas, pero Jorge sólo tenía oídos para el lastimero llanto de un violín.
Cerró los ojos y sonrió al descubrir que recordaba con precisión el movimiento de las manos de Caroline en aquella pieza. Era casi como verla nuevamente, inmersa en su carrera contra el tiempo inexorable.
-El tiempo es mi peor enemigo- le había dicho una vez, luego de que él le confesara cómo se sentía al verla tocar.
Y él podía sentir esa desesperación en la música, podía casi palpar el terror que la cuenta regresiva de la vida producía en Caroline pero también podía sentir aquel miedo adentro suyo, desgarrado frente a aquella maravilla que lo obligaba a salir y decir 'sí, existo pero moriré'.
-Caroline...- murmuró al silencio, por el puro placer de escuchar ese melodioso nombre-. Si sólo pudiera regresar a aquella noche...
-¿Qué noche, papá?- dijo una voz a sus espaldas.

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