La
Vita Strangiato — “Monsters!”
Cargando. cargando.
Cargando.
¡CARGANDO!,
aulló la mente de Martín pasados siete segundos de la pantalla de
Windows. Le había tomado un día entero cargarse
del valor suficiente
para encender la notebook y ahora el aparatejo le devolvía la
gracia.
Se pasó la mano por la frente y
subió el volumen del teléfono. Overture/The Temples of Syrinx
terminó y The Body Electric comenzó a sonar,
ofreciéndole un pobre consuelo a su creciente desesperación.
Suspiró y cerró los ojos. No podía tardarse tanto. ¿Qué
clase de chiste enfermo le estaban jugando? ¿Era el debido karma por
robarle a un difunto? Cito le debía un par de tomos recopilatorios
del crossover de Marvel y DC de los noventa; se dijo que era un trato
casi justo, que su amigo quizá lo hubiera aprobado. Abrió los ojos,
inyectados en sangre, y los clavó como puñales en la pantalla. Con
el deslizar de una (nocion) idea, su mirada se quebró. O
quizá no, quizás...
La computadora chilló y apareció
el ícono de usuario. Martín tragó saliva. Los secretos de cinco
años de amistad lo esperaban tras un in(sulso)ocente “Juan”.
Inspiró hondo y clickeó. La hora de la verdad, se dijo en un
instante de vacío en el que se obligó a desviar la mirada. Se
detuvo en el Tetris portátil y puso su mente en blanco al volver a
la (realidad misma) pantalla. Durante un segundo instante de
vacío, se preguntó porqué no había sonado la música de inicio de
sesión. Antes de que pudiera responderse que aquel miserable ruidito
muy seguramente habría sido cubierto por la pared de sonido de Rush,
lo vio. Abrió con violencia los ojos y dejó escapar un (el
hijodeputa
le puso contraseña) gruñido animal que espantó a General, al
otro lado de la habitación. El gato se incorporó de un salto y huyó
a la cocina.
Martín tiró de la maraña en su
cabeza y clavó los codos en el escritorio de un golpe. Karma,
bufó en la oscuridad, resintiendo en los huesos su arranque de ira
—pero, se dijo, ninguna justicia divina cósmica universal iba a
hacerle sacarse un cinco en el avance del trabajo práctico. Comenzó
a tipear posibilidades. “2112” dio incorrecta. Probó escribirlo
con letras, luego con espacios. Intentó con “Rush”. Tampoco.
Lentamente, fue pasando lista de todo el repertorio de canciones que
conocía. Escribió “Tommy”, “Pinball Wizard”, el tracklist
de cada disco editado por Rush —incluso llegó a ingresar el nombre
del dependiente alemán de Arcadia—, pero nada. nada.
Pasados cinco minutos se obligó
a separarse de la notebook. No llegaría a ningún lado y quizá
llegara a bloquearla. Se arrastró hasta la cocina, haciendo las
cuentas de qué había probado y cuánto restaba por intentar. Se
sirvió agua de la canilla y se quedó apoyado sobre la pileta,
observando el (va ci o
cito)
suelo. Entrelazó los dedos alrededor del vaso y suspiró. ¿Qué
puta
palabra lo distanciaba de lo que
necesitaba
saber? Levantó la vista y acabó chocándola con General, que se
había subido a la mesada y se le aproximaba, sorteando el microondas
y los platos sucios que se suponía había lavado hacía dos horas.
El gato se detuvo a una cautelosa distancia del humano que no
reconocería como dueño, observándolo con detenimiento. Se miraron
a los ojos por un breve y a la vez infinito momento, ámbar chocando
con celeste en un duelo de voluntades del que General finalmente
desistió, optando por bajarse y volver a su escondrijo bajo el
sillón del living. Martín suspiró y se bebió el vaso de un único
sorbo antes de volver al cuarto. Dejó la cocina a dos minutos de las
seis y media.
***
Sacó su teléfono y volvió a
poner el disco de Clockwork
Angels. Necesitaba
música de fondo, pero tenía que tratarse de algo (fresco)
que pudiera oírse sin escucharse. Hizo tronar los dedos y al
instante reconoció su gesto como dramático.
Mejor así, necesitaba ponerse en
tema. A mitad de un
suspiro, otra (noción)
idea se disparó. Cito había
hecho comedias musicales, y eso había sido un secreto. Tenía
sentido que su contraseña estuviese relacionada. Sólo había un
problema: no conocía ninguna. Se alejó nuevamente de la notebook y
se presionó las sienes, condenando también (drama
tismo) aquella acción.
Hizo fuerza, se estrujó el cerebro. Grease, High School Musical,
¿Hairspray?
Escribió los títulos con
espacios, con puntos, guiones, números, pero nada.
Llegó The Wreckers
y, en un espejo deformado de la calma que le había transmitido hacía
poco menos de una hora, sintió la violenta necesidad de reventar
la computadora contra la pared, clavarle algo a la pantalla y
lentamente des(triparla)membrarla.
Algo hizo click y su expresión
pasó de la rabia a la perplejidad y luego a la gloria en un único
movimiento.
¡La bibliotecaria!,
aulló su mente en un grito de júbilo, conectándose con al menos
catorce otras ideas simultáneas. Antes de que pudiese efectivamente
recordar que no había llegado a destriparla,
la palabra Aida comenzó a destellar. Celeste le había dicho que,
además de ser una ópera, era una comedia
musical —y que Cito
había estado muy emocionado por actuarla. Era eso.
Se abalanzó sobre el teclado e introdujo la contraseña. nada.
Sin la mayúscula. nada.
Todo en mayúsculas. nada.
Con un 1 en lugar de la i. nada.
Se abstuvo de destruir la notebook, luchando con el sentimiento cada
vez más imperioso de hacerla volar por los aires. Cerró los ojos y
buscó serenarse. A pesar de lo fallido de sus últimos intentos,
tenía la creciente convicción
de que estaba por buen camino. Subió el volumen de la canción hasta
volverlo tan ensordecedor que la habitación entera comenzó a vibrar
y sus pensamientos dejaron de ser audibles. El vacío absoluto que lo
envolvía tomó la forma de un velo blanco que comenzó a cubrir toda
idea
posible; Martín lo aguardó con la mayor paciencia que hubiese
sentido nunca, pues sobre ese velo estaba (seguro)
la contraseña. Si su madre hubiese llegado en ese momento, no
hubiese podido oír sus gritos de que bajara el volumen. Llegó
nuevamente el estribillo y entonces eso
explotó y la respuesta atacó todos sus sentidos. Una llamarada de
sudor frío le recorrió la espalda al tiempo que las palabras se
dibujaban, temporalmente mudas. C(h)eleste
Aida. Y (nada)
tampoco. No obstante, con la
misma serenidad con la que había aguardado su primera revelación,
esperó a sentir la segunda. Quitó Aida. Celeste.
Le dedicó una sonrisa
desquiciada al cartel de “Iniciando...”. todo.
Se alejó de la mesa y volvió a
la cocina por otro vaso de agua. General lo observó con cierta
suspicacia, sorprendido por la manera en que el humano atravesaba el
living a zancadas y saltos. El gato arqueó la espalda y contrajo sus
orejas ante el giro que dio Martín, apoyándose sobre el respaldo
del sillón para finalmente salir rebotando hacia el umbral de la
cocina. Sus brillantes ojos azules dudaron. ¿Estaba (su dueño)
feliz?
***
Al primer paso se sintió seguro;
en el escritorio, enmarcado por un surtido de íconos de emuladores y
juegos viejos, una versión pixelada de la foto que les habían
tomado en el campamento le devolvía un par de sonrisas que hacía
tiempo habían dejado de existir. Sintió un suave (el alma a los
pies) revoltijo en el estómago, una curiosa sensación de vacío
que no llegó a incomodarle. Se dijo que, de alguna retorcida manera
y al otro lado de la vida, Cito le daba la bienvenida al entrar en
terreno desconocido. Les devolvió una mueca rota a los chicos de la
pantalla y se dispuso a encontrar lo que (necesitaba) buscaba.
Inició Facebook en un movimiento
cuasi reflejo. Había visto de refilón el ícono del navegador a un
lado de su mano izquierda extendida, tapando el bolso que, al otro
lado de la pantalla, reposaba junto a su cama. Sin ser enteramente
consciente de lo que acababa de hacer, comenzó con la tarea que se
había propuesto hacía tres días.
Abrió el explorador e inició la
búsqueda de documentos con las palabras clave “Aida”, “Verdi”,
“Música”, “Trabajo Práctico” y “Ópera”. Se levantó y,
bajando un poco el volumen de la música, suspiró. Se dedicó por un
momento a respirar, evitando mirar el monitor. No iba a tomarle más
de media hora combinar lo poco que tenía con lo que había compilado
su amigo antes de morir, ¿qué iba a hacer después? Pasó
(dramaticamente) la mirada por el suelo de su habitación,
cubierto de (la campera) ropa y papeles, y volvió a
encontrarse con General. El gato lo miró con recelo y saltó a su
cama. Martín le extendió la mano y el animal la olisqueó antes de
darle un mordisco gentil. Un pitido lo llamó antes de que pudiera
decidir devolverle un golpe gentil. La computadora había
encontrado algo.
Una carpeta con la música del
musical de Aida, otra con tres grabaciones diferentes de la ópera y
su libreto en español e italiano y, finalmente, una serie de
trabajos prácticos desde mediados de tercer año. Ordenó los
últimos resultados por fecha de modificación y el archivo saltó.
TP Musica AIDA.docx
Decidiendo que se encargaría más
tarde de compaginar todo, lo copió a una tarjeta de memoria y cerró
el explorador, revelando la ventana de Facebook. Tardó un poco más
de un minuto en notar que aquella no era su cuenta. Tenía
cuarentaisiete notificaciones y cuatro mensajes sin leer. A Martín
no solían llegarle más de siete notificaciones por semana y él
jamás chateaba con nadie —ni nadie con él. Pero lo que llegó a
descolocarlo fue, finalmente, la aparición de una persona particular
en el inicio.
“Celeste Stolz
compartió un enlace.”
Tenía al menos tres Celestes
como amigas —y no recordaba ninguno de sus apellidos—, pero
estaba seguro de que ésa en particular no era parte de sus
contactos. No había foto, sino una imagen en baja calidad de las
caretas de la comedia y la tragedia, pero supo al instante
quién era. Que el enlace en cuestión fuera un video del musical de
Aida sólo contribuía a confirmar su (conviccion) sospecha.
Antes de que acabara de
reaccionar, una ventana chat apareció.
“Kev Steller
que carajos ¿?”
En un instante (de vacio)
caótico, su mente hizo click y atinó a desconectar el chat. ¿Estaba
en la sesión de Cito? Claro que sí, se respondió con un golpe en
la frente. Era su notebook, su Facebook. Y al menos una
persona sabía que lo había invadido. Supuso que el tal Kev Steller
podía creer que la madre lo había abierto accidentalmente. Se
separó del escritorio y cambió la canción. ¿Cuántas
posibilidades había de que alguien sospechara que su mejor amigo
hubiese secuestrado la computadora? Volvió a la pantalla. Stolz. Lo
anotó en su celular: no iba a pasar la oportunidad de agregarla.
¿Para qué? Aún no lo sabía, pero estaba seguro de que no podía
ser mera casualidad que ella fuera la contraseña. Decidió
cerrar la ventana del navegador, pero no la sesión. En otro momento
investigaría —con algo más de cautela.
Volvió al escritorio y a la foto
que conocía bien. Más allá de las dos figuras sonrientes, la nada
misma. Lo único relativamente familiar era un ícono de Los Sims y
un par de emuladores, de Game Boy Advance y Sega Genesis.
¿Qué hacer? Había demasiado
por revisar, ¿cómo redescubrir a una persona a partir de los
archivos de su computadora? La música, se replicó en la oscuridad
de su cuarto. Coge las carpetas de comedias musicales y nos las
piramos, le susurró una traducción española desde algún lugar
de su torturada mente. Obedeció.
***
—¡Inaceptable! —sentenció
con ponzoña la profesora.
Ya habiendo pasado una semana del
accidente, Amanda Grossi se permitió una risita (no tan) por
lo bajo ante el comentario de Pozzini al devolverle a Martín el
informe de avance revisado. La vaina del trabajo —ahora
encarpetado, foliado y cuidadosamente tipeado en un formato que, a
juicio del chico, era todo menos “inaceptable”— resonó
al golpear en su banco. Bruno lo miró con nerviosismo en sus ojos
rasgados, anticipando lo que estaba a punto de ocurrir.
—Vas a tener que formar grupo
con algunos de tus compañeros.
Martín abrió la boca para
responder, pero se percató de lo inútil que sería aquello incluso
antes de formar un argumento decentemente (in)aceptable. Se
dijo que, muy seguramente, su avance no estaba del todo mal y que su
profesora sencillamente quería ponerlo en un grupo. ¿Buscaba
hacerle alguna clase de servicio de psicoterapia barata? Fuera como
fuera, parecía que él no tendría voz ni voto en el asunto, y la
mirada con la que la señora profesora —una mujer barrigona
paseándose por los límites entre su adultez y su vejez— barrió
el curso lo confirmó. Estaba buscándole acompañantes terapéuticos.
—¿Voluntarios?
Fernando Botardi quebró el
silencio con un suspiro y, sin dejar de masticar su chicle ni jugar
con el auricular que atravesaba el expansor de su oreja derecha,
levantó la mano. Pozzini asintió, intentando mitigar una expresión
de desprecio. Los hábitos de aquel chico la habían obligado a
tildarlo de indócil, pero estos habían resultado siempre
irritantemente silenciosos; muy a su pesar, no tenía qué
reprocharle —y mucho menos ahora. Al continuar su paseo por el
curso, no logró ver la mirada asesina que María Vistarini le echaba
a su compañero de banco en forma de cuchillas: una versión discreta
del golpe en las costillas que hubiera querido propinarle.
—¡Ustedes! —dijo entonces
Pozzini, señalando al grupo de Amanda Grossi. —¿No son un poco
muchas para un
solo grupo?
Las chicas se miraron entre sí,
intercambiando desesperación a través de capas de maquillaje y
expresiones exageradamente dramáticas. Ojos desorbitados se pasaban
a toda velocidad de una cara a la otra. Eran cinco y el máximo
cuatro: una habría de ser, inexorablemente, exiliada. Si aquel
instante hubiese sido lo suficientemente largo, habrían acercado las
manos al centro del conglomerado de bancos que habían formado y las
hubieran presionado entre ellas en un dulce y simbólico gesto de
“¡no voy a abandonarlas, chiquis!”. Sin embargo, a una de
ellas no se le habría de ocurrir semejante cosa —y su lideresa lo
sabía. La birome violeta tembló entre los dedos de Teresa y con la
mano libre comenzó a desarmar una de sus trenzas castañas. En un
único movimiento, preciso y calculado, Amanda le quitó el útil y
la miró con toda la profundidad de sus ojos verdes. A través de un
pensamiento atragantado, y con un vacío creciéndole en el pecho,
Teresa tuvo la certera noción de que esa tonalidad era la de
los charcos y los arroyuelos podridos.
—¿Quién va a sumarse a la
causa de su compañero?
Siguió otro instante, esta vez
eterno. Con los irises de su líder aún ardiendo sobre ella, la
chica interceptó la mano de una de sus amigas y levantó la
suya en su lugar.
—Yo —afirmó Teresa Waldmann,
condenándose, quizá, para siempre.
Los tres nuevos compañeros de
grupo se miraron entre sí a través del aula. Martín echó a girar
los ojos y la chica pudo, finalmente —con el vacío asentándose en
un revoltijo en el estómago—, desconectar los suyos de los de
Amanda. Fernando eligió ignorar la presión de María sobre sus
sienes y continuó jugando con el auricular y el expansor al tiempo
que garabateaba una serie de caracteres irreconocibles en su hoja.
***
Era poco más de la una y el
grupo almorzaba, en parcelas independientes, en Hipertensión. Teresa
comía su ensalada en silencio y evitando el contacto visual con sus
amigas, al tiempo que Fernando irritaba a María devorando su
hamburguesa doble con queso y dulce como si nada acabara de
ocurrir en el salón. Bruno intentó sacar temas de conversación,
iniciar una charla alegre, pero su amigo permaneció ajeno a todo lo
que no fuera su plato, que comía con una particular parsimonia.
—¿Quién se cree que es? —le
susurró María al oído a Bruno.
Hacia la una y media, sin poder
acabarse su comida a causa del revoltijo que le crecía en forma
proporcional a la rabia que Amanda destilaba de sus ojos, Teresa
decidió levantarse y tirar el contenido de su bandeja en uno de los
cestos. Le obsequió una sonrisita gentil a una de sus amigas,
que la devolvió otra aún más falsa y le abrió el paso. Tomó su
bolso y, aún sin mediar palabras, se alejó de la mesa.
—¿No tenés hambre? —le
preguntó Martín, sentado a la primera mesa del lugar, frente al
cesto elegido.
—Digamos que perdí el apetito
—replicó la chica con un suspiro.
Le dirigió una mueca que intentó
infructuosamente ocultar todo el revuelo mental que comenzaría a
producirle un dolor de cabeza en cosa de minutos, y se dio la vuelta,
encaminándose nuevamente a su mesa.
—Entonces todavía podés comer
papas —le aseguró Martín con una sonrisa afable que percibió que
su compañera necesitaba, quitando su mochila del asiento frente a
él.
Teresa se quedó perpleja. Torció
el cuerpo y esbozó una sonrisa torpe antes de sentarse. ¿Cuándo
había sido la última vez que, en lugar de guardar ella los lugares,
alguien le había ofrecido uno o, mucho mejor, papas fritas? Dejó su
bolso en el suelo y Martín bebió un sorbo de su gaseosa antes de
extenderle la caja de cartón. A través de un segundo intercambio de
sonrisas, algo hizo un click. Descubriendo que podía permitirse
olvidar la delicadeza, la chica tomó un puñado de papas, que
acabaron por ser interceptadas por Fernando antes de que pudiera
llevárselas a la boca.
—Gracias —dijo con la boca
llena, antes de sentarse junto a Teresa. —¿De qué hablaban?
—De nada, todavía —respondió
Martín mientras el chico se acercaba una silla.
—Bien, empiezo yo entonces:
¿cuándo y dónde?
—Cuándo y dónde, ¿qué?
—preguntó Teresa, recobrando su posición defensiva.
—La juntada. Tenemos que
empezar a trabajar y no pienso verlos en mi
fin de semana.
Martín calló y la chica abrió
la boca para responder. Fernando tomó otra (como si le
pertenecieran) papa y la ira subió por la garganta de Teresa
como un vómito incontrolable. Sin palabras, como ideas susurradas en
la oscuridad de su mente al borde del colapso, los primeros pasos de
su dolor de cabeza se iniciaron en un trote. Por unos (fatales)
momentos, había bajado la guardia y lo estaba pagando con intereses.
Sin acabar de pensarlo, se dijo que era karma por haberse rebelado
contra el orden natural de las cosas, por haber osado contrariar a
Amanda y el pozo de mierda en sus ojos.
—Hoy —sentenció, clavando su
mirada histérica en la expresión impasible de Fernando. —Termínense
las hamburguesas y vamos.
—¿A dónde? —replicó. —¿Vos
vivís por acá cerca? Porque yo...
—La Biblioteca Argentina
—interrumpió Martín con un dejo de autoridad que hizo callar a su
nuevo compañero por el breve, pero saludable, espacio de medio
minuto.
***
Su propuesta no había sido una
sugerencia, sino una orden terminante. Se había acabado su
hamburguesa con jamón y queso mientras Teresa consumía, lejos de
Fernando, lo que quedaba de sus papas. El chico había terminado en
tiempo récord su hamburguesa doble con queso y dulce, menú
existente únicamente en Hipertensión. Ninguno de los dos había
vuelto la mirada a sus respectivos grupos ni parecía tener
demasiadas intenciones de hacerlo. Habían salido por la puerta del
frente, evitando la salida del estacionamiento que hubiera implicado
(ami) encontrarse (maría) con (bruuuno)
indeseables.
A mitad de la discusión de sus
compañeros, algo había despertado la imagen de la computadora de
Cito y su contraseña. Celeste había dado paso a Aida y —sin
acabar de evocar a Stolz pero recordando la anotación mental de
enviarle una solicitud de amistad— a la partitura. La ilación
resucitada de destripar a la bibliotecaria volvió a hacerle
ruido y supo que debía actuar en consecuencia. Sin embargo,
no se le había pasado por la cabeza qué haría en concreto
hasta el momento en que llegaron a destino. Mientras pasaban las
escalinatas y atravesaban el patio-pasillo anterior al edificio,
Martín reflexionó. Que la mujer hubiera soltado la lengua ante la
profesora psicópata muy dudosamente podría haber sido legal.
Recordó la amenaza de la bibliotecaria: tres años de prisión por
dañar un libro. ¿Y cuántos por divulgar información privada y
personal a diestra y siniestra, entonces? Dejaron atrás la puerta
vidriada y pensó que quizá destripar no sería la decisión
más acertada. ¿Qué podía llegar a conseguir con algo de chantaje?
Pasaron al guardia que cabeceaba, pidiendo a los gritos mudos una
siesta, y se le ocurrió pedirle el historial de los libros sacados
por Cito en los últimos años —suponiendo que su amigo hubiese
frecuentado mucho la biblioteca, podría descubrir algo a partir de
sus lecturas, ¿no?
A metros de la mesa de entrada y
segundos del esperado encontronazo, se le ocurrió otra idea. ¿Cuánto
estaba ella dispuesta a dar?
—¿Qué andaban buscando?
—preguntó una señora relativamente
mayor, obsequiándoles una sonrisa afable.
El grupo se miró entre sí y,
tras una recapitulación silenciosa de lo decidido en el trayecto,
Teresa se adelantó.
—Estamos buscando libros sobre
ópera.
—¿Algo en particular?
—preguntó la señora sin despegar sus ojos de la base de datos que
corría en su computadora.
—Si tiene algo sobre Verdi o
Aida, mejor —agregó Martín.
Teresa se acomodó la trenza que
había desarmado en el salón; Fernando hizo muecas de impaciencia
mientras hacía girar como un péndulo al auricular que colgaba de su
expansor; Martín se cruzó de brazos, intentando no oír el torpe
golpeteo de las teclas.
—¡Presto! —exclamó
la mujer, y anotó unos números que les pasó en un papel. —Désenlo
a esa chica y ella se los busca.
Su brazo regordete se extendió
en dirección a la bibliotecaria, que Martín reconoció al instante.
Evidentemente, ella también. Los ojos de la chica se abrieron con
algo más allá de la sorpresa y, para disimular su expresión,
acomodó unos libros de texto de inglés en lo que pareció ser su
estación de trabajo. Teresa le entregó el papel con una sonrisa
(mecánica) cordial y la chica tuvo que leer los códigos al
menos tres veces.
—Por acá —indicó
finalmente, recobrando su postura.
Su paso era indiferente, pero
había algo allí —el quiebre y aparición de gestos mínimos—
que hacía ruido. Se movía como una mujer, al menos, preocupada.
Incluso así, Martín se dijo que no podía ser la misma mujer
que había querido intimidarlo una semana atrás. La bibliotecaria
revisó unas fichas y luego los condujo a la sala de lectura sin
mirar a ninguno a los ojos. Subió por unas escaleras y desapareció
entre volúmenes y volúmenes de gruesos e interminables textos.
Martín le indicó a sus compañeros que buscaran una mesa y les
entregó el avance desaprobado para que lo revisaran. Fernando le
quitó el trabajo de las manos a Teresa y se adelantó hacia una mesa
vacía. Recostándose sobre una columna, Tommy esbozó una sonrisa y
se cruzó de brazos. No serían acompañantes terapéuticos
calificados, pero su manera de pelearse lograba animarlo. La chica no
era mala, incluso parecía simpática, pero no acababa de ser
consciente de que no tenía nada que probar ahora que no respondía a
Amanda Grossi; el chico era un poco demasiado despreocupado e
independiente, aunque bastante cómico. Le recordó a Cito y en su
expresión se mezcló la amargura. Sólo que era un Juan Pérez medio
metro más alto y en mejor estado físico —y con un expansor.
Contuvo una risita. ¿Cuán ridículo se hubiese visto su amigo con
una de esas cosas en la oreja? Antes de que la imagen acabara de
formarse, una mano le tocó el hombro.
—Aquí tienen —dijo la
bibliotecaria en su recuperada inexpresividad; claro que él podía
ver perfectamente a través de esa fachada.
—Sé lo que hiciste —aseguró
Martín. —Es repugnante —la rigidez del rostro de la chica no se
inmutó. —Lo voy a contar.
Se afirmó con la mirada más
fría que fue capaz de dirigirle, deseando con todas sus fuerzas que
la bibliotecaria no empezara a cagársele de la risa, habiendo
reconocido que sus frases pertenecían a la carta de Alicia Oviedo en
Amas de Casa Desesperadas. Durante un instante, la tensión en el
aire se volvió tan espesa y palpable podría haber sido fácilmente
cortada con las hojas de los tomos que la chica llevaba firmemente en
sus manos.
—¿Qué querés? —escupió
finalmente la bibliotecaria, en una actitud tanto más agresiva que
la que, a juicio de Martín y dada su posición, le correspondía.
—Vos sabés inglés, ¿no?
—preguntó el chico, recordando los libros de texto.
—Sí, ¿por qué? —saboreó
cómo, con cada palabra, pequeñísimas, pero claves, fracturas
aparecían en su expresión; observó con delicia cómo la rabia de
la mujer que lo había amenazado con prisión hacía una semana
comenzaba a abrirse paso.
—Me vas a dar clases
particulares por tres meses y yo no digo nada.
Se produjo una breve batalla de
voluntades que Martín había ganado antes de comenzar. La
bibliotecaria tragó saliva y, extendiendo los libros que llevaba en
la mano, chasqueó la lengua.
—Está bien.
El chico no se molestó en
ocultar su sonrisa y, en una versión tanto más ligera de los
saltitos que había dado al descubrir la contraseña de Cito, se
dirigió hacia el escritorio que habían tomado sus compañeros en un
paso decididamente marchoso.
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