Pasado, presente, futuro. Tres caminos: una vida.

domingo, 3 de noviembre de 2013

5.02 - Johanna

La tensión entre su padre y ella se había endurecido con el correr de los días. Desde que lo había encontrado, de rodillas en suelo, extasiado en la escucha de su CD de Aida, él se había negado a darle ningún tipo de explicación y ella, como contraataque (o, mejor dicho, contra defensa), había permanecido en un rígido e inquebrantable silencio.
Las cenas y los almuerzos, antes momentos de distensión y diversión, se habían convertido en escenas de cine mudo, en las que ambos se esforzaban por mostrarle al otro que el mutismo nada les costaba, con la absurda esperanza de que esa demostración de fortaleza ablandara la resolución de su contrincante.
Así se habían sucedido los días, y, al contrario de lo que la actuación de Johanna pretendía mostrar, aquella brecha entre ambos sí la lastimaba. En los momentos compartidos, su expresión era imperturbable; pero, apenas se sabía sola, dejaba que el peso de su existencia la aplastara con toda su violencia.
Aunque intentaba convencerse de que era sólo una nueva herida que debía sumar a su colección, ella sabía que se enredaba dentro de su propio engaño. Ninguno de los golpes que había sufrido se había cicatrizado nunca. Estaban ahí, tan frescos y dolorosos como los recuerdos que se esforzaba por erradicar de su mente. Podía sentir todas y cada una de las espinas que el tiempo se había encargado de clavar en su piel. Podía sentir como, con cada nuevo sentimiento, con cada nueva esperanza, las puntas afiladas se enterraban aún más en su carne.
Y ella caminaba, andaba por las mismas veredas de todos los días, sintiendo que sus pasos nunca la llevaban a ningún otro lugar que no fuera el centro mismo de su dolor. Así avanzaba por las destrozadas veredas del centro, esforzándose por sostener la armadura que había construido,  creyendo, quizás con la desesperación de quien se sabe perdido, que todo cobraría sentido en algún mágico instante, que algún día las nubes desaparecían de su pasado y podría mirar claramente hacia algún futuro.
En medio de su andar errático, en la casa de música de calle Santa Fe, Johanna vio un atisbo de futuro: solemne, impertérrito, rodeado de lustrosas guitarras y electrónicos teclados, se erguía un reluciente piano de cola que ella reconoció al instante. Jamás hubiera podido confundir las teclas invertidas (negras con los sostenidos blancos), los pedales en forma de garra de león, el atril cobrizo con engarces plateados...
(-¿Y qué nota es esta?- le preguntó Jorge a la pequeña.
Johanna contó mentalmente la distancia entre la tecla que su padre le señalaba y la única que ella reconocía a simple vista y contestó:
-La.
-Así es, Jo. Y si unimos esta tecla, con esta y con esta de acá formamos...
Los ojos de la chiquita se entrecerraron, mostrando el evidente esfuerzo que la respuesta a aquella pregunta le implicaba.
-¿La menor?
-¡Muy bien!)
Sin dudar, entró al local. Había buscado aquel piano durante años y, a pesar de las evidentes particularidades que tenía, nunca supo quién había sido su comprador. Su padre había mantenido su habitual reserva frente al asunto, arguyendo que él nada había tenido que ver con la búsqueda y la posterior elección del nuevo dueño, pero ella, divisando un patrón que comenzaba a hacerse claro, sabía que mentía y que aquel hermoso instrumento, como tantas otras cosas de las que su padre se había apresurado a desprenderse, tenía una conexión con su madre.
Y ahora, cuando ella se sentía naufragar en la turbulenta y potente marea del tiempo, aquel piano aparecía frente a sus ojos, casi como si la hubiera estado esperando.
-Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarla?- le preguntó un vendedor, al verla entrar. El muchacho parecía tener casi su edad y había algo en sus facciones que le resultaba familiar.
-Hola- contestó Johanna, sorpresivamente nerviosa frente a ese rostro a la vez conocido y extraño-. Quisiera saber el precio del piano que tienen expuesto adelante.
-¿El de las teclas negras?
-Ese mismo.
Una sonrisa se dibujo el rostro del empleado.
-¿Lo conozco de algún lado?- inquirió ella, incapaz de esconder su curiosidad.
-Yo la conozco a usted, señorita. Fue profesora mía hace bastante tiempo y mi hermano menor es actual alumno suyo. Mi nombre es Daniel...
-... Müller. Sí, me acuerdo- repuso Johanna, con repentina amabilidad.
Daniel (“Dan”, como ella solía decirle) había sido su primer alumno de clases particulares. Él le llevaba dos años pero siempre se había sentido una anciana a su alrededor. Su personalidad derrochaba vitalidad y durante los meses en que ella fue su profesora, la carga de su dolor se había aliviado casi hasta desaparecer. Pero aquel descanso había durado poco: él había tomado una beca en una escuela en Europa y habían perdido el contacto.
Sin embargo, el tiempo y la distancia parecían no haber afectado el lazo que los había unido. Ella se había alejado de casi todo el mundo, había dejado que el resentimiento la dominara casi hasta convertirla en un monstruo y, aún así, ese muchacho, que ella se rehusaba a llamar hombre, había conseguido robarle la sonrisa más sincera que había esgrimido en mucho tiempo.
Daniel advirtió que la situación había confundido a su interlocutora y tomó el comando de la conversación:
-Volví de Amsterdam hace unas semanas. Y mi papá me ofreció trabajar acá, para no alejarme del ambiente...
-Es maravilloso verte de nuevo, Dan- murmuró Johanna, luego de ordenarse.
-Lo mismo digo, Johanna. Pero seguro que te estás muriendo de ganas de acercarte a aquella belleza- dijo él, señalando con la cabeza el piano.
Ella asintió y lo siguió en silencio, todavía asombrada por el encuentro. Daniel corrió varios instrumentos que interrumpían el paso y se sentó frente al teclado. Sin hacerse rogar, practicó una melodía sencilla.
-Esta hermosura nos llegó ayer. Es un piano único, al igual que su sonido.
El joven siguiendo hablando mientras tocaba pero Johanna solo tenía oídos para el particular sonido que se desprendía de aquellas cuerdas. Recordaba con precisión el suave golpeteo de las teclas, la casi imperceptible vibración de la madera oscura y, sobre todo, recordaba el olor a barniz que se desprendía cada vez que se levantaba la tapa de teclado.
Al ver la expresión de lejanía que había en los ojos de Johanna, Daniel cortó la charla y cambió de pieza: reemplazó la melodía infantil que estaba tocando por su canción favorita, y la primera obra que ella le había enseñado, cuatro años atrás.
Al reconocer la melodía, Johanna despertó de su ensoñación y se sentó junto a él, tal como hacía en sus clases; pronto, los dos pares de manos se encontraron en la melodía y sendas sonrisas dominaron los rostros de ambos. Cuando la canción llegó a su fin, Johanna se sentía rejuvenecida y, por primera vez en mucho tiempo pronunció estas palabras:
-Gracias, Dan.
-Tengo la impresión que esa sonrisa no veía la luz del... bueno, no del sol porque estamos adentro... la luz del fluorescente desde hace tiempo.
-Tenés razón. Vengo teniendo tiempos de mucha oscuridad.
Él la contempló con preocupación y Johanna deseó que el momento de alegría no tuviera que esfumarse, como ya lo estaba haciendo. Y una vez más, Daniel leyó sus pensamientos:
-¿No te gustaría darme clases de nuevo?
Una sincera sonrisa se extendió por su rostro y sintió que el futuro se aclaraba al contestar:
-Claro, pero que tiene que ser con este piano.

***

Cuatro horas más tarde se encontraba en su casa, sentada frente a su nuevo piano. Por tratarse de un piano usado y por conocer al hijo del dueño, Johanna logró que el precio disminuyera hasta llegar a ser muy accesible y ahora disfrutaba del sonido de aquel instrumento, que parecía salido de sus propios recuerdos.
Mientras completaban los papeles de la compra, había tenido la oportunidad de charlar con Daniel. Él le había contado de sus estudios en distintas academias europeas y, sobre todo, de su experiencia como pianista en una orquesta alemana. El brillo en los ojos de Daniel y la emoción que desbordaban sus palabras al hablar le habían contagiado un sentimiento de profunda esperanza que ella se esforzaba por calmar pero que, con cada nota que salía del piano, se incrementaba.
¿Realmente podría volver a la música? Daniel la había inundado de propuestas y ella no pudo evitar sentirse apabullada por la energía y vitalidad que él derrochaba. Sentía su interior colmado de futuro y no sabía qué hacer con él.
Y así, intimidada frente a su propia ambición, fue como Catalina la encontró.
-Jo, ¿estás bien?
Ella la miró, desconcertada. Había olvidado por completo que tenía clases aquella tarde:
-Perdoname, Caty. Vengo teniendo unos días muy extraños.
-¿Tan extraños como para ponerte a tocar ópera?- la chica sostenía las partituras de Aida que Johanna había olvidado guardar.
-Eso... no... Tenía que...
Su alumna abrió sus ojos acaramelados con sorpresa. Johanna parecía confundida y descentrada; una imagen que contrastaba con la liviandad y distancia que siempre solía mostrar.
-¿Querés contarme algo? Parece como si estuvieras al borde de una explosión.
Aquellas palabras terminaron de quebrar la debilitada fortaleza de Johanna y no pudo evitar que un torrente de palabras brotara de su boca. Le contó toda su historia, de principio a fin: habló de su madre, de su amor por la música, de Tomás, de su truncado debut, de su padre, del piano, de Daniel y, sobre todo, de su profunda soledad.
Catalina escuchó aquella confesión en silencio y con profunda atención. Sus ojos experimentaron distintas emociones a lo largo del relato, y con Johanna se acercó al final, el usual brillo de su mirada había sido reemplazado por una triste opacidad.
-Claro que no estás bien- dijo, cuando Johanna terminó-. La soledad termina destruyendo cualquier fortaleza. Te carcome, te domina.
-Gracias- murmuró Jo, por segunda vez en el día-. Lamento haberme olvidado de la clase de hoy. No preparé nada.
-No hay ningún problema. Podemos practicar alguna pieza de Aida...
Johanna esbozó una media sonrisa. Catalina había comprendido el valor que tenían aquellas partituras para ella, como tantas otras veces había entendido lo que la música era en su vida.
-Es una gran idea. Empecemos por leer acá- le indicó, señalando la hoja de Celesta Aida-. Quiero que hagamos énfasis en la dinámica de esta pieza, es importante saber le...
-¿Y estas fechas?- inquirió Catalina, al colocar la partitura en el atril-. ¿Las escribiste vos?
Johanna había olvidado ese detalle.
-No. Esa hoja se había perdido y una… amiga logró encontrarla. Y esas fechas ya estaban ahí.
-Es muy curioso… El 6 de octubre de 2010 fui a ver Aida al teatro. Tal vez la primera fecha sea del estreno de la ópera en Rosario. Sé que la noche que fui era la segunda vez que se presentaba…
Con la fuerza de un huracán, un presentimiento la dominó por completo. La imagen de su madre, de su padre arrodillado, la cara de aquel muchacho en la biblioteca, el rostro de Emma y la vista de la partitura sobre el piano se mezclaron en su mente. Por fin había encontrado una punta por dónde empezar a desenredar el ovillo de su vida.
-¿Estás bien? ¿Te dije algo que no querías escuchar?- quiso saber su alumna, tomándola del brazo-. Estás pálida.

-No, estoy bien. Sólo tengo que hablar con mi papá. Me va a tener que escuchar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario