Desperté
con el sol acariciando mi rostro y una pequeña brisa entrando por mi
ventana. Solía molestarme cuando la olvidaba abierta, puesto que
despertaba resfriada y enferma, pero
ese
día todo relucía y
una luz especial iluminaba mi cuarto.
Mi cuerpo estaba relajado y mis músculos habían descansado lo justo
y necesario en aquella cama que tantas noches de mierda había
presenciado. Ese lunes el día me sonreía y podía sentirlo -estaba
feliz-. Era
como uno de esos días en que todo me salía a la perfección -el
único en todo el año-. Me incorporé y me cambié; tenía un
parcial y no podía esperar a sacármelo de encima. Estaba
completamente segura de que me iría bien -¿cómo podía irme mal?-
ya que había estudiado toda la semana y estaba preparada para hacer
mi último esfuerzo y decirle adiós a Matemática I -al menos al
cursado-. Aún debía enfrentarme al final pero confiaba en mí, nada
podía fallar.
Me
arreglé y desayuné mientras repasaba un poco, no debía confiarme
demasiado porque me podía jugar en contra. Bien sabía yo que eso ya
me había pasado y no iba a permitir que ocurriera de nuevo. Sonreí
y observé a mi alrededor: la decoración de mi casa no era de mi
agrado pero sí adoraba tenerla sólo para mí. Rendía a las 8 y mis
padres ya se habían largado -habiendo dejado a mi hermano en el
colegio y
a Mía en lo de Estela-.
Estaba
absolutamente sola y eso me tranquilizaba, nadie me molestaría por
los pocos minutos que allí permanecería. No discutiría antes de ir
a cursar, no cambiaría pañales, no cocinaría el desayuno, no
calentaría la mamadera, no me enojaría... Sólo respiraría en paz
porque sabía que sólo yo habitaba la casa y que nadie podía
molestar. Los
problemas se alejaban y el silencio invadía la escena; en
cada habitación sólo había paz. Volví
a sonreír como una tonta y miré el reloj, debía marcharme para
llegar a horario.
Lavé
mi tasa, tomé mi mochila y giré la llave en la cerradura; estaba
lista para enfrentar al mundo
con una sonrisa en mi rostro.
Sin
embargo,
un
llanto me detuvo...
-¿No
lo podés callar? -le pregunté a mi tía, odiaba oírlo llorar.
-Está
enfermo, Em, ya se va a calmar.
Lo
tomó en sus brazos y lo meció un poco mientras tarareaba una dulce
melodía que yo adoraba puesto que solía cantármela cuando me
sentía mal. Suspiré mientras ajustaba mi colita, quería jugar pero
mi hermano acaparaba toda la atención de mi tía.
-Dejalo
en la cuna y vamos a cantar -tironeé de su vestido.
Sus
ojos me encontraron y sonrieron, vieron en mí a una niña que sólo
buscaba divertirse y veía estropeado su momento por un bebé que,
todos le decían, era su hermano.
-Hagamos
algo, traeme
la guitarra y cantamos acá, ¿te parece? -me guiñó un ojo y yo
salí corriendo.
Traje
la guitarra criolla y se la di. Tomás ya dormía en la cuna y ella
me esperaba sentada en el piso, como siempre hacía. Tocó
unos pocos acordes y me enseñó la letra de una
nueva canción, ella era la autora y buscaba una opinión sobre su
creación. Para cuando terminamos de cantar ya sabía qué tenía que
decir.
-¡Me
encanta! -reí sonoramente y Tomi me imitó.
-Parece
que tu hermano se siente mejor.
Me
asomé a la cuna y pude ver su rostro lleno de puntitos rojos. Estaba
enfermo pero la música parecía haberlo aliviado.
-Tu
canción lo curó -le dije, estaba convencida de los poderes
sobrenaturales de las canciones de mi tía.
-No,
fue tu voz -sonrió-. Los hermanos mayores cuidan y protegen a los
pequeños, parece que vos descubriste cómo ayudarlo -acarició mi
cabeza y desacomodó mi peinado.
-Yo
lo voy a cuidar siempre -tomé su pequeña mano y le sonreí.
Mis
ojos se abrieron cuanto pudieron y mi sonrisa se volvió una mueca de
odio, ¿acaso la habían
olvidado?
¿la
había olvidado?
¿Cómo
podían haberse olvidado de su hija?
¿por
qué lo había hecho?
El asqueroso ruido seguía de fondo mientras yo trataba de comprender
qué estaba pasando. Mi padre
dejaba a Tomás en la escuela y a Mía con una
amiga
-una mujer que no me agradaba-. Entonces
¿por
qué la
escuchaba
llorar
cuando
debía estar en otro lugar?
Subí
las escaleras apurada, no tenía tiempo para perder. Tomé un bolso y
guardé lo que necesitaría para cuidar a Mía: pañales, una muda de
ropa, la mamadera, una toalla y un juguete para que se entretuviera.
Rió cuando la levantaba de la cuna y la vestía después de
cambiarle el pañal. ¡No podían haberla olvidado, no tenían
derecho a hacerlo ese día! Saqué el coche a la calle y caminé
rápido hasta llegar a la facultad. Me encargué de que la beba no
durmiera así lo hacía durante el parcial -no estaba dispuesta a
desperdiciar mi tiempo de estudio-. Iba a rendir sin importar nada y
ella no iba a impedírmelo. Mi día había empezado bien y no iba a
terminar mal.
Entré
al salón y, sin querer, azoté la puerta. Todos levantaron su cara
para mirarme y la bronca comenzó a apoderarse de mi cuerpo. Caminé,
con el coche adelante mío, hasta el final del salón -para mi suerte
había un asiento libre-. Acomodé mis cosas en el banco y bajo la
mirada de todos hice dormir a Mía; luego de tomar la mamadera no
tardó mucho en desvanecerse. Algunos volvieron a preocuparse por sus
exámenes pero otros siguieron observándome. Gracias a la política
de la universidad no podían impedirme ingresar con mi hermana
-dejaban que cualquiera entrara así que no podían negarme nada-. El
profesor caminó hasta mi lugar y dejó el parcial en mi banco, no
sin antes observar detenidamente a la criatura inmóvil que reposaba
mi lado.
-Tienen
tiempo hasta las 10 -resaltó el viejo dejando bien en claro que no
habría excepciones.
-No
necesito tanto, gracias -le sonreí con diversión.
Bajé
mi rostro y me enfoqué en el papel. No estaba segura de lo que había
dicho, eran las 8.30 y dudaba llegar a terminar todo antes de las 10
pero no soportaba que me presionara así. Era una de las mejores
estudiantes y, al parecer, no podían perdonarme una tardanza ni
una beba en el salón. Alejé todos los pensamientos que me desviaban
de mi meta: aprobar Matemática I. Había terminado todos los
ejercicios pero al revisar noté que había cometido un error. Miré
el reloj: se me acababa el tiempo. Tachar,
un número aquí, un número allá, una suma errada a corregir y todo
marchaba bien... Me detuve, ¿se había movido?
Levanté
mi rostro y dejé de leer. Me
pareció que su mano se movió y tardé varios minutos antes de darme
cuenta de que había sido mi imaginación o las
estúpidas esperanzas que seguía manteniendo. No estaba en coma pero
sí estaba muy mal. La quimioterapia arrasaba con todas sus fuerzas y
moverse no era una tarea fácil para alguien en
un estado tan
débil.
-Disculpá,
no quise interrumpir el relato -le dije al recordar cuánto le
enfadaba que me detuviera cuando leía-. “...Era
el bosque más silencioso que se pueda imaginar. No había pájaros,
ni insectos, ni animales, y no soplaba el viento. Casi se podía
sentir cómo crecían los árboles. El estanque del que acababa de
salir no era el único. Había docenas de estanques, uno cada pocos
metros hasta donde alcanzaban
sus ojos, y creía percibir cómo los árboles absorbían
el agua con sus raíces. Era un bosque lleno de vida y al intentar
describirlo más tarde, Digory siempre decía: «Era
un lugar apetitoso:
tan apetitoso como un pastel
de ciruelas»...”
La
miré de nuevo: seguía intacta y eterna. Su pálida piel y la
ausencia de su cobrizo cabello decían más de lo que ella hubiera
querido decir.
Continué
sin detenerme hasta finalizar el capítulo. Ese había sido uno de
los primeros libros que me había regalado y el primero que habíamos
leído juntas.
Volteé
y la vi: sus grandes ojos estaban bien abiertos y me miraban
expectantes, sus labios estaban separados, su lengua se asomaba
divertida y estaba preparada para comenzar a balbucear. Vocalizó
-sí, frente a todo mi clase- y muchas cabezas se movieron,
incluyendo la de mi docente que, con ojos de hierro, había
descubierto al origen de la molestia.
Me
fastidié y me levanté. Guardé mis cosas como pude y, con el coche
adelante, llegué hasta el gran escritorio. Dejé allí mi parcial y
con asco miré a ese anciano que se creía tanto y valía tan poco.
-Esperemos
que le haya ido bien -murmuró.
-Yo
no espero, yo hago que las cosas pasen -respondí y me largué.
¿Acaso
todo marcharía para la mierda ese día? Mi mañana había sido
soleada y a medida que el tiempo pasaba todo se oscurecía. Me había
ido mal, no podía negarlo, y, para empeorarlo todo, había tratado
mal al docente del cual mi nota dependía. Mi gran bocaza se había
entrometido y no tenía dudas: aprobar esa materia me costaría más
de lo que pensaba.
-¿Es
su hija? -susurraron a una mesa de distancia, ¿creían que no los
escuchaba?
-Es
obvio que sí, son iguales.
La
miré: sus
ojos eran
más
grandes que
los míos aunque compartíamos
el mismo color,
su
cabello era un poco más oscuro y los pequeños bucles lo poblaban,
yo había tenido el mismo pelo de pequeña. No
cabía duda,
éramos muy parecidas e incluso nuestras sonrisas se asemejaban.
Las habíamos sacado de nuestro padre y eso no me agradaba en
absoluto.
-Tan
joven y con un hijo... Eso es cagarse la vida.
-¿Tendrá
un padre?
-Andá
a saber, quizás fue una noche y le apareció el bombo. Con eso
basta...
Respiré
profundo y terminé de tomar mi café, había pedido uno bien cargado
puesto que debía espabilarme. Jugué con el
pequeño osito color verde -mi primer y único regalo- y Mía no
tardó en llevárselo a la boca y babearlo, sonreí y se lo cambié
por el chupete.
-¡Una
cagada total! -siguieron murmurando entre ellos.
-Se
arruinó la vida.
Eran
unos idiotas y yo era consciente de que no valían la pena pero aún
así me enfadaba el escuchar sus estupideces. ¿No tenían nada más
importante para hablar? ¿Yo tenía que ser su tema principal? Ni
siquiera me conocían pero me juzgaban como si fueran expertos,
¿acaso sus vidas eran tan miserables y aburridas que yo era lo único
divertido sobre
lo cual divagar?
Mi
tía ya no tenía salida. Creían que no los escuchaba pero podía
oírlos murmurar y conspirar. Decían que moriría pronto y ya no
quedaba nada por hacer. Fui con mi tía, no quería oírlos porque no
podían estar hablando en serio, ¡no podían dejarla morir! Tomé el
libro y seguí leyendo, me faltaba poco para terminarlo.
-“...y
la voz más profunda e impetuosa que había oído jamás empezó a
decir: Narnia, Narnia, Narnia, despierta. Ama. Piensa. Habla. Sed
Árboles Andantes. Sed Bestias Parlantes. Sed Aguas Divinas...”
Bajé
el libro y lo apoyé en mi regazo. Lo sabía, ya lo sabía y aún me
negaba a aceptarlo. Las lágrimas brotaron solas, no podía
detenerlas y tampoco quería hacerlo. Quería dejarme llevar,
liberarme por unos instantes de tanto dolor. La cabeza me dolía
horrores y mi corazón daba fuertes golpes dentro de mi pecho, quería
huir de allí y acabar con tanto sufrimiento. Mi tía me había
abandonado...
-¡Basta!
-grité y todos, incluso quienes atendían el bar, me miraron.
Había
bloqueado demasiado, estaba harta de recordar. Me había forzado a no
hacerlo, todo el día lo había hecho pero no había bastado. ¿Por
qué tenía que soportarlo? ¡No quería revivir aquellos días!
Había ignorado los recuerdos pero al parecer mi mente no jugaría mi
juego, poco a poco quebraba el muro y rasgaba la piel.
-¡Ella
no es mi hija! -me enfurecí y Mía se asustó, sus ojitos brillaron
y supe que podía sentir la tensión en el ambiente.
Descargaría
en ellos todo lo que dentro mío se estaba formando. Me acerqué a la
mesa donde se debatía sobre mi vida y miré uno a uno a quienes
participaban. Sus rostros se deformaron en pánico. ¿Tanto miedo
generaba?
-¿Por
qué no hablan sobre sus vidas en vez de meterse en la de los demás?
¿Por qué no preguntan en vez de pensar estupideces? Ella -la señalé
y algo en mí se quebró- no es mi hija pero estaría orgullosa si lo
fuera -su nariz se puso colorada y sus cejas se arquearon en señal
de tristeza-. Voy a tener un hijo cuando yo quiera tenerlo -la alcé
en mis brazos cuando el llanto comenzó-, no cuando la sociedad crea
que es correcto.
La
abracé contra mi cuerpo y arrojé el gran bolso al coche. Salí del
bar dejando atrás rostros curiosos, divertidos,
asustados
e irritados -lo cual no me molestaba en lo más mínimo-. Aún tenía
que cursar una materia pero no pasaría por lo mismo otra vez. Me
encaminé hacia mi colegio: sólo había una persona que podía
ayudarme y sabía que podía contar con ella... Me
detuve en seco: mi
tía me había abandonado...
-Estoy
buscando a Luca Salvatore -le dije a la portera del Superior con
temor a que me reconociera pero, al parecer, desconocía quién era.
-Tenés
suerte, recién pasó a la sala de profesores -me señaló por dónde
debía ir, claro que yo ya
sabía dónde podía encontrarlo.
Acosté
a Mía en el coche y la tapé con una frazadita de soles y lunas,
estaba fresco para una beba tan pequeña. Por supuesto, cuando uno va
por la vida con un bebé todos -absolutamente todos-
los rostros te observan. Parecen ser juguetes que nadie se cansa de
mirar y malcriar. Muchos miraron el coche y exclamaron el típico
“ahh”
que los niños siempre generan.
-Es
una preciosura -dijo la portera-. ¿Cuánto tiempo tiene?
-Seis
meses -respondí fríamente
y
entré, ignorándola por completo, por el pasillo que me conduciría
a mi salvador.
No
habíamos hablado desde el sábado pero confiaba en que la relación
estuviera bien -o al menos no destruida-. En realidad no había
motivos para que estuviéramos mal pero el no habernos comunicado en
casi una semana después de nuestro encuentro me ponía algo
histérica, ¿acaso seríamos amigos o sólo nos veríamos
esporádicamente cada vez que se presentara la ocasión?
Me
asomé por la puerta y vi a dos profesores que yo había tenido.
Hablé mientras rogaba que no se
dieran cuenta de quién era.
-¿Luca?
-lo
llamé
por lo bajo y un
joven profesor con camisa y pantalón negro se dio vuelta.
Llevaba
una carpeta en sus manos y
una corbata un tanto desajustada en su cuello. Debía haber estado
trabajando desde temprano porque su aspecto lucía algo desprolijo
-aunque no por eso menos atractivo-.
-¿Emma?
-respondió con una sonrisa en sus finos y seductores labios.
-Necesito
tu ayuda -exclamé tratando de sonar sincera, pedir favores no era
habitual en mí y cuando lo hacía solía
estropear
el momento.
-¡Mirá
esa ternurita! -dijo la mujer y se acercó al coche para verla más
de cerca.
Era
mi ex-profesora de historia con
unas arrugas de más. ¿Tan desapercibida había pasado que no me
recordaba?
-Es
muy linda, Lu -añadió el otro profesor, el
cual me
había dado clases de física.
-Bella
como la madre, no hay dudas -resaltó la vieja intentando ganarse mi
simpatía, un intento estúpido.
-Y
nada parecida al
padre, ¿estás seguro que es tuya? -bromeó el hombre, mis ojos se
abrieron cuanto
pudieron y Luca lo notó.
-No
es suya -respondí incómodo y molesta-. Tampoco es mía
-enmudecieron sin saber qué decir-. Es mi hermana -expliqué antes
de que se pusieran histéricos.
Se
disculparon y se marcharon sin saludar. Veía cómo les importaban
sus estudiantes, ninguno había visto en mí a una ex-alumna, ¿sólo
había sido un número en la planilla? ¿Un número que debían
completar con más números? ¿Un número que tenían que calificar
sin importar la persona? ¿Había sido un número como cualquier
otro?
No me habían reconocido en lo más mínimo, al parecer les
importaban
una mierda sus estudiantes
y
sólo podía hacerme una pregunta:
¿para qué se habían dedicado a la docencia?
-¿Emma?
-me llamó Lu.
-Disculpá
-comencé- pero tengo que pedirte un favor -le
confesé-. No sé si tenés que seguir trabajando pero pensé que si
no estabas ocupado podías encargarte de Mía por una o dos horas,
tengo que ir a cursar y ya hice un papelón.
-Tenés
suerte, el curso que me tocaba se fue de excursión a la Bolsa de
Comercio así que estoy libre hasta el mediodía.
-En
mi época no nos llevaban de paseo a ningún lado.
-¿En
tu época? -rió- Apenas hace dos años que te graduaste, sigue
siendo tu
época -me dedicó una sonrisa-. Las cosas cambiaron bastante.
Tomé
a Mía y la sacudí suavemente, tenía que despertarla -era
increíble la rapidez con que se dormía-
para que conociera a Luca. Sus ojitos se abrieron y sus manos
buscaron mi trenza, adoraba llevársela
a la boca -en realidad adoraba llevarse todo
a la boca-.
-Te
quedan bien los niños -dijo y yo lo ignoré.
-Mía,
él es Luca, te va a cuidar y yo voy a volver en un rato a buscarte
-le dije a la beba y Lu la alzó.
No
lloró ni hizo un berrinche, sólo se acomodó con la cabeza en el
hombro
de él y se durmió. La
meció un poco y le tarareó una dulce melodía.
-A
vos también te quedan bien los niños -me aventuré a decir y le
provoqué una sonrisa.
Le
dejé el bolso con todas las cosas de Mía y me marché.
La
clase fue sumamente aburrida y para cuando llegó la hora de irnos
pude ver cómo todos murmuraban sobre mí. Sabía perfectamente que
lo que había hecho en el bar había sido esparcido por todo el lugar
pero no tenía interés en averiguar si los rumores relataban la
verdad. Había escuchado varias versiones pero ninguna que me
molestase. Dejé que siguieran nadando en el aire y salí del salón.
-¡Emma!
-un joven gritó en la lejanía, ¿cómo sabía mi nombre?
-¿Qué
necesitás? -pregunté con crudeza, no sería el primero que me pedía
algún ejercicio resuelto para los prácticos.
-Quería
pedirte disculpas por lo que dijeron hoy mis compañeros -explicó y
pude verlo, él había estado en esa mesa, él había sido uno de los
protagonistas de la escena que había montado-. No tenían derecho a
hablar así, ellos ni siquiera te conocen.
-¿Y
vos sí? ¿Vos sí me conocés? -me le acerqué, teníamos la misma
altura pero yo estaba mucho más erguida y podía asustar más.
-Cursamos
el secundario juntos -respondió-. ¿No te acordás de mí?
Lo
observé. La realidad era que nunca le había prestado atención a
los varones de mi curso porque todos eran unos idiotas y no veía
provechoso relacionarme con ellos.
-Soy
Tobías -me informó al darse cuenta de que no tenía la menor idea
de quién era-. Se ve que no fui un gran personaje en el colegio
-bromeó y a mí no me generó gracia así que se puso serio al
notarlo.
-Nos
vemos por los pasillos entonces.
Me
marché, sólo podía pensar en una cosa: buscar a Mía y llevarla a
casa. Caminé
rápido y entré al colegio sin siquiera saludar a la mujer de la
entrada. Fui directo a la sala de profesores pero me detuve antes de
entrar. Unas notas musicales llegaron a mis oídos y una melodía que
conocía muy bien apuntó a mi corazón. Una suave voz cantaba y una
chillona voz reía.
-Hola
-saludé al abrir la puerta y Luca calló-. Es una hermosa canción
-las lágrimas se agolparon en mis ojos pero no cayeron, todo estaba
bajo control.
-When everything old is new again de Peter Allen.
Tiene una bella melodía -respondió y se acercó, iba a abrazarme
pero yo me adelanté y lo esquivé.
Tomé
el coche y el bolso. Tenía que irme de ahí -tenía que huir-.
-¿Em,
estás bien? -me miró preocupado.
-Estoy
perfecta -sonreí con labios temblorosos.
Huí
sin despedirme y sólo caminé. Paso tras paso, dejando todo detrás
y sólo pensando en llegar a casa. Caminé decidida y esquivando todo
obstáculo. Las lágrimas permanecieron en mis ojos y comenzaron a
caer cuando puse a Mía en su cuna. Entré en mi pieza y cerré la
puerta tras de mí. Podía sentir cómo todo me lastimaba, cómo mi
entorno me dañaba y quería liberarme de todo.
Revisé
el bolso de la beba buscando algunos papeles que había guardado allí
en el apuro de largarme del parcial. Me topé
con un papel dorado y una pequeña nota: Estuvimos
paseando con Mía y descubrimos este hermoso disco. Que lo disfrutes
y nos vemos pronto. Luca.
Rompí el papel y vi a Peter Allen sonriéndome. Una de sus canciones
había sido magia durante mi infancia y ahora me trasportaba tiempo
atrás. Puse el disco y con su canción lloré... Lloré libre y sin
presiones, lloré para sacar todo fuera y decir ¡basta!
“Cuando
las cosas marchan mal, uno descubre que por lo general acostumbran a
ir de mal en peor, pero cuando las cosas por fin empiezan a ir bien,
a menudo mejoran y mejoran sin parar.”
“Las
Crónicas de Narnia: El Sobrino del Mago” de C. S. Lewis
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