El efecto dominó había
seguido su cauce. Johanna se sabía capaz de resistir el ardor de un impulso
pero esta vez no sólo no lo había intentado, sino que había accedido
voluntariamente a la invasión. El cambio era inminente. O, al menos, así lo
presentía.
Su rutina había seguido
con normalidad, por supuesto. La distancia con sus compañeros de trabajo seguía
allí y la indiferencia para con sus alumnos se había recrudecido. Lo distinto
estaba en su interior y el saber que albergaba dentro de su pecho tantas novedades
la fascinaba. Su armadura seguía en pie y era más efectiva que nunca,
precisamente porque ahora podía internarse en su pequeño mundo personal sin
miedo y disfrutar de su propia compañía.
Su aislamiento era tal que
casi le pasaba inadvertida la presencia de su padre. Él había persistido en su
negativa y ella había dejado de insistir, por lo que su hogar estaba habitado
por dos personas que actuaban como si el otro no existiera. No eran mucho más
que meros fantasmas que rondaban incansablemente por los rincones de la casa,
sumergidos en su distante (y a la vez entrecruzado) camino.
Y, sin embargo, sentía que
algo ardía adentro suyo. Había compuesto varias obras cortas, había retomado el
estudio de viejas piezas y, sobre todo, había vuelto a escuchar CDs que ya ni
recordaba que tenía. En pocas palabras, se había vuelto a enamorar de la
música.
Su enamoramiento era tal
que cuando Daniel llamó para invitarla a un concierto, no dudó ni un segundo en
aceptar. <<Es una orquesta de Buenos Aires. Conozco a varios de los
músicos>> le había dicho pero ella no necesitaba ningún incentivo:
necesitaba ir. Necesitaba comprobar que el tiempo no había apagado por completo
la magia, que la música aún resonaba en su interior con la fuerza de una tormenta,
que su piel aún podía erizarse al escuchar el quejido de un violín o el lamento
de cello.
Con esa intención (y
esperanza) en mente, llegó a la casa de Daniel. El pequeño departamento quedaba
a unas pocas cuadras de su casa por lo que el apuro y la ansiedad la llevaron a
tocar el timbre 20 minutos antes de lo pactado. Afortunadamente, Daniel estaba
esperándola:
-Estoy listo para ir pero
vamos a llegar casi una hora antes, señorita.
Miró su reloj y no pudo
evitar reírse.
-Hace mucho tiempo que no
voy a un concierto. La emoción pudo más.
-Estoy encantado de
escuchar eso pero… ¿puedo sugerir que vayamos a tomar un café para matar el
tiempo?
-Claro que sí. Pero yo elijo el lugar.
+++
Cinco minutos después, se
encontraban sentados en el bar Bemoles con sendas tazas de café en sus manos.
El pequeño local, al cual se entraba por un pasillo, estaba escondido para la
mayoría de la gente y había sido, durante mucho tiempo, un lugar de descanso y
de paz para Johanna. El lugar no tenía más de diez mesas con pequeños silloncitos
y en sus paredes color cielo había retratos de grandes personalidades de la
música.
-Lo que más me gusta de
este lugar es la música que pasan- comentó Johanna, dejando que su mirada
recorriera el diminuto lugar-. El dueño es un viejo aficionado a la música
clásica.
-Tiene definitivamente un
encanto particular.
-Es más que un encanto… Es
algo en el ambiente, algo que me hace sentir que encajo, que tengo que estar en
este lugar para que un momento de mi vida tenga sentido.
Las palabras resonaron en
el aire y ambos supieron que una barrera se había derrumbado. Johanna había
revelado uno de sus más preciados secretos y Daniel no sólo lo sabía y
apreciaba, sino que sentía el deber moral de corresponder a tal confesión.
-Eso sentí cuando vivía en
Alemania, en la universidad- comenzó, y sus ojos se empañaron con la oleada de
recuerdos-. Había soñado con estar ahí desde pequeño y, aún así, no había
logrado imaginarme la maravilla que sería.
-¿Qué fue lo maravilloso?
-Algo en el ambiente, como
dijiste. La música se respiraba en el aire y la pasión era tan contagiosa como
la risa. Nunca me sentí tan vivo…
Sentirse viva.
Precisamente lo que Johanna buscaba.
-Extraño sentirme así-
murmuró ella, mirándolo fijamente.
El joven le sostuvo la
mirada y Johanna vio en sus ojos un dejo de preocupación. Las siguientes
palabras de Daniel confirmaron su sospecha:
-Creo que la vida no te
fue tan benevolente...
Ella asintió y dejó diluir
el tema. No quería recordar. No quería que el pasado volviera a inmiscuirse en
este presente que aparecía tan prometedor.
-No es necesario que me
cuentes- dijo Daniel, interpretando correctamente el silencio-. Pero me
gustaría ayudarte de todas formas. Tengo varias ideas.
-No creo que ayudarme sea
tan fácil
-No me importa. Yo voy a
intentar, siempre que me lo permitas. Te debo más cosas de las que te imaginás.
Una inevitable sonrisa se
dibujó en el rostro de Johanna. Aunque había fingido una leve reticencia, ella
sabía que Daniel seguía contando con su confianza y que aceptaría su ayuda, sin
reparos, de la misma forma que, tiempo atrás, él había aceptado su enseñanza.
-Fuiste mi primer alumno,
¿sabías?
-Espero seguir estando a
la altura de ese honor.
-Si no llegamos a tiempo
al teatro creo que vas a desilusionarme mucho, pequeño- le dijo, mirando su
reloj.
-El pequeño ya tiene 27
años, profe.
Ambos rieron y se
levantaron. Johanna se dirigió a la caja y saludó amablemente al señor detrás
de ella. Se trataba del dueño de bar que llevaba sus setenta años con total
alegría y que con sus anécdotas de viajes y conciertos se había ganado el
cariño de Johanna.
-Este muchacho fue mi
primer alumno, don Aldo. Le presento a Daniel Müller.
-Creo que tuve el gusto de
haber escuchado a este joven con una orquesta cuando fui a París hace dos años- le dijo,
tendiéndole su mano.
-Así es, señor. Hicimos
una serie de conciertos en distintos lugares de Francia, entre los cuales
estaba París, por supuesto.
-Mis queridos, lamento
interrumpir la amena plática pero tenemos que llegar a tiempo al teatro- indicó
Johanna, con una sonrisa.
Los dos hombres rieron y
asintieron.
-Un placer conocerte,
Daniel. Espero verte más seguido.
-Así será. Tengo planeado
quedarme en Rosario durante largo tiempo y...- echó una mirada a su alrededor-
creo que he encontrado un lugar y una compañía dignos de muchas visitas.
Dicho esto, Daniel se
dirigió hacia el pasillo de salida.
-Ese chico te va a hacer
muy bien, querida- le susurró Aldo, con una amable sonrisa que Johanna
correspondió. El hombre dio la vuelta al mostrador y abrazó a la chica con
suavidad.
-Yo también lo creo, don
Aldo. Hasta la próxima.
Al salir a la calle,
encontró a Daniel sumergido en sus pensamientos y tarareando una melodía. No
pudo evitar sonreírse. Era una costumbre que ella también tenía.
-¿Listo para una velada
musical?- le preguntó a media voz. Daniel se sobresaltó y asintió entre risas.
-Vamos, vamos.
Comenzaron a caminar por
calle Santa Fe en silencio. Era un anochecer frío y un viento helado revolvía
las hojas en la vereda y el cabello rojizo de Johanna. Andar por las calles
semi vacías, enfrascada en su sobretodo azul, la hacía sentir distinta. A pesar
de que sentía los murmullos de los transeúntes, el suave susurro de la voz de
Daniel y los ruidos apagados de los autos, daba sus pasos con la seguridad de
estar sumergida en un plano extraño a todo lo que la rodeaba. A veces
fantaseaba con la idea de que su vida no había sido más que una película y que
caminatas como aquellas eran de las escenas más bellas y más significativas de
todo el film.
Su compañero debió presentir
que ella se distanciaba de él pero, nuevamente (maravillosamente, pensó
ella), supo acompañarla en silencio. Sólo cuando la esquina del teatro se hizo
visible, él murmuró:
-Va a ser un concierto
increíble. Tienen un repertorio variadísimo.
Johanna le sonrió y se
esforzó por salir de su letargo.
-Estoy ansiosa. Espero que
toquen alguna de mis obras favoritas.
-Creo que te vas a llevar
una sorpresa. Hay una obra muy… especial.
Con esa misteriosa frase
rodando entre ellos, entraron al cálido interior del teatro. Muchas personas se
acercaron a saludar a Daniel y él presentó a Johanna como su profesora (y amiga). No reconocía a nadie en aquella
pequeña multitud y recordó, con cierto alivio, que había estado fuera de la
escena musical durante mucho tiempo, el suficiente para alejarse de las
personas del ambiente y que nadie suspirara o levantara las cejas al escuchar
su nombre.
Cuando entraron a la sala,
no pudo contener una exclamación. Aquella noche era un reencuentro: el olor a
madera, las luces del escenario, el murmullo de la gente que ocupaba sus lugares,
la suavidad del terciopelo de los asientos y, por suerte, el sonido de los
instrumentos siendo afinados y retocados.
Era un reencuentro temido
pero también era un reencuentro ansioso y desesperado. Sentía como el pasado
tiraba de ella para empujarla a sumergirse en los recuerdos de otra noche, en
otro teatro (en EL teatro) pero ella
no cedía y tiraba con el doble de fuerza. Quería recuerdos nuevos, quería
recuerdos fuertes que la estremecieran y que, con su potente impulso,
desplazaran los viejos de su mente.
Daniel parloteaba con
personas a su alrededor, inmune a la batalla que se desataba dentro de ella. Lo
oía hablar de conciertos, de autores, de ciudades, de instrumentos, absorto en
su mundo de sostenidos y bemoles. La cadencia de su voz le parecía la melodía
más afinada que había escuchado en mucho tiempo y, al contemplar la enorme
sonrisa que permanecía impertérrita en su cara, supo que había triunfado.
-Ya está por comenzar- le
dijo.
-Lo sé- contestó Johanna,
respondiendo a su pregunta y a otras tantas escondidas en su cabeza.
Las luces se apagaron y
Johanna sintió cómo su corazón se aceleraba. Quería creer que esa noche el
milagro sucedería, que la melodía se deslizaría por el aire de la sala,
deseosa, y que se impregnaría en su piel, dibujando cual pentagrama una nueva
armonía en su vida.
Había barajado muchas
posibilidades para el momento en que el primer instrumento comenzara a
escucharse. Había examinado de forma detallada sus posibles reacciones ante el
espectáculo pero nunca hubiera podido imaginarse la tormenta que sería.
El silencio fue roto por
el desgarrador pedido de auxilio de un violín y pronto Johanna se vio asfixiada
por la marea de emociones. Era una obra ecléctica, que desafiaba los cánones y
las estructuras pero, sobre todo, era una obra que describía con exactitud los
sentimientos de Johanna.
El violín lideró una
oleada de desesperación y dolor que la transportó a los días luego de aquel
concierto en los que sentía que nada alcanzaba, que nada era suficiente para
expresar el desgarrador sentimiento que la atravesaba, para luego unirse al
lamento profundo de los violoncelos que la empujaban a recordar el brillo maligno
de los ojos de Tomás en el momento que destrozó sus partituras y, finalmente,
encontrarse con la dulzura y la inocencia de las flautas traversas que acunaban
la sensación de imposible alegría que sentía estando cerca de Daniel.
Abrumada por el caudal de
sensaciones, no notó que su compañero la había tomado de la mano y que la
miraba fijamente. Las lágrimas habían rodado incansablemente por el rostro de
Johanna, que sólo se percató de la calidez en su mano cuando Daniel le secó las
mejillas húmedas.
-Es maravilloso, Daniel.
Creo que nunca entendí lo que sentí hasta hoy.
-¿Puedo decirte un
secreto?- le susurró él. Johanna asintió-. Esta obra… es mía.
La más sincera sonrisa se
dibujó en el rostro de Johanna.
-Tengo muchas obras
escritas pero necesito alguien que les enseñe cómo tocarlas y creo, luego de
ver tu reacción, que vos sos la persona indicada. Ahora… ¿estás lista para
volver a la música?
Johanna lo contempló. Años
atrás, ella había sido quien le había preguntado si estaba dispuesto a dejar
todo por la música, aún sabiendo que existían muchas probabilidades de que su
sueño se truncara (ella misma lo había
vivido). Y ahora, era aquel chico tímido que se había sentado frente a su
piano y le había dicho que sólo la música valía la pena (es lo único que tiene sentido), el que le volvía abrir la puerta.
Los ojos de Daniel se
estremecieron con los nervios de la espera. Ella sonrió y le dijo:
-No sé si estoy lista pero
no me importa: necesito que algo tenga sentido.
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